(ZENIT – Madrid).- Vino al mundo hacia el año 1310 en la fortaleza familiar de Grizac perteneciente al actual Lozère, Francia. Sus padres eran creyentes y le inculcaron los principios cristianos. Se formó en Montpellier y en Toulouse. Sus aptitudes y excepcional inteligencia le abrían las puertas de la universidad para impartir derecho, pero ya había decidido cuál iba a ser su forma de vida: la monástica. Ingresó en la abadía benedictina de Chirac siendo un adolescente de 12 años, con el agrado de sus padres, confiados porque su prior era miembro de la familia, aunque el paso del futuro pontífice por ella fue breve.
Partió a Marsella a la abadía de Saint-Victor, y allí emitió sus votos. Después de su ordenación, que se produjo en Chirac, y teniendo el doctorado en derecho canónico, impartió clases en Toulouse, Montpellier, París y Avignon. En 1349 fue vicario general en Clermond. Tres años más tarde el papa Clemente VI le encomendó la abadía de San Germán de Auxerre, y en 1357 hizo lo propio con Uzès. Guillaume se mantuvo al frente de esta misión hasta que en 1361 Inocencio VI lo nombró abad de San Víctor. Eso da idea de la confianza y aprecio de los pontífices que vieron en él sus virtudes y fidelidad a Cristo y a su Iglesia, unido a su excelente formación intelectual.
A los demás tampoco les pasó desapercibido que estaban ante un hombre de oración, obediente y humilde, cuyo único afán era ser santo. Tenía la gracia de saber llegar al corazón de la gente; ricos y pobres le buscaban para recibir sus sabios consejos. En ese momento la situación política no era favorable al papado. Desde principios del siglo XIV la sede del pontífice se hallaba en Avignon donde los sucesivos papas se habían visto obligados a recluirse huyendo de las tropelías que se consumaban en Roma. El futuro beato medió en varias cuestiones difíciles de esta índole por indicación de Clemente VI, y luego a requerimiento de Inocencio VI mostró su capacidad de disuasión y dotes diplomáticas.
Cuando este último papa murió en 1362, Guillaume era nuncio de Nápoles, y fue elegido para sucederle pese a que no era más que un humilde abad. Tan hondo era su anhelo de alcanzar la santidad que al ser elevado a esta suprema Cátedra de Pedro, eligió el nombre de Urbano que también llevaron otros predecesores porque apreció en todos ellos rasgos de santidad; fue el quinto pontífice que lo escogía. La ceremonia de consagración se efectuó en Avignon. Llevando consigo el espíritu monástico, desechó lujos y prebendas en su entorno dando ejemplo con su vida de una edificante austeridad a todos los niveles.
En abril de 1367 pudo regresar a Roma, previa escala en Génova y en Viterbo, una vez que el cardenal español Albornoz pudo restaurar la paz en los estados pontificios, misión por la que llevaba luchando desde 1353. En los tres años que residió en la Ciudad Eterna actuó con firmeza reformando el clero, cercenando de raíz cualquier ápice de ostentación. Y, por supuesto, iba a la cabeza de todos viviendo con espíritu monástico: frugalidad en su alimentación, ayunos varias veces por semana, y mínimo descanso, entre otros signos. Se ha dicho de él: «Solamente desahogaba su corazón en Dios, solamente tenía sus pensamientos en Dios, y se consagraba por entero a su servicio».
Era un esteta, amante de la belleza del arte y de la liturgia; fue un gran impulsor de los creadores en amplio espectro. Promotor de la cultura, fundó universidades, puso en marcha centros de estudio con acceso para todos, aunque no tuvieran recursos, disponiendo becas para estos casos porque sabía, y así lo subrayaba, que la formación es necesaria para todos; sean cuales sean las circunstancias personales de cada uno, la utilidad de lo aprendido es incuestionable. Es más veía el carácter vehicular de la ciencia por cuanto ayuda a vivir la virtud. Se ocupó de atender las necesidades de los pobres, combatió la simonía, así como distintas corrientes heréticas, defendió la autonomía del papado frente a las injerencias de los monarcas, actuó con mano firme contra la usura, y condujo a la práctica de los sacramentos a millares de personas. Fue un hombre de paz, un ardiente apóstol que evangelizó gran parte de Europa dando el salto a Mongolia y a China, contando con la ayuda de órdenes mendicantes.
Excelente estratega y conciliador logró la conversión del emperador bizantino Juan V Paleólogo. Cuando retornaron los conflictos políticos entre Francia e Inglaterra, vio oportuno abandonar Roma (Italia se hallaba a merced de los insurgentes), y regresar a Avignon confiando en que podría mediar entre los regentes de ambos países. Santa Brígida, que lo abordó en las inmediaciones del lago de Bolsena, vaticinó que esta decisión supondría su muerte. Y así fue. Partió el 5 de septiembre de 1370, y falleció el 19 de diciembre de ese año. No pudo ver cumplido el sueño que plasmó en la encíclica que había promulgado esa misma primavera: «¡Oh!, si Dios nos concediera la gracia de que, durante nuestro pontificado, la Iglesia Latina y la Iglesia de Oriente pudieran reunificarse, después de haber estado tanto tiempo separadas, cerraríamos con gusto nuestros ojos a la luz y entonaríamos el cántico del viejo Simeón ‘Nunc dimittis, Domine’ (Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz)». Fue beatificado el 10 de marzo de 1870 por Pío IX.