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¿Qué deben hacer los matrimonios jóvenes para acercar a sus hijos a Dios? (I)

Los padres deben facilitar que sus hijos vayan a Dios siempre

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El título corresponde a la pregunta que una lectora ha tenido a bien hacerme llegar por escrito. Como ni el contenido de la pregunta ni la respuesta compromenten en absoluto la privacidad de la comunicación, ni hay riesgo de quebranto de ningún dato ni secreto que guardar, me ha parecido que podía ser conveniente hacer pública la pregunta y la respuesta para los lectores de la revista porque tal vez haya a quien le pueda resultar de utilidad; todo ello con el conocimiento previo de la interesada.
Para no faltar a la verdad he de decir también que la contestación que paso a reproducir, coincide en el contenido de la respuesta dada a esta lectora, si bien aquí me he permitido introducir algunas modificaciones con explicaciones algo más amplias sobre puntos que en la comunicación original se exponían con menor extensión. Esa respuesta ha sido como sigue:
Muy estimada:
Me hace usted una pregunta muy interesante y muy abierta, tanto que cabría exponer todo un programa educativo para darle una respuesta cumplida. Al pedirme un consejo para los matrimonios jóvenes, entiendo que los hijos son niños y en eso me centraré, pero hay que decir que los padres deben facilitar que sus hijos vayan a Dios siempre, independientemente de la edad de los padres e independientemente de la edad de los hijos. No son pocos los casos en que padres ya ancianos, con el peso de la vida a sus espaldas, a veces con una sola palabra, a veces con su ejemplo, vienen a reconducir la vida de sus hijos ya adultos. Aunque, como le digo, yo me centraré en el caso de niños pequeños. Iré por partes:
1. En primer lugar, se debe tener claro que los hijos son hijos de sus padres y son hijos de Dios, y que la filiación respecto de Dios es más intensa que la filiación humana. Entre ambas filiaciones hay varias diferencias, pero yo le señalaré solo esta:
La dependencia de los padres va de más a menos, va disminuyendo desde una dependencia absoluta hasta desaparecer con la entrada de los hijos en la vida adulta. Cuando el hijo nace, los padres tienen que sostenerlos en todo, pero a medida que la vida del hijo se va desarrollando (vida corporal, facultades, mundo de relaciones, etc.) los hijos se van valiendo cada vez más por ellos mismos, hasta el punto de poder vivir de manera independiente y autónoma, sin la ayuda paterna.
Con respecto a Dios ocurre al revés. Lo propio del cristiano es que pase de ser niño en la fe a ser adulto, pero este crecimiento no supone independencia del Padre Dios, sino lo contrario. A mayor crecimiento en la vida espiritual, mayor dependencia de Dios. No debería extrañar, puesto que en la vida humana también vemos que este ejemplo se cumple en algunos casos. Como me estoy dirigiendo a matrimonios jóvenes, creo que es muy oportuno poner al matrimonio como ejemplo. Si las cosas se hacen como se debe, cuando un hombre y una mujer (normalmente jóvenes) deciden casarse es porque su amor de novios ha madurado lo suficiente como para dar ese paso definitivo. Es claro que para el momento del “sí, quiero” ante el altar, se quieren todo lo que puedan quererse un hombre y una mujer como para entregarse mutuamente en cuerpo y alma y para siempre. Eso es verdad, pero el amor inicial que los lleva a unirse, por grande que sea, está en sus inicios y, por lo mismo, llamado a crecer y madurar muchísimo con el paso de los años. Y si llegan felizmente a la ancianidad, podrán comprobar y testimoniar cómo aquel amor inicial tan grande, ahora se ha hecho más grande todavía en el sentido de estar más acrisolado, más depurado, más solícito, de haber madurado hasta el punto en que puede madurar el amor humano que consiste en no saber distinguir dónde empieza el esposo y acaba la esposa, y viceversa.
El amor crecido no les ha hecho más independientes, sino lo contrario, más necesitados. Pues bien, valga el ejemplo para entender lo que quiero decirle con la filiación divina. Según se va desarrollando nuestra fe y vamos creciendo en vida de santidad y en perfección cristiana, nos vayamos viendo cada vez más menos autónomos y, por tanto, más dependientes y más necesitados de Dios. Para el cristiano de fe poco desarrollada, Dios está lejos, a veces a una distancia sideral, casi ajeno a su vida, mientras que el cristiano de fe adulta entiende que no puede dar un paso sin acudir a Dios y se ve cada vez más estrechamente unido a él y más colgado de su mano providente. El primero vive como autónomo, o sea como huérfano; el segundo como hijo.
