Cristo en la Iglesia de San Pablo, en Roma

Cristo en la Iglesia de San Pablo, en Roma (ZENIT cc)

¿Nuestro rostro?

XV Domingo Ordinario

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Deuteronomio 30, 10-14: “Mis mandamientos están en tu boca y en tu corazón”
Salmo 68: “Escúchame, Señor, porque eres bueno”
Colosenses 1, 15-20: “En Cristo quiso Dios reconciliar todas las cosas”
San Lucas 10, 25-37: “Anda y haz tú lo mismo”

¿Cuál rostro te ha llamado más la atención al ir escuchando la parábola narrada por Jesús? Este pasaje evangélico, tan conocido, es fundamental para descubrir su mensaje. La vida eterna no es algo etéreo, abstracto, lejano… Jesús no está interesado en proponer ideologías, o dar consejos. A Jesús le interesa la vida concreta reflejada en las situaciones diarias por más difíciles que éstas sean. En su parábola van desfilando rostros que esconden detrás de sí las ambiciones y el dolor; las intenciones y las prioridades; la misericordia y los valores. Cada uno de esos rostros puede ser el nuestro. O puedo estar en diferentes ocasiones de mi vida en la situación de ese rostro. Contemplemos esos rostros y reconozcamos a quién de ellos nos parecemos.

La parábola hoy se hace dolorosamente real. Las primeras personas que encuentra el caminante de la parábola siguen haciendo de las suyas en este momento: Cayó en manos de unos ladrones. A nadie extraña que nuestro vecino o nuestro familiar cuente las penurias de un robo. De tanto suceder, ya parece cotidiano. A todos nos ha sucedido, y a algunos ya parecería natural. Pero precisamente por eso nos debemos cuestionar: ¿por qué el robo, el secuestro, la extorsión, se han hecho tan comunes en nuestro ambiente? Pero no sólo los acontecimientos violentos son los que dejan tiradas a las personas a la orilla del camino: el mismo sistema las despoja y las arroja a lo largo del camino. Así, cada día son más los pobres, más los que no alcanzan el progreso, más los que no tienen suficiente para comer, para curarse, para educarse. Hay en nuestro tiempo otro tipo de ladrones que roban las tierras, que roban las vidas y que van dejando solamente despojos humanos a su paso. ¿No estaré yo con mis actitudes o mis ambiciones robando, destruyendo y dejando heridos a mi paso? ¿Tengo rostro de ladrón y asesino? ¿A quién he dañado?

En cierta ocasión, unas personas comentaban que es muy poco lo que se puede hacer ante tanta miseria humana y que no vale la pena angustiarse. “Así nos ha tocado la suerte. Hay unos que tienen y otros que no tienen nada”. No, no puedo aceptar que sea voluntad de Dios que unos vivan en la miseria mientras otros viven en la opulencia. Claro que es más fácil hacerse el desentendido y cerrar las cortinas de la casa y del corazón para no contemplar la pobreza. O bien, disfrazar nuestra indiferencia con migajas que lo único que sacian es nuestra conciencia, pero que no nos comprometen en construir un mundo más justo. Así pasaron el sacerdote y el levita, quizá para cuestionarnos si la religión y la ley se hacen cargo serio de las situaciones de injusticia, o si solamente se limitan a sostener un sistema y hacerse de la vista gorda frente a los graves problemas mientras no les afecten en sus intereses. ¿Volteo mi rostro frente a mis hermanos necesitados? ¿Vivo en la indiferencia escudándome en mis ocupaciones, mi prestigio o mis ideologías?

Siempre me ha llamado la atención un personaje que trata de pasar anónimo y quedarse en el olvido: el dueño del mesón. Sí, ese que parece escurrirse entre los culpables y el bondadoso samaritano para que nadie lo note. Así también sucede hoy. Hay quien hace negocio de la necesidad del caído en desgracia. Así como alabamos la solidaridad en los momentos críticos de nuestra Patria, así también tenemos que reconocer que en esos momentos tan dramáticos hay quien, aprovechando la necesidad, trata de llenar su bolsillo a costa de la desgracia de las personas. Bueno, y no solamente en esos eventos extraordinarios. Hay quienes sistemáticamente engañan y medran con la ignorancia de los que menos tienen. Con frecuencia se comenta que de los programas de ayuda, quienes salen más beneficiados son los intermediarios, y a los pobres sólo llegan las migajas. Hay quienes hacen negocio de la pobreza. ¿Me aprovecho de la necesidad o ignorancia de mi hermano? ¿Utilizo mis pocos o muchos bienes para solidarizarme con el necesitado?

De un modo plástico, Jesús nos responde quién es el prójimo. La respuesta es clara: a quien debemos acercarnos y amar en primer lugar es al caí­do, al herido, al que sufre violencia, al despojado de sus derechos de persona, sin importar su nombre, ni su país, ni su edad, ni su religión. Nosotros decimos: primero los de casa. Jesús, sin negar que debamos hacernos prójimos de los de casa pues como nos dice el Papa Francisco; “¡Cuánto lo necesitan!”, Jesús propone otro modelo: un hombre asaltado, uno cualquiera que por no tener ni nombre ni patria, personifica a la humanidad. Son, pues, dos cambios revolucionarios para el pueblo de Israel: uno, en el concepto del prójimo, que ellos sólo entendían al de su propio pueblo y al de su propia sangre; otro, en el orden de preferencia. No es el que ha hecho méritos o se lo ha ganado. La misericordia es gratuita. Así por un lado me gozo en la misericordia que Dios tiene de mí en mis caídas y mis dolores, pero al mismo tiempo me obligo a descubrir a “mi prójimo” en cada uno de los cercanos.

Este Evangelio es uno de los más hermosos, pero también de los más exigentes. Jesús es el mejor Samaritano, pues se compadece de nuestras heridas y dolencias, nos libera de los enemigos, nos cura, nos lleva en sus hombros, nos unge con aceite y vino, nos cuida y entrega su vida por noso­tros. Es el ejemplo a seguir. Pero también nos propone a varios personajes que parece que fácilmente nos pueden servir de espejo para descubrir nuestro rostro, en nuestro modo de ser prójimo: hay quien se aprovecha del hermano, hay quien pasa indiferente, da un rodeo y todavía se justifica. Hay quien hace negocio de la necesidad del otro. Y finalmente hay quien se compromete, se hace cargo, analiza la situación y busca las soluciones. Ése es el auténtico amor humano que se conmueve ante la persona maltratada y herida.

¿Con cuál de estos personajes nos identificamos más frecuentemente? ¿Por qué? ¿Qué necesitamos cambiar en nuestra persona, en nuestra sociedad y en nuestro sistema para no dejar prójimos tirados a la orilla de camino? ¿Cómo reconocer a nuestro prójimo y comprometernos con él?

Señor de Misericordia, que en el amor al prójimo nos reflejas el amor a Dios, concédenos amar generosamente, sin condiciones ni prejucios, a quienes sufren a nuestro lado. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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