(ZENIT – Madrid).- Hoy, festividad de la Inmaculada Concepción de María, la Iglesia celebra también la vida de esta santa ecuatoriana. Es conocida como la «Violeta de Nobol», porque nació en la hacienda San José perteneciente al cantón de Nobol, cercano a Guayaquil, Ecuador, el 29 de octubre de 1832, festividad de san Narciso. Era la séptima de nueve hermanos y perdió a su madre cuando tenía 6 años, quedando bajo el cuidado de una de sus hermanas; luego ella sería como una madre para los hermanos más pequeños, aunque entre todos sembró paz y alegría. No podía ser menos, ya que sobre los juegos infantiles priorizaba la oración que realizaba bien en su aposento o bajo la sombra de un guayabo de la hacienda. Además, tenía dotes para el canto y gracia para tocar la guitarra.
Aunque sus padres eran campesinos que tuvieron posibilidad de haberle dado estudios porque su economía era buena, simplemente aprendió a leer y a escribir, y es que ellos eran iletrados y seguramente no apreciaban el valor de la formación. Eso sí eran trabajadores ejemplares, y el padre, Pedro Martillo Mosquera, hombre sagaz para los negocios, fue durante un tiempo teniente corregidor de Nobol y teniente de San José. En septiembre de 1839 Narcisa recibió la confirmación y hasta que cumplió 15 años no tuvo otro trabajo que el doméstico. A esa edad aprendió a coser y fue costurera de las gentes del entorno.
Cayó en sus manos la vida de la beata Mariana de Jesús y la tomó como modelo. Para asemejarse a ella en su abrazo a la cruz, inició un itinerario de mortificaciones y renuncias, infligiéndose cilicios y otras severas penitencias corporales que irían minando su salud, a pesar de su fuerte naturaleza. Siempre se destacó en ella su amor a la Eucaristía y su devoción por la Virgen. Fue una de las fundadoras de las Hijas de María y se caracterizó también por dedicar muchas horas diarias a la oración. Destinó al efecto un recinto dentro de su hogar convirtiéndolo en una especie de oratorio. Y ante una imagen de la Divina Infancia se pasaba horas y horas. Cuando le preguntaban con quién conversaba, ella respondía: «con Él, con Él», guardando en su corazón los sobrenaturales coloquios que mantenía. Era devotísima del Santísimo Sacramento, del Corazón de Jesús y de la Virgen, Madre de Misericordia. Sus libros de cabecera fueron las Sagradas Escrituras y «El ejercicio de la perfección y virtudes cristianas» de san Alonso Rodríguez.
Se ve que no tenía más ambición que la de ser santa porque al perder a su padre a la edad de 18 años, no reclamó la parte de su herencia, legado que dejó en manos de sus hermanos. Fue una mujer humilde, sencilla y con un visible espíritu de pobreza. El sustento lo obtenía enseñando religión a los niños de haciendas vecinas. Se estableció en Guayaquil en 1851 y además de ejercer su único oficio, el de costurera, se ocupaba de atender a su sobrina Chepita Hernández. El lugar donde moraban era un modesto y diminuto altillo. Espiritualmente comenzó otra vía que juzgaba esencial para la santificación como es la dirección espiritual. El padre Luís de Tola y Avilés, que sería designado más tarde obispo de Portoviejo, fue su primer director.
En la estancia que ocupaban Chepita y ella comenzó a experimentar éxtasis y otros favores místicos, que se producían en presencia de su sobrina; también fueron testigos otras personas cuando estos arrobamientos le sobrevenían en misa, tras haber recibido la Sagrada Comunión. Por ese motivo su vida y conducta comenzó a estar en boca de la gente. En 1858 dejó el altillo para ocupar nueva minúscula habitación que había debajo de la escalera de la vivienda de otra conocida, situada frente a la iglesia de San Francisco; allí permaneció hasta 1860. Entre tanto, ejercía el apostolado con niños a los que impartía catequesis, visitas a enfermos y moribundos, y se ocupó de atender a jóvenes sin hogar que moraban en la «Casa de las Recogidas», vistiendo un hábito negro. Después del padre Tola tuvo varios confesores. Para asistir a uno de ellos, monseñor Amadeo Millán, aquejado de tuberculosis, se trasladó a Cuenca, y cuando falleció regresó a Guayaquil.
La que sería beata Mercedes de Jesús Molina y Ayala era también hija espiritual del presbítero. Ambas, Narcisa y ella sintonizaron tanto espiritualmente que siguieron caminos muy parejos en sus penitencias. Las compartieron mientras convivían en una casa que fue denominada «Casa de las beatas». En esa época Narcisa siguió enseñando a coser a niñas huérfanas. En 1868 se estableció en Lima para ser dirigida por el franciscano, padre Pedro Gual. Se alojó en el beaterío de Nuestra Señora del Patrocinio, de las dominicanas, sito en la Alameda de los Descalzos, costeándose sus necesidades con su propio trabajo y la ayuda económica que el padre Gual obtuvo de una persona pudiente. La dirigió hasta que abandonó Lima. Entonces la dejó en manos de otro confesor. Narcisa intensificó sus penitencias. Eran de tal calibre que los cercanos vivían con zozobra las consecuencias que podían tener para su salud. Con tan crudas mortificaciones daba lance al demonio que andaba tras ella. No tenía más objetivo que conquistar la santidad, y si alguien le exponía sus temores respecto a los estragos que su conducta podía reportarle, respondía: «para sufrir he venido al mundo».
Y así vivió, consumida en el amor divino, y abrazada a la cruz para obtener la misericordia divina por los pecadores hasta que murió en Lima el 8 de diciembre de 1869 a los 37 años, aunque con la apariencia de una anciana. Dios quiso que falleciese en esa festividad de la Inmaculada Concepción, tan amada por ella. A Él le había hecho ofrenda de sus sufrimientos por los frutos del Concilio Vaticano I que justamente inauguraba en la misma fecha el papa Pío IX. Fue beatificada por Juan Pablo II el 25 de octubre de 1992. Y canonizada por Benedicto XVI el 12 de octubre de 2008.