Texto completo de la homilí­a de Francisco en el Te Deum de fin de año

El Santo Padre dice: ‘¡Hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, y hay que servir a los débiles y no servirse de los débiles!’

Share this Entry

El papa Francisco ha concluido el año 2014 en la Basílica de San Pedro, pronunciando la siguiente homilía:

«Queridos hermanos y hermanas,

La Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma especial, en el significado del tiempo, en el comprender que el tiempo no es una realidad extraña a Dios, simplemente por que Él ha querido revelarse y salvarnos en la historia, en el tiempo. El significado del tiempo, la temporalidad, es la atmósfera de la epifanía de Dios, es decir, de la manifestación del misterio de Dios y de su amor concreto. En efecto, el tiempo es el mensajero de Dios, como decía san Pedro Fabro.

La liturgia de hoy nos recuerda la frase del apóstol Juan: «Hijos míos, ha llegado la última hora» (1 Jn 2,18), y la de san Pablo, que nos habla de «la plenitud del tiempo» (Ga 4, 4). Por lo que el día de hoy nos manifiesta cómo el tiempo que ha sido –por decir así– «tocado» por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y ha recibido de Él significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en «el tiempo salvífico», es decir, en el tiempo definitivo de salvación y de gracia.

Y todo esto nos invita a pensar en el final del camino de la vida, al final de nuestro camino. Hubo un comienzo y habrá un final, «un tiempo para nacer y un tiempo para morir», (Eclesiastés 3, 2). Con esta verdad, bastante simple y fundamental, así como descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y también nuestros días con un examen de conciencia, a través del cual volvemos a recorrer lo que ha ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que hemos recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo, volvemos a pensar en nuestras faltas y en nuestros pecados. Agradecer y pedir perdón.

Es lo que hacemos también hoy al terminar el año. Alabamos al Señor con el himno del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos perdón. La actitud de agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los dones del Señor.

El apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas Primeras Vísperas, el motivo fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos ha hecho hijos suyos, nos ha adoptado como hijos. ¡Este don inmerecido nos llena de una gratitud colmada de estupor! Alguien podría decir: «¿Pero no somos ya todos hijos suyos, por el hecho mismo de ser hombres?«. Ciertamente, porque Dios es Padre de toda persona que viene al mundo. Pero sin olvidar que somos alejados por Él a causa del pecado original que nos ha separado de nuestro Padre: nuestra relación filial está profundamente herida. Por eso Dios ha enviado a su Hijo para rescatarnos con el precio de su sangre. Y si hay un rescate es porque hay una esclavitud. Nosotros éramos hijos, pero nos volvimos esclavos, siguiendo la voz del Maligno. Nadie nos rescata de aquella esclavitud substancial sino Jesús, que ha asumido nuestra carne de la Virgen María y ha muerto en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud del pecado y devolvernos la condición filial perdida.

La liturgia de hoy recuerda también que «en el principio (antes del tiempo) era la Palabra… y la Palabra se hizo hombre» y por eso afirma san Ireneo: «Este es el motivo por el cual la Palabra se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» ( Adversus haereses, 3, 19-1: PG 7,939; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).

Al mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos es también motivo de examen de conciencia, de revisión de la vida personal y comunitaria, de preguntarnos: ¿cómo es nuestra forma de vivir? ¿Vivimos como hijos o vivimos como esclavos? ¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu, rescatadas, libres?  O ¿vivimos según la lógica mundana, corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés? Hay siempre en nuestro camino existencial una tendencia a resistirnos a la liberación; tenemos miedo de la libertad y, paradójicamente, preferimos más o menos inconscientemente la esclavitud. La libertad nos asusta porque nos pone ante el tiempo y ante nuestra responsabilidad de vivirlo bien. La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a un «momento» y así nos sentimos más seguros, es decir, nos hace vivir momentos desligados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra ante el futuro, frente a la eternidad. La esclavitud nos hace creer que no podemos soñar, volar, esperar.

Decía hace algunos días un gran artista italiano que para el Señor fue más fácil quitar a los israelitas de Egipto que a Egipto del corazón de los israelitas. Habían sido liberados ‘materialmente’ de la esclavitud, pero durante el camino en el desierto con varias dificultades y con hambre, comenzaron entonces a sentir nostalgia de Egipto cuando «comían… cebollas y ajo» (cfr. Num 11, 5); pero se olvidaban que comían en la mesa de la esclavitud. En nuestro corazón anida la nostalgia de la esclavitud, porque aparentemente nos da más seguridad, más que la libertad, que es muy arriesgada. ¡Cómo nos gusta estar enjaulados por tantos fuegos artificiales, aparentemente bellos, pero que en realidad duran sólo unos pocos instantes! ¡Y Éste es el reino del momento, esto es lo fascinante del momento!

De este examen de conciencia depende también, para nosotros los cristianos, la calidad de nuestro obrar, de nuestro vivir, de nuestra presencia en la ciudad, de nuestro servicio al bien común, de nuestra participación en las instituciones públicas y eclesiales.

Por este motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera detenerme sobre nuestro vivir en Roma, que representa un gran don, porque significa vivir en la ciudad eterna, significa para un cristiano, sobre todo, formar parte de la Iglesia fundada sobre el testimonio y sobre el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Y por lo tanto, también por ello damos gracias al Señor. Pero, al mismo tiempo, representa una responsabilidad. Y Jesús ha dicho: «Al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más» (Lc 12, 48). Por lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en esta Comunidad eclesial, ¿somos libres o somos esclavos, somos sal y luz? ¿Somos levadura? O ¿estamos apagados, sosos, hostiles, desalentados, irrelevantes y cansados?

Sin duda, los graves hechos de corrupción, surgidos recientemente, requieren una seria y conciente conversión de los corazones, para un renacer espiritual y moral, así como un renovado compromiso para construir una ciudad más justa y solidaria, donde los pobres, los débiles y los marginados estén en el centro de nuestras preocupaciones y de nuestras acciones de cada día. ¡Es necesaria una gran y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener la valentía de proclamar, en nuestra Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, que hay que servir a los débiles y no servirse de los débiles!

La enseñanza de un simple diácono romano nos puede ayudar. Cuando le pidieron a san Lorenzo que llevara y mostrara los tesoros de la Iglesia, llevó simplemente a algunos pobres. Cuando en una ciudad se cuida, socorre y ayuda a los pobres y a los débiles a promoverse en la sociedad, ellos revelan el tesoro de la Iglesia y un tesoro en la sociedad.

Pero, cuando una sociedad ignora a los pobres, los persigue, los criminaliza, los obliga a «mafiarse», esa sociedad se empobrece hasta la miseria, pierde la libertad y prefiere «el ajo y las cebollas» de la esclavitud, de la esclavitud de su egoísmo, de la esclavitud de su pusilanimidad y esa sociedad deja de ser cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, concluir el año es volver a afirmar que existe una «última hora» y que existe «la plenitud del tiempo». Al concluir este año, al dar gracias y al pedir perdón, nos hará bien pedir la gracia de poder caminar en libe
rtad para poder reparar los tantos daños hechos y poder defendernos de la nostalgia de la esclavitud, defendernos de no «añorar» la esclavitud.

La Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, que está en el corazón del templo de Dios, cuando la Palabra –que era en el principio– se ha hecho uno de nosotros en el tiempo; Ella que ha dado al mundo al Salvador, nos ayude a acogerlo con el corazón abierto, para ser y vivir verdaderamente libres, como hijos de Dios. Así sea».

© Copyright – Libreria Editrice Vaticana

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }