Supermercado © Wikimedia Commons / Lyzadanger

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Consideraciones para un discernimiento ético sobre el sistema económico

Documento ‘Oeconomicae et pecuniariae quaestiones’ – Texto completo

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(ZENIT – 17 mayo 2018).- El nuevo documento «Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual  sistema económico-financiero» ha sido presentado esta mañana por la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral.
El acto ha tenido lugar esta mañana, a las 11 horas, en la Oficina de Prensa de la Santa Sede, en el que han intervenido S.E. el cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral,S. E. Mons. Luis Francisco Ladaria Ferrer, S.I., Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Prof. Leonardo Becchetti, de la Universidad «Tor Vergata» de Roma y el Prof. Lorenzo Caprio, de la Universidad Católica del Sagrado Corazón en Milán.
I. Introducción
1. Las cuestiones económicas y financieras, nunca como hoy, atraen nuestra atención, debido a la creciente influencia de los mercados sobre el bienestar material de la mayor parte de la humanidad. Esto exige, por un lado, una regulación adecuada de sus dinámicas y, por otro, un fundamento ético claro, que garantice al bienestar alcanzado esa calidad humana de relaciones que los mecanismos económicos, por sí solos, no pueden producir. Muchos demandan hoy esa fundación ética y en particular los que operan en el sistema económico-financiero. Precisamente en este contexto se manifiesta el vínculo necesario entre el conocimiento técnico y la sabiduría humana, sin el cual todo acto humano termina deteriorándose y con el que, por el contrario, puede progresar en el camino de la prosperidad para el hombre que sea real e integral.
2. La promoción integral de cada individuo, de cada comunidad humana y de todas las personas, es el horizonte último de este bien común, que la Iglesia pretende lograr como «sacramento universal de salvación».[1] Esta integridad del bien, cuyo origen y cumplimiento último están en Dios, y que ha sido plenamente revelada en Jesucristo, aquel que recapitula todas las cosas (cf. Ef 1, 10), es el objetivo final de toda actividad eclesial. Este bien florece como anticipación del reino de Dios, que la Iglesia está llamada a anunciar e instaurar en todos los pueblos;[2] y es un fruto peculiar de esa caridad que, como pilar de la acción eclesial, está llamada a expresarse en el amor social, civil y político. Este amor «se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a “las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”. Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una “civilización del amor”».[3] El amor al bien integral, inseparablemente del amor a la verdad, es la clave de un auténtico desarrollo.
3. Todo ello se busca con la certeza de que en todas las culturas hay muchas convergencias éticas, expresión de una sabiduría moral común,[4] sobre cuyo orden objetivo se funda la dignidad de la persona. En la raíz sólida e indisponible de este orden, que proporciona principios comunes y claros, se fundan los derechos y deberes fundamentales del hombre; sin él, la arbitrariedad y el abuso de los más fuertes terminan dominando la escena humana. Este orden ético, arraigado en la sabiduría de Dios Creador, es por lo tanto el fundamento indispensable para edificar una comunidad digna de los hombres, regulada por leyes inspiradas en la justicia real. Esto vale todavía más ante la constatación de que los hombres, aún aspirando con todo su corazón al bien y a la verdad, a menudo sucumben a los intereses individuales, a abusos y a prácticas inicuas, de las que se derivan serios sufrimientos para toda la humanidad y especialmente para los más débiles y desamparados.
Precisamente para liberar todo ámbito del actuar humano del desorden moral, que tan a menudo lo aflige, la Iglesia reconoce entre sus tareas primordiales recordar a todos, con humilde certeza, algunos principios éticos claros. Es la misma razón humana, cuya índole connota indeleblemente a cada persona, la que exige un discernimiento iluminante en este sentido. De hecho, la racionalidad humana busca constantemente en la verdad y en la justicia un fundamento sólido sobre el cual apoyar su propio obrar, bien sabiendo que sin él perdería su propia orientación.[5] 4. Esta orientación recta de la razón no puede faltar en cada sector del obrar humano. Esto significa que ningún espacio en el que el hombre actúa puede legítimamente pretender estar exento o permanecer impermeable a una ética basada en la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad.[6] Ello se aplica también a las áreas en las que valen las leyes de la política y la economía: «Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana».[7] Toda actividad humana, en efecto, está llamada a producir fruto, sirviéndose con generosidad y equidad de los dones que Dios pone originalmente a disposición de todos y desarrollando con laboriosa esperanza las semillas de bien inscritas, como promesa de fecundidad, en toda la Creación. Esa llamada constituye una invitación permanente a la libertad humana, aun cuando el pecado está siempre preparado a insidiar este plan divino original.
Por esta razón, Dios sale al encuentro del hombre en Jesucristo. Él, haciéndonos partícipes del admirable acontecimiento de su Resurrección, «no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres»,[8] y opera en la dirección de un nuevo orden de relaciones sociales fundado en la Verdad y el Amor, que sea levadura fecunda de transformación de la historia. De esta manera, Él anticipa en el tiempo el Reino de los Cielos, que vino a anunciar e inaugurar con su persona.
5. Si bien es cierto que el bienestar económico global ha aumentado en la segunda mitad del siglo XX, en medida y rapidez nunca antes experimentadas, hay que señalar que al mismo tiempo han aumentado las desigualdades entre los distintos países y dentro de ellos.[9] El número de personas que viven en pobreza extrema sigue siendo enorme.
La reciente crisis financiera era una oportunidad para desarrollar una nueva economía más atenta a los principios éticos y a la nueva regulación de la actividad financiera, neutralizando los aspectos depredadores y especulativos y dando valor al servicio a la economía real. Aunque si se han realizado muchos esfuerzos positivos, en varios niveles, que se reconocen y aprecian, no ha habido ninguna reacción que haya llevado a repensar los criterios obsoletos que continúan gobernando el mundo[10]. Por el contrario, a veces parece volver a estar en auge un egoísmo miope y limitado a corto plazo, el cual, prescindiendo del bien común, excluye de su horizonte la preocupación, no sólo de crear, sino también de difundir riqueza y eliminar las desigualdades, hoy tan pronunciadas.
6. Está en juego el verdadero bienestar de la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, que corren el riesgo de verse confinados cada vez más a los márgenes, cuando no de ser «excluidos y descartados»[11] del progreso y el bienestar real, mientras algunas minorías explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría. Por lo tanto, es hora de retomar lo que es auténticamente humano, ampliar los horizontes de la mente y el corazón, para reconocer lealmente lo que nace de las exigencias de la verdad y del bien, y sin lo cual todo sistema social, político y económico está destinado, en definitiva, a la ruina y a la implosión. Es cada vez más claro que el egoísmo a largo plazo no da frutos y hace pagar a todos un precio demasiado alto; por lo tanto, si queremos el bien real del hombre verdadero para los hombres, «¡el dinero debe servir y no gobernar!».[12] Al respecto, si bien es verdad que corresponde primordialmente a los operadores competentes y responsables desarrollar nuevas formas de economía y finanza, cuyas prácticas y normas se orienten al progreso del bien común y sean respetuosas de la dignidad humana, en la línea segura trazada por la enseñanza social de la Iglesia. Con este documento, sin embargo, la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya competencia también se extiende a cuestiones de naturaleza moral, en colaboración con el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, quiere ofrecer algunas consideraciones de fondo y puntualizaciones para apoyar el progreso y defender aquella dignidad.[13] En particular, es necesario emprender una reflexión ética sobre ciertos aspectos de la intermediación financiera, cuyo funcionamiento, habiéndose desvinculado de fundamentos antropológicos y morales apropiados, no sólo ha producido abusos e injusticias evidentes, sino que se ha demostrado también capaz de crear crisis sistémicas en todo el mundo. Es un discernimiento que se ofrece a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
II. Consideraciones básicas de fondo
7. Algunas consideraciones elementales son evidentes a los ojos de todos los que, lealmente, tienen presente la situación histórica en la que vivimos; y ello más allá de cualquier teoría o escuela de pensamiento, en cuyas legítimas discusiones este documento no pretende intervenir y a cuyo diálogo, por el contario, desea contribuir, con la conciencia de que no hay recetas económicas válidas universalmente y para siempre.
8. Toda realidad y actividad humana, si se vive en el horizonte de una ética adecuada, es decir, respetando la dignidad humana y orientándose al bien común, es positiva. Esto se aplica a todas las instituciones que genera la dimensión social humana y también a los mercados, a todos los niveles, incluyendo los financieros.
A este respecto cabe señalar que incluso aquellos sistemas que dan vida a los mercados, más que basarse en dinámicas anónimas, elaboradas por tecnologías cada vez más sofisticadas, se sustentan en relaciones, que no podrían establecerse sin la participación de la libertad de los individuos. Resulta claro entonces que la misma economía, como cualquier otra esfera humana, «tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona».[14] 9. Por lo tanto, es obvio que sin una visión adecuada del hombre es imposible fundar ni una ética ni una praxis que estén a la altura de su dignidad y de un bien que sea realmente común. De hecho, por mucho que se proclame neutral o separada de cualquier conexión de fondo, toda acción humana – incluso en la esfera económica – implica una comprensión del hombre y del mundo, que revela su mayor o menor positividad a través de los efectos y el desarrollo que produce.
En este sentido, nuestra época se ha revelado de cortas miras acerca del hombre entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias. Es peculiar de la persona humana, de hecho, poseer una índole relacional y una racionalidad a la búsqueda perenne de una ganancia y un bienestar que sean completos, irreducibles a una lógica de consumo o a los aspectos económicos de la vida.[15] Esta índole relacional fundamental del hombre[16] está esencialmente marcada por una racionalidad, que resiste cualquier reducción que cosifique sus exigencias de fondo. En este sentido, no se puede negar que hoy existe una tendencia a cosificar cualquier intercambio de “bienes”, reduciéndolo a mero intercambio de “cosas”.
En realidad, es evidente que en la transmisión de bienes entre sujetos está en juego algo más que los meros bienes materiales, dado que estos a menudo vehiculan bienes inmateriales, cuya presencia o ausencia concreta determina, en modo decisivo, también la calidad de las mismas relaciones económicas (como confianza, imparcialidad, cooperación…). A este nivel es fácil entender bien que la lógica del don sin contrapartida no es alternativa sino inseparable y complementaria a la del intercambio de equivalentes.[17] 10. Es fácil ver las ventajas de una visión del hombre entendido como sujeto constitutivamente incorporado en una trama de relaciones, que son en sí mismas un recurso positivo.[18] Toda persona nace dentro de un contexto familiar, es decir, dentro de relaciones que lo preceden, sin las cuales sería imposible su mismo existir. Más tarde desarrolla las etapas de su existencia, gracias siempre a ligámenes, que actúan el colocarse de la persona en el mundo como libertad continuamente compartida. Son precisamente estos ligámenes originales los que revelan al hombre como ser relacionado y esencialmente marcado por lo que la Revelación cristiana llama “comunión”.
Este carácter original de comunión, al mismo tiempo que evidencia en cada persona humana un rastro de afinidad con el Dios que lo ha creado y lo llama a una relación de comunión con él, es también aquello que lo orienta naturalmente a la vida comunitaria, lugar fundamental de su completa realización. Sólo el reconocimiento de este carácter, como elemento originariamente constitutivo de nuestra identidad humana, permite mirar a los demás no principalmente como competidores potenciales, sino como posibles aliados en la construcción de un bien, que no es auténtico si no se refiere, al mismo tiempo, a todos y cada uno.
Esta antropología relacional ayuda también al hombre a reconocer la validez de las estrategias económicas dirigidas principalmente a la calidad global de vida, antes que al crecimiento indiscriminado de las ganancias; a un bienestar que, si se pretende tal, debe ser siempre integral, de todo el hombre y de todos los hombres. Ningún beneficio es legítimo, en efecto, cuando se pierde el horizonte de la promoción integral de la persona humana, el destino universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres.[19] Estos tres principios se implican y exigen necesariamente el uno al otro en la perspectiva de la construcción de un mundo más justo y solidario.
Así, todo progreso del sistema económico no puede considerarse tal si se mide solo con parámetros de cantidad y eficacia en la obtención de beneficios, sino que tiene que ser evaluado también en base a la calidad de vida que produce y a la extensión social del bienestar que difunde, un bienestar que no puede limitarse a sus aspectos materiales. Todo sistema económico legitima su existencia no sólo por el mero crecimiento cuantitativo de los intercambios económicos, sino probando su capacidad de producir desarrollo para todo el hombre y todos los hombres. Bienestar y desarrollo se exigen y se apoyan mutuamente,[20] requiriendo políticas y perspectivas sostenibles más allá del corto plazo.[21] En este sentido, es deseable que, sobre todo las universidades y las escuelas de economía, en sus programas de estudios, de manera no marginal o accesoria, sino fundamental, proporcionen cursos de capacitación que eduquen a entender la economía y las finanzas a la luz de una visión completa del hombre, no limitada a algunas de sus dimensiones, y de una ética que la exprese. Una gran ayuda, en este sentido, la ofrece la Doctrina social de la Iglesia.
11. Por lo tanto, el bienestar debe evaluarse con criterios mucho más amplios que el producto interno bruto (PIB) de un país, teniendo más bien en cuenta otros parámetros, como la seguridad, la salud, el crecimiento del “capital humano”, la calidad de la vida social y del trabajo. Debe buscarse siempre el beneficio, pero nunca a toda costa, ni como referencia única de la acción económica.
Aquí resulta ejemplar la importancia de parámetros que humanicen, de formas culturales y mentalidades en las que la gratuidad – es decir, el descubrimiento y el ejercicio de lo verdadero y lo justo como bienes intrínsecos – se convierta en la norma de medida,[22] y donde ganancia y solidaridad no sean antagónicas. De hecho, allí donde prevalece el egoísmo y los intereses particulares es difícil para el hombre captar esa circularidad fecunda entre ganancia y don, que el pecado tiende a ofuscar y destruir. Por el contrario, en una perspectiva plenamente humana, se establece un círculo virtuoso entre ganancia y solidaridad, el cual, gracias al obrar libre del hombre, puede expandir todas las potencialidades positivas de los mercados.
Un recordatorio siempre actual para reconocer la conveniencia humana de la gratuidad proviene de aquella regla formulada por Jesús en el Evangelio llamada regla de oro, que nos invita a hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31).
12. Ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa.[23] Es asimismo evidente que la libertad de la que gozan, hoy en día, los agentes económicos, entendida en modo absoluto y separado de su intrínseca referencia a la verdad y al bien, tiende a generar centros de supremacía y a inclinarse hacia formas de oligarquía, que en última instancia perjudican la eficiencia misma del sistema económico.[24] Desde este punto de vista, cada vez es más fácil ver cómo, ante el creciente y penetrante poder de agentes importantes y grandes redes económicas y financieras, a los actores políticos, a menudo desorientados e impotentes a causa de la supranacionalidad de tales agentes y de la volatilidad del capital manejado por estos, les cuesta responder a su vocación original como servidores del bien común, y pueden incluso convertirse en siervos de intereses extraños a ese bien.[25] Esto hace hoy más que nunca urgente una alianza renovada entre los agentes econó­micos y políticos en la promoción de todo aquello que es necesario para el completo desarrollo de cada persona humana y de toda la sociedad, conjugando al mismo tiempo las exigencias de la solidaridad y la subsidiariedad.[26] 13. En principio, todas las dotaciones y medios utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de asignación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles.[27] Sin embargo, es asimismo evidente que ese potente propulsor de la economía que son los mercados es incapaz de regularse por sí mismo:[28] de hecho, estos no son capaces de generar los fundamentos que les permitan funcionar regularmente (cohesión social, honestidad, confianza, seguridad, leyes…), ni de corregir los efectos externos negativos (diseconomy) para la sociedad humana (desigualdades, asimetrías, degradación ambiental, inseguridad social, fraude…).
14. No es posible, además, más allá del hecho de que muchos de sus operadores están animados individualmente por buenas y correctas intenciones, ignorar que en la actualidad la industria financiera, debido a su omnipresencia y a su inevitable capacidad de condicionar y – en cierto sentido – de dominar la economía real, es un lugar donde los egoísmos y los abusos tienen un potencial sin igual para causar daño a la comunidad.
En este sentido, hay que destacar que en el mundo económico y financiero se dan casos en los cuales algunos de los medios utilizados por los mercados, aunque no sean en sí mismos inaceptables desde un punto de vista ético, constituyen sin embargo casos de inmoralidad próxima, a saber, ocasiones en las cuales con mucha facilidad se generan abusos y fraudes, especialmente en perjuicio de la contraparte en desventaja. Por ejemplo, comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético.
Dado que, en la situación actual, la complejidad de muchos productos financieros hace de esa asimetría un elemento intrínseco al sistema – que pone a los compradores en una posición de inferioridad en relación a quienes los comercializan – no pocos piden la superación del principio tradicional del caveat emptor (“¡atento, comprador!”). Este principio, según el cual incumbiría ante todo al comprador la responsabilidad de verificar la calidad del bien adquirido, presupone, de hecho, la igualdad en la capacidad de proteger el propio interés por parte de los contrayentes; lo que, de hecho, hoy en día en muchos casos no existe, ya sea por la evidente relación jerárquica que se instaura en algunos tipos de contratos (como entre prestamista y el prestatario), ya sea por la compleja estructuración de muchas ofertas financieras.
15. También el dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre. Así también la multiplicidad de instrumentos financieros (financialization) a disposición del mundo empresarial, que permite a las empresas acceder al dinero mediante el ingreso en el mundo de la libre contratación en bolsa, es en sí mismo un hecho positivo. Este fenómeno, sin embargo, implica hoy el riesgo de provocar una mala financiación de la economía, haciendo que la riqueza virtual, concentrándose principalmente en transacciones marcadas por un mero intento especulativo y en negociaciones “de alta frecuencia” (high-frequency trading), atraiga a sí excesivas cantidades de capitales, sustrayéndolas al mismo tiempo a los circuitos virtuosos de la economía real.[29] Lo que había sido tristemente vaticinado hace más de un siglo, por desgracia, ahora se ha hecho realidad: el rendimiento del capital asecha de cerca y amenaza con suplantar la renta del trabajo, confinado a menudo al margen de los principales intereses del sistema económico. En consecuencia, el trabajo mismo, con su dignidad, no sólo se convierte en una realidad cada vez más en peligro, sino que pierde también su condición de “bien” para el hombre,[30] convirtiéndose en un simple medio de intercambio dentro de relaciones sociales asimétricas.
Precisamente en esa inversión de orden entre medios y fines, en virtud del cual el trabajo, de bien, se convierte en “instrumento” y el dinero, de medio, se convierte en “fin”, encuentra terreno fértil esa “cultura del descarte”, temeraria y amoral, que ha marginado a grandes masas de población, privándoles de trabajo decente y convirtiéndoles en sujetos “sin horizontes, sin salida”: «Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, “sobrantes”».[31] 16. A tal propósito, cómo no pensar en la función social insustituible del crédito, cuya responsabilidad incumbe principalmente a intermediarios financieros cualificados y fiables. En este contexto, resulta claro que la aplicación de tasas de interés excesivamente altas, que de hecho no son sostenibles por los prestatarios, representa una operación no solo ilegítima bajo el perfil ético sino también disfuncional para la salud del sistema económico. Desde siempre, semejantes prácticas, así como los comportamientos efectivamente usurarios, han sido percibidos por la conciencia humana como inicuos y por el sistema económico como contrarios a su correcto funcionamiento.
Aquí la actividad financiera revela su vocación primaria de servicio a la economía real, llamada a crear valor, por medios moralmente lícitos, y a favorecer una movilización de los capitales para generar una circularidad virtuosa de riqueza.[32] En este sentido, por ejemplo, son muy positivas y deben ser alentadas realidades como el crédito cooperativo, el microcrédito, así como el crédito público al servicio de las familias, las empresas, las comunidades locales y el crédito para la ayuda a los países en desarrollo.
Nunca como en este ámbito, donde el dinero puede manifestar todo su potencial positivo, es tan evidente que no resulta legítimo, desde el punto de vista ético, arriesgar injustificadamente el crédito que deriva de la sociedad civil, utilizándolo con fines principalmente especulativos.
17. Es un fenómeno éticamente inaceptable, no la simple ganancia, sino el aprovecharse de una asimetría en favor propio para generar beneficios significativos a expensas de otros; lucrar explotando la propia posición dominante con desventaja injusta de los demás o enriquecerse creando perjuicio o perturbando el bienestar colectivo.[33] Esta práctica es particularmente deplorable, desde el punto de vista moral, cuando unos pocos – por ejemplo importantes fondos de inversión – intentan obtener beneficios, mediante una especulación[34] encaminada a provocar disminuciones artificiales de los precios de los títulos de la deuda pública, sin preocuparse de afectar negativamente o agravar la situación económica de países enteros, poniendo en peligro no sólo los proyectos públicos de saneamiento económico sino la misma estabilidad económica de millones de familias, obligando al mismo tiempo a las autoridades gubernamentales a intervenir con grandes cantidades de dinero público, y llegando incluso a determinar artificialmente el funcionamiento adecuado de los sistemas políticos.
