Publicamos a continuación la catequesis del Santo Padre en la audiencia del miércoles 30 de septiembre.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En los días pasados, he realizado el viaje apostólico a Cuba y Estados Unidos de América. Esto nació de la voluntad de participar en el 8ª Encuentro Mundial de las Familias, programado desde hacía tiempo en Filadelfia. Este “núcleo originario” se ha alargado a una visitada a Estados Unidos de América y a la sede central de las Naciones Unidas, y después también a Cuba, que se ha convertido en la primera etapa del itinerario.
Expreso nuevamente mi reconocimiento al presidente Castro, al presidente Obama y al secretario general Ban Ki-moon para la acogida que me han reservado.
Doy las gracias de corazón a los hermanos obispos y a todos los colaboradores por el gran trabajo realizado y por el amor a la Iglesia que lo ha animado.
“Misionero de la Misericordia”: así me he presentado en Cuba, una tierra rica de belleza natural, de cultura y de fe. La misericordia de Dios es más grande que cualquier herida, de cualquier conflicto, de cualquier ideología; y con esta mirada de misericordia he podido abrazar a todo el pueblo cubano, en la patria y fuera, más allá de cualquier división. Símbolo de esta unidad profunda del alma cubana es la Virgen de la Caridad del Cobre, que precisamente hace cien años fue proclamada Patrona de Cuba. He ido como peregrino al Santuario de esta Madre de esperanza, Madre que guía en el camino de justicia, paz, libertad y reconciliación.
He podido compartir con el pueblo cubano la esperanza del cumplimiento de la profecía de san Juan Pablo II: que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba. No más cierres, no más explotación de la libertad, sino libertad en la dignidad. Este es el camino que hace vibrar el corazón de tantos jóvenes cubanos: no un camino de evasión, de ganancias fáciles, si no de responsabilidad, de servicio al prójimo, de cuidado de la fragilidad. Un camino que trae fuerza de las raíces cristianas de ese pueblo, que ha sufrido tanto. Un camino en el cual he animado de forma particular a los sacerdotes y a todos los consagrados, los estudiantes y las familias. El Espíritu Santo, con la intercesión de María Santísima, haga crecer las semillas que hemos sembrado.
De Cuba a Estados Unidos de América: ha sido un paso emblemático, un puente que gracias a Dios se está reconstruyendo. Dios quiere siempre construir puentes; ¡somos nosotros los que construimos muros! ¡Los muros caen siempre!
Y en Estados Unidos he realizado tres etapas: Washington, Nueva York y Filadelfia.
En Washington me he reunido con las autoridades políticas, la gente común, los obispos, los sacerdotes y los consagrados, los más pobres y marginados. He recordado que la riqueza más grande de ese país y de su gente está en el patrimonio espiritual y ético. Y así he querido animar a llevar adelante la construcción social en la fidelidad a su principio fundamental, es decir, que todos los hombres son creados de por Dios iguales y dotados de inalienables derechos, como la vida, la libertad y la persecución de la felicidad. Estos valores, compartidos por todos, encuentran en el Evangelio su pleno cumplimiento, como ha destacado bien la canonización del padre Junípero Serra, franciscano, gran evangelizador de California. San Junípero muestra el camino de la alegría: ir y compartir con los otros el amor de Cristo. Este es el camino del cristiano, pero también de cualquier hombre ha conocido el amor: no quedárselo para uno mismo y no compartirlo con los otros. Sobre esta base religiosa y moral han nacido y crecido los Estados Unidos de América, y sobre esta base estos pueden continuar y ser tierra de libertad y de acogida y cooperar a un mundo más justo y fraterno.
En Nueva York he podido visitar la Sede central de la ONU y saludar al personal que allí trabaja. Tuve encuentro con el secretario general y los presidentes de las últimas asambleas generales y del consejo de seguridad. Hablando a los representantes de las Naciones, en la huella de mis predecesores, he renovado el ánimo de la Iglesia católica y a esa institución y a su rol en la promoción del desarrollo y de la paz, reclamando en particular la necesidad del compromiso concorde y eficaz para el cuidado de la creación. He reiterado también el llamamiento a detener y prevenir las violencias contra las minorías étnicas y religiosas y contra la población civil.
Por la paz y la fraternidad hemos rezado antes el Memorial de la Zona Cero, junto con los representantes de las religiones, los parientes de los caídos y el pueblo de Nueva York, tan rico de variedades culturales. Y por la paz y la justicia he celebrado la eucaristía en el Madison Square Garden.
Tanto en Washington como en Nueva York he podido encontrar algunas realidades caritativas y educativas, emblemáticas del enorme servicio que las comunidades católicas –sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos– ofrecen en estos campos.
El culmen del viaje ha sido el Encuentro de las Familias en Filadelfia, donde el horizonte se ha agrandado a todo el mundo, a través del “prisma”, por así decir, de la familia. La familia, es decir la alianza fecunda entre el hombre y la mujer, es la respuesta al gran desafío de nuestro mundo, que es un desafío de nuestro mundo, que es un desafío doble: la fragmentación y la masificación, dos extremos que conviven y se apoyan el uno al otro, y juntos sostienen el modelo económico consumista. La familia es la respuesta porque es la célula de una sociedad que equilibra la dimensión personal y la comunitaria, y que al mismo tiempo puede ser el modelo de una gestión sostenible de los bienes y de los recursos de la creación. La familia es el sujeto protagonista de una ecología integral, porque es el sujeto social primario, que contiene a dentro de sí los dos principios-base de la civilización humana en la tierra: el principio de comunión y el principio de fecundidad. El humanismo bíblico nos presenta este icono: la pareja humana, unida y fecunda, puesta por Dios en el jardín del mundo, para cultivarlo y custodiarlo.
Deseo dirigir un fraterno y caluroso agradecimiento a monseñor Chaput, arzobispo de Filadelfia, por su compromiso, su piedad, su entusiasmo y su gran amor a la familia en la organización de este evento.
Mirando bien, no es casualidad sino providencial que el mensaje, es más, el testimonio del Encuentro Mundial de las Familias haya tenido lugar en este momento de Estados Unidos de América, es decir, en el país que en el siglo pasado ha alcanzado el máximo desarrollo económico y tecnológico sin renegar sus raíces religiosas. Ahora estas raíces piden volver a partir de la familia para repensar y cambiar el modelo de desarrollo, para el bien de toda la familia humana. Gracias.