Fue uno de los primeros integrantes de la Orden de los dominicos, primer prior de St. Jacques en París, y provincial de la Provenza. Nació en Garriga, de ahí su nombre, localidad cercana a Nimes, Francia, el año 1195. Era una época en la que predominaron las guerras y las herejías de las que muchos católicos no se sustrajeron por hallarse inmersos en una vida disipada y alejada de las consignas eclesiales; un campo abonado para los litigios y luchas sin fin. En el extremo frontalmente opuesto se hallaba un pujante monacato, que en el siglo XII se vestiría de esplendor. El joven Bertrán, gracias a la educación cristiana que le dieron sus padres, pudo sortear muchos de los peligros que acecharon a los creyentes, encaminando su vida al seguimiento de Cristo. Era tan solo un niño de 5 años cuando Raimundo IV de Toulouse se propuso aniquilar todo rastro de fe, en particular los monasterios del Cister, emblemáticos centros de lucha contra la herejía predominante que era la albigense, en la que él creía. Con todo, el futuro dominico se comprometió con el carisma cisterciense.
Por esa época Domingo de Guzmán, junto al obispo de Osma, Diego de Acevedo, pasó por Montpellier siendo testigo de una histórica asamblea compuesta por prelados y abades cistercienses que presididos por un legado pontificio debatían el modo de combatir a los albigenses. Fue en esa ocasión cuando el prelado de Osma propuso que se abandonase toda ostentación y se abrazaran estrictamente a la pobreza. Rubricando testimonialmente con sus gestos esta apreciación, despidió a su séquito y se quedó solo con Domingo de Guzmán. De allí partieron a predicar la fe contra los albigenses. Cuando Diego murió, Domingo prosiguió esta evangelización en soledad.
Bertrán era uno de los presbíteros de la diócesis de Nimes que también combatía a los albigenses con sus palabras. Y en esa localidad, hacia 1208, se encontraron estos insignes apóstoles. Bertrán, conmovido por la ardiente caridad de Domingo y su formidable elocuencia, se unió a él llenando el vacío que había dejado Diego. Fue uno de los seis hombres que se vincularon al fundador en 1215 para formar una nueva congregación religiosa, la Orden de Predicadores, en la que iba a desarrollar una gran misión. Porque junto a su intrepidez apostólica y espíritu de obediencia fue un fiel discípulo de Domingo. Le acompañó en sus viajes, y gozó de su amistad y confianza. Se ha dicho del joven beato que «llegó a ser verdadera imagen de Domingo de Guzmán», lo cual permite imaginar el grado de virtud que debía adornarle. En una ocasión Bertrán libró al santo de un asalto que pensaban perpetrar contra él algunos albigenses.
Cuando en 1215 Domingo tuvo que partir a Roma para participar en el IV Concilio de Letrán, dejó a Bertrán al frente de la comunidad de Toulouse, que era entonces la semilla de la nueva Orden. Al regresar de Roma, el fundador vio que había logrado incrementar el número de vocaciones. Tomó el hábito en 1216 y se dirigió a Bolonia para abrir allí nueva fundación, misión que le encomendó Domingo y que acogió gozosamente. De nuevo los frutos de su celo apostólico, que se manifestaron en la intensa evangelización que efectuó dentro y fuera de las ciudades, hicieron que los dominicos se asentasen fecundamente en ese lugar.
En 1217, tras la muerte del conde de Montfort que amparaba al grupo de religiosos, todos tuvieron que partir al monasterio de Prulla, y desde allí el día de la Asunción de ese año Domingo fue enviándolos a misionar por otras tierras. Bertrán fue trasladado a París junto a Mateo de Francia. El beato Jordán hizo un retrato de cómo era Bertrán en esa época, considerándole: «varón de gran santidad y de un rigor inexorable para consigo, acérrimo mortificador de su carne, que había copiado en muchas cosas la vida ejemplar de su maestro santo Domingo». Después de dejar acomodados a los compañeros que iban a fundar, Bertrán regresó a Toulouse. Se produjo una grave insurrección, en la que murió Simón de Montfort, aunque quedó íntegro el convento de San Román, y sana y salva la comunidad presidida por Bertrán.
En 1218 Domingo nuevamente le eligió para que le acompañase en su viaje a París. Por el camino se cruzaron con un grupo de peregrinos alemanes en el santuario de Nuestra Señora de Rocamandour. Dejándose llevar de su ardor apostólico, y como no podían hacerse entender si no hablaban alemán, el santo propuso a Bertrán pedir a Dios la gracia de poder dirigirse a ellos en su propio idioma, gracia que les fue concedida. Domingo le rogó que no narrase el hecho milagroso mientras él viviese, y el beato guardó absoluto sigilo hasta después de la muerte de aquél. Otros milagros se obraron por medio de Domingo de los que fue testigo Bertrán, quien los confió al beato Jordán en el momento oportuno, como fue librarse de una tempestad terrible entre Montreal y Carcassonne mientras iban evangelizando por los caminos.
En 1221, en el transcurso del capítulo general se produjo la división jurídica de la Orden en ocho provincias lo cual propiciaría una mejor atención tanto espiritual como apostólica. En ella Bertrán fue nombrado provincial de Provenza, fundación que tuteló con exquisita caridad. Cuando murió Domingo, se ocupó de las monjas de Prulla, viajó, anunció el evangelio incansablemente y abrió nuevos conventos, entre otras muchas acciones. Recibió el don de milagros. Hacia 1230 fue a predicar a las hermanas cistercienses de Bouchet, cerca de Garriga, y allí le sorprendió la muerte. Su culto fue confirmado el 14 de julio de 1881 por León XIII, quien subrayó su humildad, espíritu penitencial y oración.