(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Durante la tradicional celebración del Domingo de Ramos en la plaza de San Pedro, y mientras leía su homilía sobre la pasión del Señor, el papa Francisco improvisó unas palabras para llamar la atención sobre la situación de los migrantes y refugiados.
Tras referirse a “la infamia y la condena inicua” que recibió Jesús por parte “de las autoridades, religiosas y políticas”, el Santo Padre recordó que también sufrió “la indiferencia, pues nadie quiso asumir la responsabilidad de su destino”. En este punto, el Pontífice afirmó sin mirar a los papeles: “Pienso en tanta gente, en tantos marginados, en tantos prófugos, en tantos refugiados… a los que les digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino”.
El Papa llegó a la plaza a pie, con una mitra dorada y una capa pluvial roja, y se acercó hasta el obelisco central para bendecir las palmas y los ramos de olivo. Posteriormente, fue en procesión hasta el altar ubicado ante la fachada de la basílica de San Pedro, donde presidió la celebración eucarística.
Ante más de sesenta mil personas venidas de todo el mundo, en su mayoría jóvenes, Francisco relató cómo cuando Jesús de Nazaret entró a Jerusalén la muchedumbre lo acogió con “entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo” y al grito de “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Pero a su entrada triunfal le siguió una humillación que “parece no tener fondo” y que fue la que experimentó durante la Pasión, a la que continuó la Muerte y la Resurrección, explicó.
“La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo”, prosiguió el Santo Padre, al tiempo que señaló que el Señor no solo cargó con esta traición, sino que sufrió “en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas” desfiguraron “su aspecto haciéndolo irreconocible”, y Poncio Pilato lo envió “posteriormente a Herodes”, quien lo devolvió al gobernador romano, mientras le fue “negada toda justicia”.
“Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales”, lamentó el Pontífice. Así, destacó, “Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza”.
Al término de sus palabras, el papa Francisco exhortó a los presentes a mirar el crucifijo, que es la “cátedra de Dios”. El ejemplo de Cristo –concluyó– debe servir para “elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo” y “aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama”.
Publicamos a continuación el texto completo:
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino. Y pienso en mucha gente, en muchos marginados, en muchos prófugos, en muchos refugiados… a los que les digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Tras referirse a “la infamia y la condena inicua” que recibió Jesús por parte “de las autoridades, religiosas y políticas”, el Santo Padre recordó que también sufrió “la indiferencia, pues nadie quiso asumir la responsabilidad de su destino”. En este punto, el Pontífice afirmó sin mirar a los papeles: “Pienso en tanta gente, en tantos marginados, en tantos prófugos, en tantos refugiados… a los que les digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino”.
El Papa llegó a la plaza a pie, con una mitra dorada y una capa pluvial roja, y se acercó hasta el obelisco central para bendecir las palmas y los ramos de olivo. Posteriormente, fue en procesión hasta el altar ubicado ante la fachada de la basílica de San Pedro, donde presidió la celebración eucarística.
Ante más de sesenta mil personas venidas de todo el mundo, en su mayoría jóvenes, Francisco relató cómo cuando Jesús de Nazaret entró a Jerusalén la muchedumbre lo acogió con “entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo” y al grito de “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Pero a su entrada triunfal le siguió una humillación que “parece no tener fondo” y que fue la que experimentó durante la Pasión, a la que continuó la Muerte y la Resurrección, explicó.
“La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo”, prosiguió el Santo Padre, al tiempo que señaló que el Señor no solo cargó con esta traición, sino que sufrió “en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas” desfiguraron “su aspecto haciéndolo irreconocible”, y Poncio Pilato lo envió “posteriormente a Herodes”, quien lo devolvió al gobernador romano, mientras le fue “negada toda justicia”.
“Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales”, lamentó el Pontífice. Así, destacó, “Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza”.
Al término de sus palabras, el papa Francisco exhortó a los presentes a mirar el crucifijo, que es la “cátedra de Dios”. El ejemplo de Cristo –concluyó– debe servir para “elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo” y “aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama”.
Publicamos a continuación el texto completo:
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino. Y pienso en mucha gente, en muchos marginados, en muchos prófugos, en muchos refugiados… a los que les digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha anonadado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos emprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo a esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta Semana.
© Copyright – Libreria Editrice Vaticana
Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha anonadado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos emprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo a esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta Semana.
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