La fiesta de la Santa Cruz el 14 de septiembre nos da la pauta cada año para el inicio del curso cristiano: bajo el signo de la Santa Cruz. No empezamos nuestras actividades por una programación comercial o de marketing, por unos objetivos marcados que hemos de revisar como la cuenta de resultados empresarial. Empezamos el curso cristiano en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, bajo el signo de la Santa Cruz.
La Santa Cruz para el cristiano no es una carga pesada e insoportable, que hemos de arrastrar resignados. La Santa Cruz es el sufrimiento vivido con amor, y nos lleva a asumir los trabajos de cada día con esa dimensión más profunda, la dimensión redentora. Viene a ser como las Cruces de mayo. Después de haber celebrado el tiempo penitencial de Cuaresma y Semana Santa y de haber participado en el triunfo glorioso del Señor resucitado, miramos la Cruz con otros ojos. Entendemos por la fe que en la Cruz está nuestra salvación, y vemos que ese leño seco ha florecido. Vemos que la aspereza de la vida está suavizada por la esperanza de un fruto de vida eterna, que ya comienza en esta vida.
La fiesta de la Santa Cruz es una invitación a vivir más unidos a Cristo, porque “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), compartiendo sus sufrimientos y revestidos de sus sentimientos. La fiesta de la Santa Cruz nos abre un horizonte lleno de esperanza, porque nos habla de una eficacia que no viene de nuestras obras, sino de la fuerza redentora de la muerte y resurrección del Señor. Cuando el Viernes Santo adoramos, abrazamos y besamos la Cruz de Cristo, en el día de su muerte redentora, no estamos haciendo un teatro. Estamos reconociendo y adorando un misterio que nos desborda y que al mismo tiempo nos abraza con amor, estamos haciendo un acto de aceptación de que en este misterio está la salvación del mundo.
Sí, mirando ese estandarte de la Cruz de Cristo, somos curados de tantos egoísmos que nos encierran en nosotros mismos y nos alejan de Dios y de los demás. Mirando la Cruz de Cristo, somos elevados a otro nivel en el que aprendemos a dar la vida, como hizo Él. Mirando la Cruz de Cristo, no nos echa para atrás el sufrimiento ajeno, sino que nos sentimos movidos a compartirlo solidariamente con quienes tienen más necesidad que nosotros. A nadie le gusta sufrir, ni en carne propia ni al verlo en su alrededor. Sólo la mirada a Cristo crucificado nos da la perspectiva nueva de mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora.
Son tantos los sufrimientos en los que nos vemos envueltos constantemente, es tanto lo que la gente sufre a poco que nos pongamos a escuchar, que no tenemos capacidad ni siquiera para ser solidarios, si no fuera por la Cruz de Cristo, que nos eleva de nivel y nos da capacidad para transformar el mundo con los criterios del Evangelio: amar hasta dar la vida. Vemos imágenes de ese largo éxodo de tantos miles y miles de refugiados, que atraviesan los caminos de Europa en busca de una situación mejor para ellos y para sus hijos, pero son muchos más los que no se ven, que han tenido que dejar su patria porque es imposible construir el futuro para sus hijos en ella. Las guerras, los intereses de las grandes naciones, el egoísmo acumulado de nuestra propia indiferencia, van creando como un ambiente enrarecido y contaminado en el que apenas podemos respirar. Necesitamos la Cruz de Cristo, que convierte el sufrimiento propio en esperanza y el sufrimiento ajeno en ocasión de solidaridad fraterna. Es posible construir un mundo mejor, más justo y más fraterno, gracias a la Cruz de Cristo, porque Él ha cargado con nuestros dolores y sus cicatrices nos han curado.
Comencemos el nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz, porque además junto a la Cruz de Jesús está siempre su madre María. No estamos solos en esta aventura de la vida. Tenemos una madre, que nos acompaña, nos consuela y nos anima continuamente. La Virgen de los Dolores es la que vive junto a su Hijo y a cada uno de sus hijos que sufren. Con ella emprendemos las tareas del nuevo curso bajo el signo de la Santa Cruz.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba