(ZENIT – 27 abril 2018).- Publicamos a continuación la homilía que el Secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, pronunció ayer durante la celebración eucarística con motivo del 750° aniversario de la dedicación de la catedral de Monreale en Sicilia (Italia).
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Homilía del Cardenal Pietro Parolin
Eminencias,
Estimado Mons. Pennisi,
Queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterio,
Queridos diáconos:
Distinguidas autoridades civiles y militares,
Queridos hermanos y hermanas:
La archidiócesis de Monreale celebra hoy la conclusión de las celebraciones por el 750 aniversario de la solemne dedicación de su espléndida catedral, que tuvo lugar el 25 de abril 1267, por el cardenal francés Rodolfo Grosparmi, obispo de Albano y legado papal del papa Clemente IV. Gracias, Excelencia, por haberme invitado a participar en este momento de alegría para toda la comunidad diocesana y saludo con afecto fraterno a todos los presentes, también en nombre del Papa Francisco, que me ha pedido que os exprese su cercanía y os transmita su bendición.
A la gratitud al Señor Dios por esta magnífica obra, expresión de la fe y del sumo ingenio artístico, se añade un motivo más de alegría, querido Mons. Pennisi, con el recuerdo agradecido del quinto aniversario del inicio de su ministerio pastoral en esta Iglesia.
El escenario que se abre a la mirada del visitante de esta catedral – aunque fuera el más distraído o el más alejado de la fe – suscita maravilla por la armoniosa y radiante concentración de belleza perfecta. El esplendor de oros y de figuras dirige la atención hacia el Pantocrátor, el Cristo Todopoderoso que bendice desde el ábside, inmenso, sereno, glorioso, que uno no se cansa de contemplar. Muchas personalidades se han sentido impresionadas por este esplendor , entre ellas el teólogo alemán Romano Guardini, lleno de agradecimiento por la existencia de este templo, el padre David M. Turoldo, que llamó a Monreale «tesoro admirable» y muchos otros.
La catedral de Monreale despierta las mismas sensaciones experimentadas por los embajadores del príncipe Vladimir de Kiev, cuando, en 987, al participar en una liturgia en una iglesia de Constantinopla, contaron al rey que les parecía estar suspendidos entre el cielo y la tierra. En efecto, la magnificencia de los mosaicos y de toda la construcción, se vuelve más viva y vivificante, participando en la acción litúrgica, cuando el pueblo cristiano y su pastor celebran juntos la gloria del Señor y renuevan su sacrificio en la cruz. Las energías y el ingenio profusos para la construcción del templo están al servicio de la acción de la oración de la comunidad cristiana. Al esplendor del lugar, que recorre a través de las imágenes la historia de la salvación, corresponde el milagro diario que nos hace probar la Eucaristía. Las maravillas creadas por el arte inspirado por la palabra de Dios se convierten en un lugar ideal para celebrar la presencia del Señor convertido en alimento y bebida de vida para su pueblo.
Al participar con devoción en una acción litúrgica en este templo, y de manera muy especial en la santa misa, podemos ,pues, experimentar un momento y un lugar en el que la humanidad se asoma a la eternidad, roza lo divino, y dialoga con ello, recibiendo gracias y consuelo. Podemos entrar en una bendita tierra fronteriza, donde Dios se comunica con nosotros y nosotros con Él. Gracias a la Eucaristía de la que nos alimentamos, formamos una verdadera comunidad que camina junta y supera egoísmos estériles y ambiciones personales vacías.
El esplendor de la catedral nos lleva a la fe que lo hizo posible. El gran arte cristiano es realmente, junto con el testimonio del martirio y de la caridad activa, la prueba más convincente de la verdad de la fe, del hecho que Cristo no es un personaje relegado en el pasado, sino el Resucitado viviente que guía la historia. La catedral de Monreale invita a tomar en serio la revelación cristiana, porque una tal cascada de belleza lleva a la fuente que la inspiró, a generaciones de creyentes que supieron, a través de la piedra y del mosaico, expresar la alegría interior del discípulo redimido por Cristo.
Con motivo del inestimable valor espiritual y eclesial, así como histórico y artístico de vuestra catedral estáis llamados – con la ayuda de todos – a hacer todos los esfuerzos posibles para defenderla y mantenerla refulgente de luz y belleza, para poder estar a la altura de vuestros predecesores que la levantaron. La catedral de Monreale es el orgullo y la gloria de vuestra ciudad, de la archidiócesis y de toda Sicilia, es un tesoro de fe que se ha hecho piedra y mosaico como testimonio constante del apego de Sicilia a su Iglesia y requiere cuidados, dedicación y generosidad especiales.
Las teselas resplandecientes postulan, sin embargo, algo más importante, como las lecturas de la santa misa de hoy nos ayudan a entender. Relacionan el edificio de la iglesia con el pueblo de Dios que se reúne en él. La belleza exterior del templo se refleja en la belleza del alma de cada fiel, santificada por la gracia a través del bautismo y los demás sacramentos, que nos hacen miembros del Cuerpo de Cristo.
Al magnífico edificio material corresponde el espiritual, que se construye en el amor. A este propósito San Pedro nos recuerda que: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios» (1 Pedro 2: 5). Las almas salvadas por Cristo, habitadas por el Espíritu Santo, en camino hacia el Reino de Dios, son la obra maestra más grande y la catedral más hermosa para mantener limpia, luminosa y firme en las buenas obras.
Las realidades más importantes, por lo tanto, no son las paredes cuajadas de mosaicos, sino las personas que reconocen al Señor Jesús como la piedra angular y que se identifican a sí mismos como «piedras vivas» de un edificio espiritual, que posee una belleza de santidad que las piedras no pueden expresar.
