Isaías 52, 7-10: “La tierra entera verá la salvación que viene de nuestro Dios”.
Salmo 97: “Toda la tierra ha visto al Salvador”.
Hebreos 1, 1-6: “Dios nos ha hablado por medio de su Hijo”.
San Juan 1, 1-18: “Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros”.
Contemplando un nacimiento Tsotsil, con sus borregas y sus vacas, con sus ángeles y sus pastores, con la gran imaginación de nuestros artesanos que engalanan a María y José con vistosos trajes tradicionales, con un niñito indígena de cara sonriente… llega hasta mí el mensaje comprometedor y profundo del Prólogo de San Juan. Se mezclan en mi mente los conceptos y las imágenes. Cada una de las palabras tiene un sonido especial que se refleja en la candidez de las figuras del nacimiento. ¿Cómo comunicar la grandeza de un amor que rebasa los límites del tiempo y del espacio? Los profetas lo anunciaron desde antiguo con bellas imágenes y con fuertes comparaciones, pero al final su anuncio queda en palabras frágiles que se pierden en el vacío de los corazones o en la indiferencia de las personas. ¿Cómo hacer entender la locura de un Dios enamorado de su pueblo hasta perdonarlo y olvidar una y otra vez sus infidelidades? Aparece entonces la sonrisa tierna y amorosa de ese Niño que es puro amor. La Palabra se ha hecho carne, carne concreta, carne real. Cristo se transforma en el rostro de la misericordia infinita del Padre. Descubrimos en el prólogo de San Juan el significado más profundo de la Navidad de Jesús. Él es la Palabra de Dios que se hizo hombre. Así es “Dios con nosotros”, Dios que nos ama, que camina con nosotros. Este es el mensaje de Navidad: La Palabra se hizo carne.
¿Cómo no experimentar al amor concreto en unos ojos que nos miran con dulzura a pesar de nuestros pecados? ¿Cómo resistir al encanto del amor cuando se percibe el calor de unas manitas que nos acarician y de unos brazos que nos envuelven con su ternura? La Palabra se ha hecho carne concreta que nos salva, que nos sana, que nos acaricia. La Palabra no es efímera, sino concreta, en un cuerpecito que nos grita por todos sus poros, por todos sus miembros, el amor inconcebible de un Dios misericordioso. Contemplemos a este Niño, dejémonos invadir de su ternura, experimentemos la riqueza de su misericordia.
Las casitas típicas del nacimiento me traen las palabras de San Juan al continuar su prólogo: “habitó entre nosotros”. Son las paradojas del amor: el hijo de Dios entró en este mundo como un hijo que no tiene casa; el que ha puesto su ‘tienda’, su morada entre los hombres, aparece errante y peregrino buscando una cuna donde recostarse. Quizás no quiso tener casa para buscar alberge en todos los corazones, quizás su santuario más precioso sea el interior de los pobres y humildes. Por eso el Evangelista escribe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. ¡En estas palabras, que nunca dejan de sorprendernos, está todo el cristianismo! ¡Dios se hizo mortal, frágil como nosotros, compartió nuestra condición humana, excepto el pecado, – pero tomó sobre sí los nuestros como si fueran propios – ha entrado en nuestra historia, se volvió plenamente “Dios con nosotros”! El nacimiento de Jesús nos muestra que Dios ha querido unirse a todos los hombres y mujeres, a cada uno de nosotros, para comunicarnos su vida y su alegría.
La Navidad revela el inmenso amor de Dios por la humanidad. De ahí deriva también el entusiasmo, la esperanza de nosotros los cristianos, que en nuestra pobreza sabemos que somos amados, visitados, acompañados por Dios; y miramos al mundo y la historia como el lugar donde caminar con Él, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Con el nacimiento de Jesús, nace una promesa nueva, nace un mundo nuevo, y también un mundo que siempre puede ser renovado. Dios está siempre presente para suscitar hombres nuevos, para purificar el mundo del pecado que lo envejece, del pecado que lo corrompe. Aunque la historia humana y la de cada uno de nosotros esta marcada por las dificultades y debilidades, la fe en la Encarnación nos dice que Dios es solidario con el hombre y su historia.
Mientras contemplo una estrella del peculiar nacimiento, Juan continúa recordándome: “Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. La luz todo lo penetra, la luz todo lo ilumina, la luz llega hasta lo más profundo. ¡Esta cercanía de Dios al hombre, a cada uno de nosotros es un don que nunca tiene ocaso! ¡Él está con nosotros! Y esta proximidad nunca tiene ocaso. Aquí está la buena noticia de la Navidad: la luz divina que llenó los corazones de la Virgen María y de San José, y guió los pasos de los pastores y los magos, brilla para nosotros hoy. Los pueblos que vivían en la tiniebla han visto una gran luz. ¡Qué regalo sería para nuestro pueblos que se iluminaran con la luz del Recién Nacido!
Este nacimiento tan especial, también ha escenificado a Herodes y su comitiva, aunque un poco separados. Quizás teniendo muy en cuenta lo que dice San Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Tanta gracia, tanto don, tanta luz, está supeditada a la libertad de cada uno de nosotros. La Palabra de Dios pone su tienda entre nosotros, pecadores y necesitados de misericordia. ¡Pero nosotros podemos rechazarla! Todos nosotros deberíamos apresurarnos para recibir la gracia que nos ofrece. Sin embargo, igual que Herodes, nosotros somos capaces de rechazar la salvación y preferimos permanecer en la cerrazón de nuestros errores y en la angustia de nuestros pecados.
Hoy nuevamente es Navidad, y no como un recuerdo que queda en el pasado, sino como una realidad que se renueva cada día y cada momento. Jesús no se da por vencido y nunca deja de ofrecerse a sí mismo y de ofrecer su gracia que nos salva. Jesús es paciente. Jesús sabe esperar. Nos espera siempre. En el pesebre de Belén, ese más concreto de miseria y de maldad, ese más cercano a nosotros, ese que está junto a nuestro corazón, Jesús vuelve a nacer, renueva su deseo de nuestro amor y de nuestra respuesta. Hoy es Navidad, hoy se hace carne para ti y para mí, hoy pone su tienda en nuestro corazón, hoy se hace luz que te ilumina y te da vida.
Jesús, sonríe paciente, con la sonrisa de niño, recostado en el pesebre esperando la respuesta de nuestro amor. Navidad es un mensaje de esperanza, un mensaje de salvación, antiguo y siempre nuevo. Y nosotros estamos llamados a testimoniar con alegría este mensaje del Evangelio de la vida y de la luz, de la esperanza y del amor. ¡Porque el mensaje de Jesús es éste: vida, luz, esperanza, amor!
Padre Bueno, concédenos que, al vernos envueltos en la luz nueva de tu Palabra hecha carne, resplandezca en nuestras obras lo que por la fe brilla en nuestro interior. Amén.