Como cada domingo, el papa Francisco rezó la oración del ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice argentino les dijo:
«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. Jesús «hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, con sus ovejas y sus bueyes», el dinero, todo. Este gesto suscitó una fuerte impresión, en la gente y los discípulos. Apareció claramente como un gesto profético, tan es así que algunos de los presentes preguntaron a Jesús, pero dinos: ‘¿Qué gesto nos muestras para hacer estas cosas? ¿Quién eres tú para hacer estas cosas? Muéstranos un signo de que tienes autoridad para hacerlas’. Buscaban una señal divina, prodigiosa que acreditase a Jesús como enviado de Dios. Y Él respondió: ‘Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar’. Le replicaron: ‘Este templo ha sido construido en cuarenta y seis años, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’. No habían entendido que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que habría sido destruido con la muerte en la cruz, pero que habría resucitado al tercer día. Por eso, en tres días. «Cuando resucitó de entre los muertos –escribe el Evangelista– sus discípulos recordaron que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado Jesus».
En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se entienden plenamente a la luz de su Pascua. Aquí tenemos, según el Evangelista Juan, el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del pecado, se convertirá en la Resurrección en el lugar de la cita universal entre Dios y los hombres. Y Cristo Resucitado es precisamente el lugar de la cita universal de todos, entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el verdadero templo, donde Dios se revela, habla, se deja encontrar; y los verdaderos adoradores, los verdaderos adoradores de Dios, no son los custodios del templo material, los poseedores del poder o del saber religioso, son aquellos que adoran a Dios «en espíritu y verdad».
En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, cuando renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Caminemos por el mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor por nuestros hermanos, especialmente los más débiles y los más pobres, nosotros construimos a Dios un templo en nuestra vida. Y de así lo hacemos ‘encontrable’ para tantas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero, nos preguntamos, y cada uno de nosotros se puede preguntar, ¿el Señor se siente verdaderamente como en casa en mi vida? ¿Le permito que haga ‘limpieza’ en mi corazón y eche a los ídolos, o sea aquellas actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, aquella costumbre de hablar mal y ‘despellejar’ a los otros? ¿Le dejo hacer limpieza de todos los comportamientos contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hoy hemos escuchado en la primera lectura? Cada uno se puede responder a sí mismo, en silencio en su corazón. ¿Permito que Jesús haga un poco de limpieza en mi corazón? ‘Padre, tengo miedo de que me apalee’. Pero Jesús jamás apalea. Jesús hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su manera de hacer limpieza. Dejemos, cada uno de nosotros, dejemos que el Señor entre con su misericordia –no con el látigo, no, con su misericordia– a hacer limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús con nosotros es su misericordia. Abrámosle la puerta para que haga un poco de limpieza.
Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la comunión con su cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce aquello que hay en cada uno de nosotros, y conoce también nuestro más ardiente deseo: el de ser habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestros corazones. Que María Santísima, que es la morada privilegiada del Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que podamos redescubrir la belleza del encuentro con Cristo, que es el único que nos libera y nos salva».
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración del ángelus:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Pontífice:
«Queridos hermanos y hermanas,
Doy una cordial bienvenida a los fieles de Roma y a todos los peregrinos procedentes de varias partes del mundo. Saludo a los fieles de Curitiba, Brasil; a los grupos parroquiales de Treviso, Génova, Crotone y L’Aquila, y a los de la zona de Domodossola; dirijo un pensamiento especial a los chicos de Garda que han recibido la Confirmación.
Durante esta Cuaresma, tratemos de estar más cerca de las personas que están viviendo momentos de dificultad: cercanos con el afecto, con la oración y con la solidaridad».
El Obispo de Roma dedicó también unas palabras a las mujeres:
«Y hoy, 8 de marzo, ¡un saludo a todas las mujeres! A todas las mujeres que cada día tratan de construir una sociedad más humana y acogedora. Y un gracias fraterno también a las que de mil maneras testimonian el Evangelio y trabajan en la Iglesia. Y ésta es para nosotros una ocasión para reafirmar la importancia de las mujeres y la necesidad de su presencia en la vida. Un mundo donde las mujeres son marginadas es un mundo estéril, porque las mujeres no sólo traen la vida sino que nos transmiten la capacidad de ver más allá –ven más allá de ellas–, nos transmiten la capacidad de entender el mundo con ojos distintos, de sentir las cosas con corazón más creativo, más paciente, más tierno. ¡Una oración y una bendición particular para todas las mujeres aquí presentes en la Plaza y para todas las mujeres! ¡Un saludo!»
Como de costumbre, el papa Francisco concluyó su intervención diciendo:
«Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!»
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)
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