La finalidad especulativa, especialmente en el campo económico financiero, amenaza hoy con suplantar a todos los otros objetivos principales en los que se concreta la libertad humana. Este hecho está deteriorando el inmenso patrimonio de valores que hace de nuestra sociedad civil un lugar de coexistencia pacífica, de encuentro, de solidaridad, de reciprocidad regeneradora y de responsabilidad por el bien común. En este contexto, palabras como “eficiencia”, “competencia”, “liderazgo”, “mérito” tienden a ocupar todo el espacio de nuestra cultura civil, asumiendo un significado que acaba empobreciendo la calidad de los intercambios, reducidos a meros coeficientes numéricos.
Esto requiere ante todo que se emprenda una reconquista de lo humano, para reabrir los horizontes a la sobreabundancia de valores, que es la única que permite al hombre encontrarse a sí mismo y construir sociedades que sean acogedoras e inclusivas, donde haya espacio para los más débiles y donde la riqueza se utilice en beneficio de todos. En resumen, lugares donde al hombre le resulte bello vivir y fácil esperar.
III. Algunas puntualizaciones en el contexto actual
18. Para ofrecer orientaciones éticas concretas y específicas a todos los agentes económicos y financieros – quienes lo requieren cada vez más – se tratará ahora de formular algunas puntualizaciones, útiles para un discernimiento que mantenga abiertas las vías hacía aquello que hace al hombre verdaderamente hombre y le ayude a evitar poner en peligro tanto su dignidad como el bien común.[35] 19. El mercado, gracias al progreso de la globalización y la digitalización, puede compararse con un gran organismo, en cuyas venas corren, como linfa vital, inmensas cantidades de capitales. Sirviéndonos de esta analogía, podemos por tanto hablar también de la “salud” del mismo organismo, cuando sus medios y aparatos procuran una buena funcionalidad del sistema, en el cual el crecimiento y la difusión de la riqueza van de consuno. Salud del sistema que depende de la salud de cada una de las acciones realizadas. Con semejante salud del sistema-mercado es más fácil que sean respetados y promovidos también la dignidad del hombre y el bien común.
De modo semejante, cada vez que se introducen y difunden instrumentos económicos y financieros no fiables, que ponen en serio peligro el crecimiento y la difusión de la riqueza, creando puntos críticos y riesgos sistémicos, se puede hablar de una “intoxicación” de ese organismo.
Se entiende así la exigencia, cada vez más advertida, de introducir una certificación de las autoridades públicas para todos los productos que provienen de la innovación financiera, al fin de preservar la salud del sistema y prevenir efectos colaterales negativos. Favorecer la salud y evitar la contaminación, incluso desde el punto de vista económico, es un imperativo moral ineludible para todos los actores comprometidos en los mercados. Esta exigencia demuestra asimismo la urgencia de una coordinación supranacional entre las diferentes arquitecturas de los sistemas financieros locales.[36] 20. Esa salud se nutre de una multiplicidad y diversidad de recursos, que constituye una especie de “biodiversidad” económica y financiera. Esta representa un valor añadido para el sistema económico y debe ser favorecida y salvaguardada mediante adecuadas políticas económico-financieras, al fin de asegurar a los mercados la presencia de una pluralidad de sujetos e instrumentos sanos, con riqueza y diversidad de caracteres; sea en positivo, sosteniendo su acción, sea en negativo, obstaculizando a todos aquellos que deterioran la funcionalidad del sistema que produce y difunde riqueza.
A este respecto, hay que destacar que la cooperación realiza una función singular en la tarea de producir en modo sano valor añadido en los mercados. Una leal e intensa sinergia de los agentes obtiene fácilmente ese valor añadido que busca toda actuación económica.[37] Cuando el hombre reconoce la solidaridad fundamental que lo liga a todos los demás hombres, percibe que no puede apropiarse de los bienes de que dispone. Cuando se habitúa a la solidaridad, estos bienes son usados no sólo para sus propias necesidades, y así se multiplican, dando a menudo también frutos inesperados para los demás.[38] Aquí se puede notar claramente cómo compartir «no es solo división sino también multiplicación de los bienes, creación de nuevo pan, de nuevos bienes, de nuevo Bien con mayúscula».[39] 21. La experiencia de las últimas décadas ha demostrado con evidencia, por un lado, lo ingenua que es la confianza en una autosuficiencia distributiva de los mercados, independiente de toda ética y, por otro lado, la impelente necesidad de una adecuada regulación, que conjugue al mismo tiempo libertad y tutela de todos los sujetos que en ella operan en régimen de una sana y correcta interacción, especialmente de los más vulnerables. En este sentido, los poderes políticos y económico-financieros deben siempre mantenerse distintos y autónomos y al mismo tiempo orientarse, más allá de todas complicidad nociva, a la realización de un bien que es tendencialmente común y no reservado a pocos sujetos privilegiados.[40] Esa regulación se hace aún más necesaria ya sea por la constatación de que entre los principales motivos de la reciente crisis económica se hallan también conductas inmorales de representantes de mundo financiero, ya sea por el hecho de que la dimensión supranacional del sistema económico permite burlar fácilmente las reglas establecidas por los distintos países. Además, la extrema volatilidad y movilidad de los capitales comprometidos en el mundo financiero permite a quien dispone de ellos operar fácilmente más allá de toda norma que no sea la de un beneficio inmediato, chantajeando a menudo desde una posición de fuerza también al poder político de turno.
Queda claro, por tanto, que los mercados necesitan orientaciones sólidas y robustas, tanto macroprudenciales como normativas, lo más participadas y uniformes que sea posible; así como reglas, que hay que actualizar continuamente, porque la realidad misma de los mercados está en continuo movimiento. Estas orientaciones deben garantizar un serio control de la fiabilidad y la calidad de todos los productos económicos y financieros, especialmente los más estructurados. Y cuando la velocidad de los procesos de innovación produce excesivos riesgos sistémicos, es preciso que los operadores económicos acepten los vínculos y frenos que exige el bien común, sin tratar de burlarlos o disminuirlos.
En tal sentido, teniendo presente la actual globalización del sistema financiero, es importante mantener una coordinación estable, clara y eficaz entre las diversas autoridades nacionales de regulación de los mercados, con la posibilidad, y a veces incluso la necesidad, de compartir con prontitud decisiones vinculantes cuando lo exija el riesgo para el bien común. Esas autoridades de regulación deben ser siempre independientes y estar vinculadas a las exigencias de la equidad y del bien común. La dificultades comprensibles, en este sentido, no deben desalentar la búsqueda y actuación de estos sistemas normativos, que deben ser concertados entre los países y cuyo alcance debe ser igualmente supranacional.[41] Las reglas deben favorecer una completa trasparencia de lo que se negocia, para eliminar toda forma de injusta desigualdad, garantizando lo más posible un equilibrio en los intercambios. Especialmente teniendo en cuenta que la concentración asimétrica de informaciones y poder tiende a reforzar a los sujetos económicos más fuertes, creando hegemonías capaces de influenciar unilateralmente no sólo los mercados sino incluso los mismos sistemas políticos y normativos. Por lo demás, allí donde se ha practicado una desregulación masiva se ha puesto en evidencia que los espacios de vacío normativo e institucional constituyen espacios favorables, no sólo para el riesgo moral y la malversación, sino también para la aparición de exuberancias irracionales de los mercados – a las que siguen burbujas especulativas y luego repentinos colapsos ruinosos – y de crisis sistémicas.[42] 22. Una gran ayuda para evitar crisis sistémicas sería establecer, para los intermediarios bancarios de crédito, una clara definición y la separación de la gestión de cartera de créditos comerciales y aquel destinado a la inversión o a la negociación de cartera propia.[43] Todo esto para evitar, lo más posible, situaciones de inestabilidad financiera.