2. Hasta que unos padres no entiendan que Dios es más padre de sus hijos que ellos mismos, no se habrán situado en el camino correcto para educar cristianamente a sus hijos. ¿Por qué es eso así? Por algo a lo que me referiré en un punto posterior: porque los padres son a su vez hijos. Cuando un hombre y una mujer se convierten en padres, el hecho de ser padres no anula su condición original de hijos, hijos de sus padres e hijos de Dios. La condición de hijo es un dato de identidad de toda persona, un dato que permanece en el tiempo y que explica, en parte, nuestro propio ser. Quien desustancia u olvida su condición de hijo, pierde una referencia importante y única sobre quién es él.
A continuación hay que preguntarse por la función del hijo. ¿Qué nos corresponde en cuanto hijos? La respuesta es la siguiente: Lo propio del hijo es recibir. Lo que a un hijo le corresponde como hijo no es dar, sino recibir. Sabemos que esto es así por los estudios de las ciencias humanas sobre la familia y lo sabemos sobre todo por Jesucristo, que es el Hijo, con mayúscula, el Hijo Único de Dios e hijo del matrimonio formado por San José y la Santísima Virgen María. Pues bien, en su doble condición de Hijo Único de Dios e hijo de sus padres humanos, Cristo nos enseña en qué consiste ser hijo y cómo se es hijo. Por ser hijo de San José y de la Virgen María, en Cristo destaca especialmente su perfecta obediencia mientras dependió de ellos, a los cuales “estaba sujeto” (Lc 2, 51).
Por ser el Hijo de Dios, Cristo insiste en este aspecto de recepción una y otra vez. Le pongo algunas citas, pero en los evangelios hay muchas más. “No he venido por mi cuenta, sino que él [Dios Padre]me envió” (Jn 8, 42). “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11, 27).  Él, que es “el” Hijo Único de Dios, una y otra vez con su palabra y con su vida nos enseña a ser hijos. Él, aun siendo la Palabra eterna pronunciada por Dios Padre, y sin dejar de serlo, no habló nada que no le hubiera oído al Padre, ni actuó jamás por su cuenta, sino que hizo las obras que su Padre le había mandado hacer. Desde aquí puede entenderse que dijera: “Yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he decir y cómo he de hablar” (Jn 12, 49) Y refiriéndose a las obras: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo” (Jn 5, 19-20).
3. Lo que le voy a decir ahora, puede que suene un tanto extraño, incluso mal, pero la cosa no está en cómo suene, sino en ver si lo que se dice es verdad. Pues bien, tengo que decirle que lo que le expongo es absolutamente cierto. Se trata de lo siguiente:
Usted me pide un consejo para ayudar a los matrimonios a que acerquen sus hijos a Dios. Eso ya lo hicieron al bautizarlos. Después de llevarlos a bautizar, el gran papel que tienen los padres respecto de sus hijos no consiste en acercarlos a Dios, puesto que eso ya lo han hecho, sino en facilitarles el camino para que ellos vayan por sí mismos. Puede parecer que es lo mismo, pero no lo es. Lo digo con otras palabras: La gran misión de los padres cristianos está en no obstaculizar la acción de Dios en sus hijos. Esto no significa que los padres deban cruzarse de brazos porque para los padres cristianos no hay tiempos muertos; su actividad educativa no tiene tregua ni descanso, pero hay que entender bien cuál es su misión. Porque no se trata tanto de hacer sino de dejar a Dios que haga Él. Una de las grandes enseñanzas de San Juan de la Cruz es precisamente esta, que en la vida cristiana, no está la cosa en poner de nuestra parte sino en quitar estorbos a la acción de Dios.
Trataré de ilustrar esta idea con dos ejemplos tomados de la Sagrada Escritura:
a) En el segundo libro de Samuel, aparece cómo el rey David se dispone a construir un templo para el Señor. Entonces Dios le envía al profeta Natán a que le diga lo siguiente: «Ve y habla a mi siervo David: «Así dice el Señor: ¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? (…)  Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa» (2º Sam 7, 5; 11).
Trasladado al tema que nos ocupa, que es ver cómo llevar los hijos a Dios, es como si Él dijera a los padres humanos. «¿Vosotros me vais a hacer el regalo de acercarme a mí a vuestros hijos? No, vuestros hijos son míos, yo os los he dado y seré yo quien os haga el regalo de traerlos a mí. El hecho de tenerlos cerca de mí no es un regalo que me hacéis, sino un regalo que os hago yo.
b) Cuando Jesucristo, el Señor, habla del acercamiento de los niños a Él, no dice «acercadme los niños»; lo que dice es: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis» (Lc 18, 16).
 
(Continuará)

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