«Importa que el pastor sea puro en sus pensamientos, intachable en sus obras, discreto en el silencio, provechoso en las palabras, compasivo con todos, más que todos levantado en la contemplación, compañero de los buenos por la humildad y firme en velar por la justicia contra los vicios de los delincuentes. Que la ocupación de las cosas exteriores no le disminuya el cuidado de las interiores, y el cuidado de las interiores no le impida el proveer a las exteriores». Así describía en su «Regula pastoralis» este gran pontífice, y uno de los cuatro doctores de la Iglesia, las características de los pastores que él mismo había encarnado. Pertenecía a una noble y virtuosísima familia romana. Sus padres, el senador Gordiano y Silvia, engrosan las filas de los santos; son venerados como tales. Y sus tías Tarsila y Emiliana llevaron edificante vida ascética como vírgenes consagradas. Además, entre los suyos hubo dos papas: Félix III y Agapito.
Nació hacia el año 540 en Roma. Se especializó en derecho, y al concluir los estudios fue nombrado pretor de Roma por Justino II. Italia estaba siendo azotada por los lombardos y pudo constatar de primera mano las heridas de una barbarie que había reducido la urbe a ruinas. Su trabajo, al que se dedicaba intensamente, no colmaba sus profundos anhelos. Pero cuando se encontró con dos benedictinos de la abadía de Montecassino, Constancio y Simplicio, se abrió una luz en su camino. Sin embargo, antes de decidirse a dar el paso uniéndose a ellos, tuvo que librar una dura batalla interna. «Yo diferí largo tiempo la gracia de la conversión, es decir, de la profesión religiosa, y, aún después que sentí la inspiración de un deseo celeste, yo creía mejor conservar el hábito secular. En este tiempo se me manifestaba en el amor a la eternidad lo que debía buscar, pero las obligaciones contraídas me encadenaban y yo no me resolvía a cambiar de manera de vivir. Y cuando mi espíritu me llevaba ya a no servir al mundo sino en apariencia, muchos cuidados, nacidos de mi solicitud por el mundo, comenzaron a agrandarse poco a poco contra mi bien, hasta el punto de retenerme no solo por de fuera y en apariencia, sino lo que es más grave, por mi espíritu».
Vencida toda resistencia, en cuatro años de vida monástica recluido en su palacio de monte Celio, que convirtió en el monasterio de san Andrés, se forjó su espíritu con oración y penitencias, y se dispuso a cumplir el designio que Dios había previsto para él. Su virtud llegó a oídos del papa Pelagio II, quién le designó «apocrisiario» suyo. Y en Constantinopla libró una importante lucha contra los monofisistas, además de actuar diplomáticamente para obtener del emperador el conveniente apoyo para frenar a los longobardos. Entre tanto, seguía nutriendo su espíritu en feliz convivencia junto a los monjes. Pero el año 590 una terrible epidemia de peste segó la vida de Pelagio II, y fue elegido para sucederle. En ese instante el peso de tan alta misión le sobrecogió, intentó huir para eludirlo, pero terminó comprendiendo que la voluntad divina había movido la de sus hermanos cardenales y aceptó la imponente responsabilidad que cayó sobre sus hombros.
A partir de entonces su sabio y brillante pontificado, verdaderamente renovador, como cabía esperar de un hombre de oración, humilde y generoso, se extendería a toda la Iglesia. Hizo vida su propio aserto: «La prueba del amor está en las obras. Donde el amor existe se obran grandes cosas y cuando deja de obrar deja de existir». Fue un hombre hábil, dialogante, conciliador, que se acercó con fraternal espíritu a los alejados de la fe y a quienes sustentaban ideas opuestas a ella. Así llegó a penetrar en el corazón de los pobladores de distintos estados europeos: sajones, francos, visigodos, longobardos, etc. Propagó la fe con incansable celo apostólico, fortaleció la sede de Roma, renovó el culto y la liturgia, impulsó el canto conocido como gregoriano en su honor, restauró la Schola Cantorum, compuso varios himnos, edificó monasterios, escribió numerosas obras teológicas y centenares de cartas. En suma, un legado tan excepcional que le mereció el título de doctor de la Iglesia.
Fue gran defensor de los oprimidos. Vigiló para que los recursos de la Iglesia fuesen destinados con impecable rigor, alejados de oscuros intereses particulares. Mantuvo una correspondencia digna de tener en consideración con la reina bávara Teodolinda, ferviente católica, con la que tuvo detalles de encomiable delicadeza. Así le obsequió con unas reliquias, muy preciadas en la época, destinadas a la basílica de san Juan Bautista que mandó erigir. Este vínculo repercutió directa e indirectamente en la evangelización, amén de propiciar la paz entre longobardos y bizantinos. En la labor apostólica de Gregorio hay una página singularmente gloriosa: la conversión de los anglosajones. Él fue quien fraguó la evangelización de Inglaterra a través de misioneros que envió con la recomendación de unirse obedientemente a san Agustín de Canterbury, quien después de lograr el bautismo del rey de Kent, Ethelberto (san Adalberto) el año 597, hizo lo propio con más de diez mil sajones.
Parece mentira que tan grande labor la realizase un hombre de precaria salud, obligado a recluirse en el lecho durante días seguidos. Murió el 12 de marzo del año 604. Juan Pablo I lo evocó al tomar posesión de la basílica de San Juan de Letrán, repitiendo sus palabras: «Esté cercano el pastor a cada uno de sus súbditos con la compasión. Y olvidando su grado, considérese igual a los súbditos buenos, pero no tenga temor en ejercer, contra los malos, el derecho de su autoridad. Recuerde que mientras todos los súbditos dan gracias a Dios por cuanto el pastor ha hecho de bueno, no se atreven a censurar lo que ha hecho mal; cuando reprime los vicios, no deje de reconocerse, humildemente, igual que los hermanos a quienes ha corregido y siéntase ante Dios tanto más deudor cuanto más impunes resulten sus acciones ante los hombres».