Como cada domingo, el papa Francisco rezó la oración del ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice argentino les dijo:
«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento, un tiempo estupendo que despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y el recuerdo de su venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza Es la invitación del Señor expresada por boca del profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios» (40,1). Con estas palabras se abre el Libro de la Consolación, en el que el profeta dirige al pueblo en el exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede mirar con confianza al futuro: le aguarda finalmente el regreso a casa. Y por eso, la invitación a dejarse consolar por el Señor.
Isaías se dirige a gente que ha pasado por un período oscuro, que ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora ha llegado el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo en el camino de la liberación y la salvación. ¿Cómo se hará todo esto? Con el cuidado y la ternura de un pastor que cuida de su rebaño. De hecho, Él dará unidad y seguridad al rebaño, lo hará pastar, reunirá en su redil seguro a las ovejas dispersas, prestará especial atención a las más frágiles y débiles (v. 11). Esta es la actitud de Dios hacia nosotros sus criaturas. De ahí que el profeta invita a quien le escucha –incluyéndonos a nosotros, hoy– a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza. El mensaje es que el Señor nos consuela, y dejar espacio al consuelo que viene del Señor.
Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros primero no experimentamos la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio que tenemos que llevar en el bolsillo. No olvidaros de esto, ¿eh? El Evangelio, en el bolsillo, en el bolso, para leerlo continuamente. Y esto nos da consuelo. Cuando permanecemos en la oración silenciosa en su presencia, cuando nos encontramos con Él en la Eucaristía o en el Sacramento del Perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos entonces que la invitación de Isaías –«Consolad, consolad a mi pueblo«– resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude a los resignados, reanima a los desalentados, enciende el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! ¡Nosotros, no! Muchas situaciones requieren nuestro testimonio consolador. Ser personas alegres, consoladas. Pienso en aquellos que están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; a los que son esclavos del dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad. Pobrecillos. Tienen consuelos falsos. No, el verdadero consuelo del Señor. Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos, testimoniando que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. ¡Él puede hacerlo! ¡Es poderoso!
El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre nuestras heridas y un estímulo para preparar diligentemente el camino del Señor. El profeta, de hecho, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nos confiamos a Él con corazón humilde y arrepentido, Él derribará los muros del mal, llenará los hoyos de nuestras omisiones, allanará los baches de la soberbia y de la vanidad, y abrirá el camino del encuentro con Él.
Es curioso, pero tantas veces tenemos miedo de la consolación, de ser consolados, es más nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas… En cambio, en la consolación, es el Espíritu Santo el protagonista. Es Él el que nos consuela, es Él el que nos da la valentía de salir de nosotros mismos, es Él el que nos lleva a la fuente de toda verdadera consolación, es decir, al Padre. Y esto es la conversión. Por favor, ¡hay que dejarse consolar por el Señor! ¡Consolar por el Señor!
La Virgen María es el «camino» que Dios mismo se ha preparado para venir al mundo. Encomendamos a ella la esperanza de la salvación y la paz para todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo».
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración del ángelus:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Pontífice:
«Queridos hermanos y hermanas, saludo a todos, fieles de Roma y peregrinos venidos de Italia y otros países: a las familias, a los grupos religiosos, a las asociaciones. En particular, saludo a los misioneros y misioneras Identes. ¡Tan buenos! Que lo hacen tan bien; a los fieles de Bianzè, Dalmine, Sassuolo, Arpaise y Oliveri; a la comunidad de rumanos Cordenons – Pordenone; a la asociación «Porta Aperta» de Modena, a las familias de Polesine, a los chicos Petosino. Y deseo a todos un buen domingo».
A continuación, el papa Francisco concluyó su intervención diciendo:
«Por favor, hay que dejarse consolar por el Señor, ¡entendido!¡Dejarse consolar por el Señor! Y sin olvidarse de rezar por mí. Buena comida ¡hasta pronto! Y mañana, buen día de la Inmaculada. Que el Señor os bendiga».