Hoy se celebra la festividad de Nuestra Señora de Begoña, y otros santos como el san Juan XXIII, de cuya vida se dio cuenta en esta sección de ZENIT el pasado día 3 de junio, aniversario de su tránsito. La Iglesia también conmemora la vida de esta santa madrileña.
Bibiana, Antonia y Manuela, tres nombres de pila elegidos por sus padres sin pretender ostentación alguna: uno en honor al santo del día en que nació, y los otros para perpetuarlos en su hija, ya que así se llamaban ellos. Al final, como suele suceder, los tres quedaron reducidos unos años al entrañable Manolita. En la vida religiosa fue María Soledad, escogido por su amor a la Virgen y la ternura que irradiaba su gran corazón volcado hacia el dolor y el desamparo. Esta fundadora que vio la luz el 2 de diciembre de 1826 en Madrid, nació de progenitores regentaban una humilde lechería en el castizo barrio de Chamberí, en aquellos tiempos una zona donde se respiraba pobreza por los cuatro costados. Las Hijas de la Caridad, que atendían a los pequeños en una escuela que tenía su sede en el hospital de Incurables, fueron sus maestras. Combinaba los estudios contribuyendo con su modesto trabajo en el negocio familiar. Además, se dedicaba a cuidar de los chavales del vecindario con una especie de voluntariado centrado en el aspecto lúdico; en esa época y entorno no cabía pedir más.
Una tía suya se ocupaba del mantenimiento de un lienzo dedicado a la Virgen de los Dolores que poseían las dominicas reales de la plaza de santo Domingo. La joven solía ayudarle en la tarea. Y a la devoción mariana recibida en su hogar, se unió esta tan buena práctica acrecentando su amor por esta advocación de María. También emergió el afán por integrarse en la comunidad, ya que se sentía inclinada a la consagración. Cuando solicitó ser admitida en ella, lo hizo como hermana lega; al no poseer la dote exigida, no tenía otra opción. Pese a todo, tuvo que esperar. Y en ese impasse, cuando el párroco de Chamberí, padre Miguel Martínez, ponía en marcha una asociación para atender a los enfermos en su propio domicilio, decidió unirse con otras seis mujeres. No fue acogida como cabía esperar, pero así se convirtió en religiosa.
Profesó como Sierva de María, nombre dado a la asociación, el 15 de agosto de 1851. Año y medio más tarde la comunidad se incrementó llegando a ser veinticuatro. Sin embargo, las primeras integrantes iban abandonándola, y encima dos de ellas fallecieron. En 1855 Manolita era la única superviviente de la obra y fue considerada la fundadora. Desde luego, méritos hizo para ello. En 1856 el padre Martínez las dejó a su libre arbitrio, sin recursos, apoyo, consejo ni consuelo. Mientras él partía a Fernando Poo como misionero, las pocas religiosas que perseveraron quedaban en manos del padre Francisco Morales, a quien puso como director, una penosa decisión que tuvo nefastas consecuencias. Manolita se había encontrado de la noche a la mañana al frente de todas, por tanto, como superiora, y una docena de religiosas repartidas en lugares dispares: Madrid, Getafe y Ciudad Rodrigo.
Asumió la decisión del padre Morales, que la destituyó como superiora y la envió a Getafe, con fortaleza, confiada en la Providencia. Por si fuera poco, planeó en el aire la supresión de la comunidad; así lo fraguó el cardenal de Toledo, monseñor Bonel y Orbe. En todo momento se le escuchó decir a la santa: «Caridad; mucha caridad y paciencia. Hemos de dar pruebas de tener mucha fe para soportar todo cuanto Dios nos mande, con paz, como buenas religiosas y cristianas. Tener fe, que Dios no permitirá más de lo que podemos sobrellevar. Una buena religiosa lleva la sonrisa en los labios y el amor a la humildad en el corazón». «Lo que mucho vale, trabajito cuesta». Viéndola actuar con tanto dinamismo, no podían sospechar que estaban ante una persona frágil, enfermiza, y que se sobreponía con creces a sus escasas fuerzas, alentada por la caridad, con gran fe y humildad; únicamente en su entorno cercano estaban al tanto de ello. Como todos los santos se nutría suplicando a Cristo de manera incesante, abandonada en Él: «Es absolutamente imposible pasar la vida, ni finalizarla bien, sin oración». Aconsejaba a las religiosas: «Hijas mías, cuando os veáis en algún apuro, acudid al Sagrado Corazón de Jesús que Él os sacará bien del todo». Lejos de rehuir la cruz, la demandaba fervientemente: «Todas las horas del día deben recurrir a Nuestro Señor con esta jaculatoria: ‘Dios mío, que yo sepa sufrir’ […]. Dadme luz y gracia para más poder sufrir y padecer».
En 1857 cambiaron las tornas. Se puso al frente de la Congregación el padre Gabino Sánchez, que la restituyó en su oficio como superiora general, misión que ostentó hasta su muerte, y con el apoyo de la reina Isabel II mantuvieron la fundación en pie. El padre Sánchez y Manolita fueron los autores de los estatutos. En 1861 el capítulo general unánimemente acordó que ella prosiguiese rigiendo la vida de todas. En 1867 el Instituto recibió el Decreto de Alabanza. La expansión de la fundación fue otro motivo de gozo para la santa; en 1875 se establecieron en Cuba. También ver emprendidas las obras de la casa madre que inauguró el cardenal Rampolla, nuncio del papa en España, así como la aprobación de la fundación en 1876. Pero sin duda, el momento más inolvidable y emotivo llegó en 1878 cuando viajó a Roma, pudo ver a León XIII y sentir su afecto plasmado en el gesto paternal y las palabras alentadoras que le dirigió. Ese año se habían hecho cargo del hospital de San Carlos, del Escorial. Y en 1885 cuando el cólera atacó España su labor fue admirable.
En 1887, cuando Manolita cayó gravemente enferma, tenían una treintena de casas repartidas por distintos puntos. Supo que se acercaba su fin: «Esta es mi última enfermedad, estad conformes con lo que el Señor disponga», pidió a sus hijas. Mientras las bendecía, como le habían solicitado, ayudada de una hermana, les confió su testamento: «Hijas, que tengáis paz y unión». Moría el 11 de octubre de ese año 1887. Pío XII la beatificó el 5 de febrero de 1950. Pablo VI la canonizó el 25 de enero de 1970.