La salud del sistema financiero exige además la mayor cantidad de información posible, para que cada sujeto pueda tutelar en plena y consciente libertad sus intereses: es importante, en efecto, saber si los propios capitales son usados con fines especulativos o no, así como conocer claramente el grado de riesgo y la congruencia del precio de los productos financieros que se subscriben. Sobre todo considerando que el ahorro, especialmente el familiar, es un bien público que hay que tutelar y que trata siempre de excluir el riesgo. El mismo ahorro, cuando se pone en manos expertas de asesores financieros, tiene que ser bien administrado y no simplemente gestionado.
Entre los comportamientos moralmente criticables en la gestión del ahorro por parte de los asesores financieros cabe señalar: los excesivos movimientos del portafolio de títulos, con el propósito principal de incrementar los ingresos generados por las comisiones del intermediario; la desaparición de la imparcialidad debida en la oferta de instrumentos de ahorro, con la complicidad de algunos bancos, allí donde los productos de otros sujetos se ajustarían mejores a las necesidades del cliente; la falta de diligencia adecuada o incluso negligencia dolosa por parte de los consultores, respecto a la protección de los intereses de portafolio de sus clientes; la concesión de préstamos por parte de un intermediario bancario, subordinada a la simultánea subscripción de otros productos financieros quizás no favorables al cliente.
23. Toda empresa es una importante red de relaciones y, a su manera, representa un verdadero cuerpo social intermedio, con su propia cultura y praxis. Estas, mientras determinan la organización interna de la empresa, afectan también al tejido social en el que ella opera. Precisamente a este nivel, la Iglesia recuerda la importancia de una responsabilidad social de la empresa[44], que se explicita ad extra y ad intra de la misma.
En este sentido, donde el mero beneficio se sitúa en la cima de la cultura de una empresa financiera, ignorando las simultáneas necesidades del bien común – cosa que hoy se señala como un hecho generalizado incluso en prestigiosas escuelas de negocios (business schools) –, toda instancia ética viene de hecho percibida como extrínseca y yuxtapuesta a la acción empresarial. Esto resulta mucho más acentuado por el hecho de que, en tal lógica organizativa, aquellos que no se adecuan a los objetivos empresariales de este tipo, son penalizados tanto a nivel retributivo como de reconocimiento profesional. En estos casos, la finalidad del mero lucro crea fácilmente una lógica perversa y selectiva, que a menudo favorece el ascenso a la cima empresarial de sujetos capaces pero codiciosos y sin escrúpulos, cuya acción social es impulsada principalmente por una ganancia personal egoísta.
Además, esta lógica obliga con frecuencia a la administración a actuar políticas eco­nómicas encaminadas, no a impulsar la salud económica de las empresas a las que ser­vían, sino a incrementar solo los beneficios de los accionistas (shareholders), perjudicando así los intereses legítimos de todos aquellos que, con su trabajo y servicio, operan en beneficio de la misma empresa, así como a los consumidores y a las varias comunidades locales (stakeholders). Y todo ello, a menudo, estimulado por enormes remuneraciones proporcionales a los resultados inmediatos de la gestión (por lo demás no equilibradas con equivalentes penalizaciones en caso de fracaso de los objetivos), que, si bien a corto plazo aseguran grandes ganancias a los directivos y accionistas, terminan por pro­piciar la aceptación de riesgos excesivos y dejar a las empresas debilitadas y empobrecidas de las energías económicas que les habrían asegurado perspectivas adecuadas de futuro.
Todo esto fácilmente genera y difunde una cultura profundamente amoral – en la que con frecuencia no se duda en cometer un delito, cuando los beneficios esperados superan las sanciones previstas – y contamina seriamente la salud de cualquier sistema económico-social, poniendo en peligro su funcionalidad y dañando gravemente la realización efectiva del bien común, sobre el cual se fundan necesariamente todas las formas de socialización.
Por lo tanto, es urgente una autocrítica sincera a este respecto, así como una inversión de tendencia, favoreciendo en cambio una cultura empresarial y financiera que tenga en cuenta todos aquellos factores que constituyen el bien común. Esto significa, por ejemplo, que hay que colocar claramente a la persona y la calidad de las relaciones interpersonales en el centro de la cultura empresarial, , de modo que cada empresa practique una forma de responsabilidad social que no sea meramente marginal u ocasional, sino que anime desde dentro todas sus acciones, orientándola socialmente.
Precisamente aquí, la circularidad natural que existe entre el beneficio – factor intrínsecamente necesario en todo sistema económico – y la responsabilidad social – elemento esencial para la supervivencia de toda forma de convivencia civil – está llamada a revelar toda su fecundidad, mostrando el vínculo indisoluble, que el pecado tiende a ocultar, entre una ética respetuosa de las personas y del bien común, y la funcionalidad real de todo sistema económico-financiero. Esta circularidad virtuosa es favorecida, por ejemplo, por la búsqueda de la reducción del riesgo de conflicto con los stakeholder, como asimismo por el fomento de una mayor motivación intrínseca de los empleados en una empresa.
Aquí la creación de valor añadido, que es el propósito primordial del sistema eco­nómico-financiero, debe demostrar en última instancia su viabilidad dentro de un sistema ético sólido, precisamente porque se basa en una búsqueda sincera del bien común. Sólo del reconocimiento y potenciación del vínculo intrínseco que existe entre razón eco­nómica y razón ética puede emanar un bien que sea para todos los hombres.[45] Dado que también el mercado, para funcionar bien, necesita presupuestos antropológicos y éticos, que por sí solo no es capaz de producir.
24. Si bien, por un lado, el mérito crediticio exige una actividad de selección atenta, para identificar beneficiarios realmente dignos, capaces de innovar y evitar colusiones insanas, por otro lado los bancos, para poder soportar adecuadamente los riesgos afrontados, deben disponer de convenientes dotaciones de activos, de modo que una eventual socialización de las pérdidas sea lo más limitada posible y recaiga sobre todo en aquellos que han sido realmente responsables.
Ciertamente, la gestión delicada del ahorro, además de la debida regulación jurídica, requiere también paradigmas culturales adecuados, junto con la práctica de una revisión cuidadosa, sin excluir el punto de vista ético, de la relación entre banco y cliente, y una supervisión continua de la legitimidad de todas las operaciones que le conciernen.
Una propuesta interesante para moverse en esa dirección y que habría que experimentar, sería establecer Comités éticos, dentro de los bancos, para apoyar a los Consejos de Administración. Todo ello para ayudar a los bancos, no sólo a preservar sus balances de las consecuencias de sufrimientos y pérdidas y a mantener una coherencia efectiva entre la misión fiduciaria y la praxis financiera, sino también a apoyar adecuadamente la economía real.