Pero no podemos ser piedras vivas que permanezcan aisladas, desligadas de la comunidad que nos transmite los dones del Señor. No se vive en la Iglesia como átomos independientes y autorreferenciales, porque cada uno está en relación vital con Dios que lo creó y lo redimió y con los hermanos. El Espíritu Santo nos ha reunido en un solo pueblo, del cual somos miembros vivos. Por lo tanto, es necesario dejarse llevar por su soplo y esforzarse por crear armonía, hacer coro, difundir un concierto melodioso que multiplica las energías al servicio del bien.
Nos ayuda a entender esta dinámica fundamental el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, donde se presentan los pilares fundamentales de la Iglesia primitiva y, en consecuencia, de cada comunidad verdaderamente eclesial, que se expresa en la perseverancia, vivida en la concordia, y en el intercambio de bienes espirituales y materiales.
El primer pilar es la enseñanza de los apóstoles, testigos directos del Señor, para que la hagamos nuestra con un compromiso serio y continuo. El segundo pilar es la comunión, que indica aquí el libre intercambio de bienes materiales, que hace visible la unión espiritual de los creyentes, llamados a ser «un solo corazón y una sola alma» (4,32). La comunión garantiza que a ninguno le falte lo necesario para vivir y que los pobres puedan contar con la solidaridad y la generosidad de todos. El que quiere ser discípulo del Señor no puede por menos que socorrer a los que lo necesitan.
Como dice el apóstol Juan: «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3:18). El cristianismo es, a imitación de Cristo, irradiación hacia todos y, especialmente hacia los pobres, de la caridad. Los que no lo reconocen olvidan que Nuestro Señor «el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Corintios 8: 9), se olvida de que el amor por el prójimo que vemos es prueba y verificación del amor a Dios a quien no vemos.
El tercer pilar es partir el pan con los hermanos en la Eucaristía con alegría y sencillez de corazón. Ejercitando la virtud de la humildad, participando en las alegrías y las penas de la comunidad, haciendo de la liturgia la principal fuente de caridad para parecernos cada vez más al pan eucarístico del que nos nutrimos, la fe se convierte en luz que propaga la caridad. Como el Santo Padre Francisco afirmó recientemente en Molfetta: » Quien se alimenta de la Eucaristía, asimila la misma mentalidad del Señor. Él es Pan partido para nosotros y quien lo recibe se vuelve a su vez pan partido, que no fermenta con orgullo, sino que se da a los demás: deja de vivir para sí mismo, para su propio éxito, para obtener algo o para ser alguien, sino que vive para Jesús y como Jesús, o sea por los demás. … Después de la Misa ya no se vive para uno mismo, sino para los demás”(Homilía, 20 de abril de 2018). La Eucaristía, fuente y centro de la comunidad, genera una caridad activa, tras las huellas pasos de Cristo, que se hizo caridad del Padre hacia nosotros.
La asiduidad en las oraciones en el templo, especialmente en algunos momentos significativos de la vida de la comunidad cristiana, es el cuarto pilar. Cuando los fieles se reúnen , Dios obra signos y prodigios, fortalece la comunidad, hace que crezca y dispersa las fuerzas que la desintegran. El resultado es una vida hermosa y alegre, que sabe cómo enfrentar las vivencias humanas, en su alternancia entre alegrías y dolores, a la luz del Evangelio, sin huir de la realidad, pero con la alegría de la Pascua en el corazón, que irradia una esperanza indestructible de vida sin fin , con Dios, con la Santísima Virgen María y todos los santos.
El pasaje del Evangelio ahora proclamado nos hace dar otra paso adelante. Jesús, hablando con la samaritana, le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte ni en Jerusalén, adoraréis al Padre … Llega la hora – (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad «(Jn 4, 21, 23). ¡Jesús dirige la atención mucho más allá del lugar exterior!
No es decisivo adorar a Dios en un lugar determinado. Es decisivo, sin embargo adorarlo, en la docilidad al Espíritu Santo, con una conciencia límpida, alejada del mal porque ha sido redimida por Cristo. El esplendor del templo y de la liturgia están dirigidos a las almas para que, a su vez, se vuelvan espléndidas por la acción de la gracia en ellas. De esta manera, la oración y la adoración se convertirán en vida y caridad. Necesitan – antes que la belleza de las piedras del templo – la belleza de un corazón dócil que ame al Señor y haga espacio para Dios en cada momento de la existencia.
En el día en que Monreale exulta por el recuerdo de la dedicación su catedral y recuerda con alegría la entrada en la archidiócesis de su pastor, podemos repetir las palabras de la Proclamación de Pascua en la noche gloriosa de la resurrección de Cristo: » Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo. »
Que las innumerables gracias concedidas por el Señor sean una ocasión de vivo reconocimiento y un motivo de renovado compromiso, tanto a nivel personal y familiar, como eclesial y comunitario. La Virgen Madre de Dios, a la cual con el título de María Naciente este templo está dedicado, San Castrense y todos los santos de esta archidiócesis, junto con Santa Rosalía, Santa Ágata y el beato Padre Giuseppe (Pino) Puglisi, sean vuestros poderosos intercesores ante el Padre, para que os conceda todo bien, consuelo y gracia. Así sea.
© Librería Editorial Vaticano
Cardenal Pietro Parolin. Wikimedia Commons
Mons. Pietro Parolin: "No se vive en la Iglesia como átomos independientes y autorreferenciales"
Homilía en el 750° aniversario de la dedicación de la catedral de Monreale (Sicilia)