Jesús cura a un ciego

Jesús cura a un ciego - WIKIMEDIA COMMONS

Mesa de fraternidad

XXII Domingo Ordinario

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Sirácide 3, 19-21. 30-31: “Hazte pequeño y hallarás gracia ante Dios”
Salmo 67: “Dios da libertad y riqueza a los cautivos”
Hebreos 12, 18-19. 22-24: “Se han acercado ustedes a Sión, el monte y la ciudad del Dios viviente”
San Lucas 14, 1. 7-14: “El que se engrandece a sí mismo, será humillado y el que se humilla será engrandecido”

Los ocho indígenas estaban sorprendidos… se miraban el uno al otro y no cabían de alegría y de estupor. Desde que se anunció la visita del Papa a San Cristóbal de las Casas, se empezó a manejar mañosamente quiénes serían los invitados a comer con el Papa. Se especuló con nombres de supuestas personalidades, pero la diócesis tenía muy clara su opción: “que acompañen al Papa personas que nos representen. No podemos estar todos, pero estaremos contentos si son de los nuestros, sencillos, que puedan decirle nuestros problemas y nuestros anhelos”. Y así fueron saliendo de su anonimato y llegando desde los rincones más remotos de la selva o de la sierra una joven indígena, un sacerdote de la parroquia más pobre, un catequista que ha entregado toda su vida en el anuncio del Evangelio, una mujer que lucha desde abajo por el respeto y dignidad de las mujeres… todos ellos sencillos, anónimos, pero con un corazón entregado al Señor. El Papa los hizo sentir en confianza, los escuchó atentamente, los alentó y se llevó en su corazón el tesoro del amor de los pobres. Ellos siguen soñando si fue realidad, siguen disfrutando de sus palabras, siguen viviendo ese momento incomparable en una mesa de fraternidad.

Es muy humano el afán de ser, de situarse, de sobresalir. Parece tan natural convivir con este deseo que lo contrario se etiqueta en nuestra sociedad como estupidez. Quien no aspira a más, quien no se sitúa por encima de los demás, quien no se sobrevalora, es tachado de “tonto” en este mundo competitivo y absurdo. Nos acostumbramos a la ley de la selva, donde el más fuerte domina al débil, donde el pez grande se come al más pequeño, donde importa aparecer, subir aunque sea pisando a los demás. Una feroz competencia descalifica a los pequeños y da un lugar preponderante a los fuertes. Baste escuchar las diferentes propuestas frente a los graves problemas que estamos sufriendo. Cada uno jura obcecadamente tener la razón y no escucha a los demás. Ellos son los únicos que valen, y para demostrarlo tratan de destruir a los demás en su fama, en sus alcances y en sus valores. No importa lo que se tenga que hacer, al fin que en el amor y en la política todo se vale. Más que propuestas propias que busquen solucionar los graves problemas de la entidad, se escuchan descalificaciones, insultos y agresiones. ¡Así no se construye una nueva sociedad!

Las grandes firmas comerciales, utilizando todo tipo de artimañas, van dejando fuera a la competencia. Los pequeños productores, los campesinos, los simples artesanos son devorados por los “tiburones” de las grandes industrias y las grandes transnacionales. Todo es válido en un mundo donde sólo importa la fuerza y ocupar los primeros lugares. Muchos papás así educan a sus hijos: para sobresalir, para competir más que para compartir. Las naciones poderosas ahorcan a las del tercer mundo y, lejos de ayudar a su crecimiento, con sus “préstamos e intereses” las endeudan y empobrecen, saqueando e hipotecando sus riquezas.

Los valores de la sociedad del tiempo de Jesús son puestos en evidencia por la actitud de “los convidados que escogían los primeros lugares”; los valores de la comunidad de Jesús, en cambio, se sintetizan en su consejo: “Por el contrario, cuando te inviten, ocupa el último lugar”. Jesús invierte la escala de valores de la sociedad. No pone en tela de juicio el banquete, símbolo de la participación y de la fraternidad, sino la forma en que hacemos el banquete: luchando por los primeros lugares e invitando solamente a quienes pueden reportarnos alguna ganancia. Así quedan fuera y despreciados los más pobres, los sencillos y los humildes. El banquete que debería ser signo de fraternidad, se convierte en manifestación plena de la discriminación, del egoísmo y de la entronización del dinero y el poder.

Jesús nos invita a actuar desde una actitud diferente, desde una actitud de gratuidad y de comunión que nos lleve a la fraternidad y a la solidaridad con el pobre, opuesta totalmente a la lógica del que busca destacar, ser reconocido, acumular, aprovecharse o excluir a los demás de su propia riqueza. Jesús nos llama a compartir gratis, sin seguir la lógica de quien siempre busca cobrar las deudas, aun a costa de humillar a ese pobre “que siempre está en deuda frente a un sistema que lo exprime”. Jesús no critica la amistad, ni las relaciones familiares, ni el amor gozosamente correspondido, pero sí critica fuertemente el egoísmo y la ambición que destruyen al hermano y que nos llevan a considerar como ajenos a nosotros a quienes no están con nosotros. El sueño de Jesús es que todos seamos hermanos y cualquier acción que limite este ideal, que lo reduzca a unos cuantos, está corrompiendo su plan salvador y el Reino de Dios.

No es fácil vivir de esta manera desinteresada en nuestros días. El camino de la gratuidad es duro, difícil y a veces agotador; va a contracorriente. Pero es posible cuando uno mismo se reconoce como regalo inmerecido del amor de Dios y cree en la lógica de Jesús: servir y no ser servido; dar la vida para ganarla; ocupar los últimos lugares y no buscar el lugar de privilegio.

De ninguna manera esto nos debe colocar en una actitud pasiva o irresponsable frente a los graves problemas de la sociedad. No es estar indiferente, es estar activo pero cuidar los intereses por los que lo estamos haciendo. Es sentirse responsable por amor. Es construir unas relaciones propias de una humanidad nueva, una comunidad diferente donde los pequeños ocupan un lugar importante. No se trata de asistencialismo, sino de reconocimiento: construir junto con los pobres. Ésta es la lógica del Reino; ésta es la lógica de la nueva comunidad de Jesús.

Una pregunta seria nos queda en el corazón: como Iglesia o como miembros de la Iglesia, ¿buscamos los primeros lugares y servir sólo a quienes nos pueden reportar una ganancia? ¿Hemos lastimado a alguien por nuestro afán de subir y aparecer? ¿Cómo estamos construyendo esta nueva comunidad de Jesús donde reine la fraternidad?

Dios, Padre bueno, que por amor nos has creado y gratuitamente nos has regalado la vida, danos un corazón grande para amar, fuerte para luchar y generoso para entregarnos nosotros mismos como regalo a tu familia humana como lo hizo tu hijo Jesús. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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