25. La creación de títulos de crédito de alto riesgo – que operan de hecho una especie de creación ficticia de valor, sin un adecuado quality control ni una correcta evaluación del crédito – puede enriquecer a quienes hacen de intermediarios, pero crean fácilmente insolvencia en perjuicio de aquellos que los deben cobrar; esto es tanto aún más cierto si el peso de la criticidad de estos títulos, por parte del instituto que los emite, se descarga en el mercado en el que se difunden y propagan (por ejemplo, la titulación de hipotecas subprime), generando intoxicación en amplios sectores y dificultades potencialmente sistémicas. Esta contaminación de los mercados contradice la necesaria salud del sistema económico-financiero, y es inaceptable desde el punto de vista de una ética respetuosa del bien común.
Cada título de crédito debe corresponder a un valor orientativamente real y no sólo presumible y difícilmente cotejable. En tal sentido, es cada vez más urgente una regulación y evaluación pública super partes del comportamiento de las agencias de rating del crédito, con instrumentos jurídicos que permitan, por un lado, sancionar las acciones distorsionadas y, por otro, impedir la creación de situaciones de oligopolio peligroso por parte de algunas de ellas. Esto es particularmente cierto en caso de productos del sistema de intermediación crediticia en los que la responsabilidad del crédito concedido es descargada por el prestamista original sobre quienes lo relevan.
26. Algunos productos financieros, incluidos los llamados “derivados”, se crearon para garantizar un seguro contra riesgos inherentes a determinadas operaciones, incluyendo a menudo una apuesta hecha sobre la base del valor presuntamente atribuido a dichos riesgos. Subyacentes a estos instrumentos financieros están los contratos en los que las partes todavía pueden evaluar razonablemente el riesgo fundamental contra los cuales se pretende asegurarse.
Sin embargo, para algunos tipos de derivados (en particular, las llamadas titulizaciones o securitizations), se ha observado que a partir de las estructuras originarias y vinculadas a inversiones financiarías individuales se construían estructuras cada vez más complejas (titulizaciones de titulizaciones), en las cuales es cada vez más difícil – en realidad, prácticamente imposible después de varias de estas transacciones – establecer en modo razonable y ecuo su valor fundamental. Esto significa que cada paso en la compraventa de estos títulos, más allá de la voluntad de las partes, opera de hecho una distorsión del valor efectivo del riesgo que el instrumento debería proteger. Todo ello ha favorecido el surgimiento de burbujas especulativas, que han sido importantes concausas de la reciente crisis financiera.
Es evidente que la improvisa aleatoriedad de estos productos – el desvanecimiento creciente de la transparencia de lo que aseguran – que, en la operación original no es percibida, los hace cada vez menos aceptables desde el punto de vista de una ética respetuosa de la verdad y del bien común, ya que los transforma en una especie de bombas de relojería, listas para explotar antes o después, esparciendo su falta de fiabilidad eco­nómica e intoxicando los mercados. Hay aquí una carencia ética, que se vuelve más grave a medida que estos productos se negocian en los llamados mercados extrabursátiles (over the counter) – expuestos al azar, cuando no al fraude, más que los mercados regulados – y sustraen linfa vital e inversiones a la econo­mía real.
Una valoración ética semejante se puede hacer también con respecto a los usos de los credit default swap (CDS: permuta de incumplimiento crediticio; esto es, contratos particulares aseguradores del riesgo de quiebra), que permiten apostar sobre el riesgo de quiebra de un tercero, también a aquellos que no han asumido en precedencia un riesgo de crédito, e incluso repetir tales transacciones en el mismo evento, lo cual no es de ninguna manera permitido por las normales pólizas de seguros.
El mercado de CDS, en vísperas de la crisis económica de 2007, era tan imponente que representaba aproximadamente el equivalente del PIB mundial. El difundirse sin límites adecuados de este tipo de contratos ha favorecido el crecimiento de una finanza de riesgo y de apuestas sobre la quiebra de terceros, lo que resulta inaceptable desde el punto de visto ético.
De hecho, la operatividad de compra de esos instrumentos por parte de aquellos que no han asumido aún riesgo alguno de crédito es un caso singular en el que individuos comienzan a interesarse por la quiebra de otras entidades económicas e incluso pueden verse tentados a operar en este sentido.
Es evidente que esta posibilidad, mientras, por una parte, constituye un hecho particularmente reprobable desde el punto de vista moral, ya que quien así actúa lo hace en pos de una especie de “canibalismo” económico, por otra parte, socava la necesaria confianza básica, sin la cual el circuito económico terminaría bloqueando. También en este caso, podemos notar cómo un evento negativo desde el punto de vista ético, se convierte en perjudicial para la sana funcionalidad de sistema económico.
Cabe señalar, finalmente, que cuando de semejantes apuestas pueden derivar grandes daños a países enteros y a millones de familias, nos enfrentamos a acciones sumamente inmorales, y resulta por ello conveniente ampliar las prohibiciones, ya existentes en algunos países, para este tipo de operaciones, castigando con la máxima severidad tales infracciones.
27. En un punto neurálgico del dinamismo de los mercados financieros se encuentran tanto la fijación (fixing) de la tasa de interés relativa a los préstamos interbancarios (LIBOR), cuya cuantificación sirve como tasa-guía de interés del mercado monetario, como las tasas de cambio oficiales de las distintas divisas, aplicadas por los bancos.
Estos son parámetros importantes, que tienen un impacto significativo en todo el sistema económico-financiero, ya que afectan a las grandes transferencias diarias de efectivo entre las partes que suscriben contratos basados precisamente en la cuantificación de dichas tasas. La manipulación de esta constituye por lo tanto un caso de grave violación ética, con consecuencias de amplio alcance.
El hecho de que esto haya podido suceder impunemente durante muchos años demuestra lo frágil y expuesto al fraude que es un sistema financiero que no esté suficientemente controlado por normas y se halle desprovisto de sanciones proporcionadas a las violaciones en las que incurren sus actores. En este contexto, la creación de verdaderos “carteles” de connivencia entre los sujetos responsables de la correcta fijación del nivel de esas tasas constituye un caso de asociación para delinquir particularmente perjudicial para el bien común, que inflige una peligrosa herida a la salud del sistema económico y que hay que sancionar con penas adecuadas que disuadan de su reiteración.
28. Hoy en día, los principales actores del mundo financiero, y en especial los bancos, deben contar con órganos internos que garanticen el adecuado control de conformidad (compliance), o autocontrol de la legitimidad de los principales pasos del proceso de decisión y de los productos más importantes ofrecidos por la empresa. Sin embargo, cabe señalar que, al menos hasta un pasado muy reciente, la práctica del sistema económico-finan­ciero se basa en gran parte en un juicio puramente negativo del control de conformidad, es decir, sobre un respeto meramente formal de los límites establecidos por las leyes vigentes. Desafortunadamente, de esto también deriva la frecuencia de una praxis de hecho elusiva de los controles normativos, es decir, de acciones destinadas a zafarse de los principios normativos vigentes, cuidándose bien, empero, de no contradecir explícitamente las normas que los expresan, para evitar sanciones.
Para evitar todo ello, es necesario que el control de conformidad entre en lo específico de las diferentes transacciones también en positivo, verificando su cumplimiento efectivo de los principios que informan la normativa vigente. La práctica de esta modalidad de control quedaría facilitada, según el parecer de muchos, si se establecieran Comités éticos, que funcionasen junto a los Consejos de Administración y constituyeran el interlocutor natural de quienes deben garantizar, en el correcto operar de los bancos, la conformidad entre los comportamientos y las razones de las normas vigentes.
A tal fin, dentro de las empresas habría que disponer líneas guía, que permitan facilitar este juicio de conformidad, de modo que sea posible discernir cuáles de las transacciones técnicamente viables en el aspecto jurídico, son de hecho, legítimas y viables desde el punto de vista ético (cuestión muy relevante, por ejemplo, para las prácticas de elusión fiscal). El objetivo es pasar de un respeto formal a un respeto sustancial de las reglas.
Además, es deseable que también en el sistema normativo que regula el mundo financiero haya una cláusula general que declare ilegítimos, con la consiguiente responsabilidad patrimonial de todos los sujetos imputables, aquellos actos cuyo propósito sea principalmente la elusión de la normativa vigente.
29. Ya no es posible ignorar fenómenos como la expansión en el mundo de los sistemas bancarios paralelos (shadow banking system), los cuales, si bien incluyen dentro de sí también tipologías de intermediarios cuya operatividad no parece crítica a primera vista, han determinado de hecho una pérdida de control sobre el sistema por parte de diversas autoridades de vigilancia nacionales, favoreciendo de forma imprudente el uso de la llamada financiación creativa, en la cual la principal razón para invertir recursos financieros es predominantemente especulativa, cuando no depredadora, y no un servicio a la economía real. Por ejemplo, muchos coinciden en afirmar que la existencia de estos sistemas “sombra” es una de las principales concausas que han llevado al desarrollo y la difusión global de la reciente crisis económico-financiera que comenzó en los EE.UU. con la de las hipotecas subprime en el verano de 2007.
30. De esta intención especulativa se nutre además el mundo de las finanzas offshore, que, aunque también ofrece otros servicios legales, a través de los ampliamente difusos canales de elusión fiscal – la evasión y el lavado de dinero sucio – constituye otra razón de empobrecimiento del sistema normal de producción y distribución de bienes y servicios. Es difícil discernir si muchas de estas situaciones dan lugar a casos de inmoralidad próxima o inmediata: es ciertamente evidente que tales realidades, donde substraen injustamente linfa vital a la economía real, difícilmente pueden encontrar una justificación, ya sea desde el punto de vista ético, ya sea en términos de la eficiencia global del mismo sistema económico.
Más aún, cada vez resulta más claro que existe un grado de correlación apreciable entre el comportamiento no ético de los operadores y la quiebra del sistema en su conjunto: es ya innegable que las deficiencias éticas exacerban las imperfecciones de los mecanismos del mercado[46].
En la segunda mitad del siglo pasado, nació el mercado offshore de los euro-dólares, lugar financiero de intercambio fuera de cualquier marco normativo oficial. Mercado que desde un importante país europeo se ha extendido a otros países alrededor del mundo, creando una verdadera red financiera, alternativa al sistema financiero oficial, jurisdicciones que la protegían.
A este respecto, cabe señalar que, si bien la razón formal para legitimar la presencia de sedes offshore es la de evitar que los inversores institucionales sufran una doble tasación, primero en su país de residencia y luego en el país en el que están domiciliados los fondos, de hecho, estos lugares se han convertido hoy en día, en ocasión de operaciones financieras a menudo al límite de la legalidad, cuando no se “pasan de la raya”, tanto desde el punto de vista de su legalidad normativa, como desde el punto de vista ético, es decir, de una cultura económica sana y libre del mero propósito de elusión fiscal.
En la actualidad, más de la mitad del comercio mundial es llevada a cabo por grandes sujetos, que reducen drásticamente su carga fiscal transfiriendo los ingresos de un lugar a otro, dependiendo de lo que les convenga, transfiriendo los beneficios a los paraísos fiscales y los costos a los países con altos impuestos. Está claro que esto ha restado recursos decisivos a la economía real, y ha contribuido a la creación de sistemas económicos basados en la desigualdad. Por otra parte, no es posible ignorar que esas sedes offshore se han convertido en lugares de lavado de dinero “sucio”, es decir, fruto de ganancias ilícitas (robo, fraude, corrupción, asociación criminal, mafia, botín de guerra…).
Así, al disimular el hecho de que las operaciones offshore no se llevaban a cabo en sus plazas financieras oficiales, algunos Estados han permitido que se sacara provecho incluso de delitos, sintiéndose no responsables porque no se realizaban formalmente bajo su jurisdicción. Esto representa, desde un punto de vista moral, una forma obvia de hipocresía.
En poco tiempo, este mercado se ha convertido en el lugar de mayor tránsito de capitales, ya que su configuración representa una manera fácil de realizar diferentes e importantes formas de elusión fiscal. Se entiende entonces que la domiciliación offshore de muchas empresas importantes que participan en el mercado sea muy deseada y practicada.
31. Ciertamente, el sistema fiscal de los Estados no siempre parece justo; a este respecto, cabe señalar que tal injusticia a menudo es en perjuicio de los sectores económicos más débiles y en ventaja de los más equipados y capaces de influir incluso en los sistemas normativos que regulan los mismos tributos. De hecho, la imposición tributaria, cuando es justa, desempeña una fundamental función equitativa y redistributiva de la riqueza, no sólo en favor de quienes necesitan subsidios apropiados, sino también en el apoyo a la inversión y el crecimiento de la economía real.
En cualquier caso, es precisamente la elusión fiscal de los principales actores que se mueven en los mercados, especialmente los grandes intermediarios financieros, lo que representa una abominable sustracción de recursos a la economía real y un daño para toda la sociedad civil. Dada la falta de transparencia de esos sistemas es difícil determinar con precisión la cantidad de capital que pasa a través de ellos; sin embargo, se ha calculado que bastaría un impuesto mínimo sobre las transacciones offshore para resolver gran parte del problema del hambre en el mundo: ¿por qué no hacerlo con valentía?
Además, se ha demostrado que la existencia de sedes offshore favorece asimismo enormes salidas de capital de muchos países de bajos ingresos, generando numerosas crisis políticas y económicas e impidiendo a los mismos embarcarse finalmente en el camino del crecimiento y del desarrollo saludable.
A este propósito, hay que señalar que diversas instituciones internacionales han denunciado reiteradamente todo esto, y no pocos gobiernos nacionales han tratado justamente de limitar el alcance de las plazas financieras offshore. Ha habido muchos esfuerzos positivos en este sentido, especialmente en los últimos diez años. Sin embargo, todavía no ha sido posible imponer acuerdos y normativas adecuadamente eficaces en tal sentido; los esquemas normativos propuestos en esta área también por prestigiosas organizaciones internacionales han quedado frecuentemente sin aplicación o han resultado ineficaces, debido a la poderosa influencia que estas plazas pueden ejercer, a causa del gran capital del que disponen frente a tantos poderes políticos.
Todo lo cual, al mismo tiempo que constituye un grave perjuicio al buen funcionamiento de la economía real, representa una estructura que, tal como está configurada actualmente, resulta totalmente inaceptable desde el punto de vista ético. Es, por lo tanto, necesario y urgente que, a nivel internacional, se apliquen los remedios apropiados a estos sistemas inicuos; en primer lugar, practicando a todos los niveles la transparencia financiera (por ejemplo, con la obligación de rendición de cuentas, para las empresas multinacionales, de sus respectivas actividades e impuestos pagados en cada país donde operan a través de sus filiales); y también con sanciones incisivas impuestas a los países que reiteren las prácticas deshonestas (evasión y elusión de impuestos, lavado de dinero sucio) mencionadas anteriormente.
32. Especialmente en los países con economías menos desarrolladas, el sistema offshore ha empeorado la deuda pública. Se ha observado, en efecto, que la riqueza privada acumulada en los paraísos fiscales por algunas élites ha casi igualado la deuda pública de sus respectivos países. Esto evidencia asimismo que, de hecho, en el origen de esa deuda a menudo están los pasivos económicos generados por privados y luego descargados sobre los hombros del sistema público. Entre otras cosas, es bien sabido que importantes sujetos económicos tienden a buscar la socialización de las pérdidas, frecuentemente, con la connivencia de los políticos.
Sin embargo, es oportuno señalar que la deuda pública se genera, a menudo, también por una gestión imprudente – cuando no dolosa – del sistema de administración pública. Esta deuda, es decir, el conjunto de pasivos financieros que pesan sobre los Estados, representa hoy uno de los mayores obstáculos para el buen funcionamiento y crecimiento de las distintas economías nacionales. Numerosas economías nacionales se ven de hecho agobiadas por el pago de los intereses que provienen de esa deuda y, por lo tanto, se ven en la necesidad de hacer ajustes estructurales con ese fin.
Ante esto, por un lado, los Estados están llamados a revertir la situación con una adecuada gestión del sistema público, mediante sabias reformas estructurales, una sensata repartición de los gastos e inversiones prudentes; por otro lado, a nivel internacional, aún poniendo a cada país frente a sus ineludibles responsabilidades, es necesario igualmente permitir y alentar razonables vías de salida de la espiral de la deuda, no poniendo sobre los hombros de los Estados – y por tanto sobre los de sus conciudadanos, es decir, de millones de familias – cargas que de hecho son insostenibles.
Todo ello asimismo a través de políticas de reducción razonable y acordada de la deuda pública, especialmente cuando los acreedores son sujetos de tal consistencia económica que les permite ofrecerla.[47] Estas soluciones se requieren tanto para la salud del sistema económico internacional, con el fin de evitar el contagio de crisis potencialmente sistémicas, cuanto para la búsqueda del bien común de los pueblos en su conjunto.
33. Todo lo dicho hasta ahora no afecta solo a entidades fuera de nuestro control, sino que cae también dentro de la esfera de nuestra responsabilidad. Esto significa que tenemos a nuestra disposición herramientas importantes para contribuir a resolver muchos problemas. Por ejemplo, los mercados viven gracias a la demanda y a la oferta de bienes; en este sentido, cada uno de nosotros puede influir en modo decisivo, al menos, en la configuración de esa demanda.
Por lo tanto, es importante un ejercicio crítico y responsable del consumo y del ahorro. Hacer la compra, acción cotidiana con la que nos dotamos de lo necesario para vivir, implica también una selección entre los diversos productos que ofrece el mercado. Es una opción que a menudo realizamos de manera inconsciente, comprando bienes cuya producción se realiza, por ejemplo, a través de cadenas productivas donde es normal la violación de los más elementales derechos humanos o gracias a empresas cuya ética, de hecho, no conoce otros intereses sino los de la ganancia de sus accionistas a cualquier costo.
Es necesario seleccionar aquellos bienes de consumo detrás de los cuales hay un proceso éticamente digno, ya que incluso a través del gesto, aparentemente banal, del consumo expresamos con los hechos una ética, y estamos llamados a tomar partido ante lo que beneficia o daña al hombre concreto. Alguien ha hablado, en este sentido, de “votar con la cartera”: se trata, en efecto, de votar diariamente en el mercado a favor de lo que ayuda al verdadero bienestar de todos nosotros y rechazar lo que lo perjudica.[48] Las mismas reflexiones deben hacerse en relación a la gestión de los propios ahorros, dirigiéndolos, por ejemplo, hacia aquellas empresas que operan con criterios claros, inspirados en una ética respetuosa del hombre entero y de todos los hombres y en un horizonte de responsabilidad social.[49] Y, más en general, cada uno está llamado a cultivar prácticas de producción de riqueza que sean congruentes con nuestra índole relacional y tendentes al desarrollo integral de la persona
IV. Conclusión
34. Frente a la inmensidad y omnipresencia de los actuales sistemas económico-finan­cieros, nos podemos sentir tentados a resignarnos al cinismo y a pensar que, con nuestras pobres fuerzas, no podemos hacer mucho. En realidad, cada uno de nosotros puede hacer mucho, especialmente si no se queda solo.
Muchas asociaciones con origen en de la sociedad civil son, en este sentido, una reserva de conciencia y responsabilidad social, de la que no podemos prescindir. Hoy más que nunca, todos estamos llamados a vigilar como centinelas de la vida buena y a hacernos intérpretes de un nuevo protagonismo social, basando nuestra acción en la búsqueda del bien común y fundándola sobre sólidos principios de solidaridad y subsidiariedad.
Cada gesto de nuestra libertad, aunque pueda parecer frágil e insignificante, si orienta realmente al auténtico bien, se apoya en Aquel que es Señor bueno de la historia, y se convierte en parte de una positividad, que va más allá de nuestras pobres fuerzas, uniendo indisolublemente todos los actos de buena voluntad en una red que une el cielo con la tierra, verdadero instrumento de humanización del hombre y del mundo. Esto es lo que necesitamos para vivir bien y nutrir una esperanza que esté a la altura de nuestra dignidad de personas humanas.
La Iglesia, Madre y Maestra, consciente de haber recibido en don un inmerecido depósito, ofrece a los hombres y las mujeres de todos los tiempos los recursos para una esperanza fiable. María, Madre del Dios hecho hombre por nosotros, tome de la mano nuestros corazones y los guíe en la sabia construcción de aquel bien que su Hijo Jesús, a través de su humanidad hecha nueva por el Espíritu Santo, ha venido a inaugurar para la salvación del mundo.
El Sumo Pontífice Francisco, en la audiencia concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha aprobado las presentes Consideraciones, decididas en la Sesión Ordinaria de este Dicasterio y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma el 6 de enero de 2018, Solemnidad de la Epifanía del Señor.

+ Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Prefecto de la Congregación
Para la Doctrina de la Fe
Peter Card. Turkson
Prefecto del Dicasterio para el Servicio
del Desarrollo Humano Integral
+ Giacomo Morandi
Arzobispo titular de Cerveteri
Secretario de la Congregación
para la Doctrina de la Fe
Bruno Marie Duffé
Secretario del Dicasterio para el Servicio
del Desarrollo Humano Integral
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ZENIT Staff

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