«Un joven aristócrata que contravino la voluntad de su padre para unirse a Cristo. Conocido como el Job de Toscana por su admirable paciencia ejercitada durante veinte años mientras la lepra consumía su organismo»
Hoy celebra la Iglesia la vida de este beato, y conmemora, entre otros, la festividad de la Virgen de Guadalupe, venerada en todo el mundo y de cuya aparición a san Juan Diego y origen de su advocación se ha dado cuenta en esta sección de ZENIT el pasado día 9 (san-juan-diego-cuauhtlatoatzin–2). Es la patrona de México y ha sido objeto de diversas proclamaciones por parte de pontífices. Así Pío X la nombró patrona de toda la América Latina; Pío XI, de todas las Américas; Pío XII añadió el calificativo de Emperatriz de las Américas, que Juan XXIII siguió engrosando al denominarla bellamente: la misionera celeste del Nuevo Mundoy la Madre de las Américas.
Admirable en su virtud, Bartolomé (o Bartolo) fue un ejemplo de fortaleza y paciencia en medio de la tribulación, edificante en su forma de afrontar la enfermedad. Se desconoce la fecha exacta en la que los condes de Mucchio, Giovanni e Giuntina, tuvieron en sus brazos por vez primera a este heredero, su único hijo. Vino al mundo en el castillo feudal cercano a la ciudad de San Gimignano, Toscana, Italia, en 1227. La criatura se hizo de rogar, ya que los padres esperaron dos décadas sin tener descendencia, hasta que Giuntina, la piadosa madre, se encomendó a san Pedro y un día, a través de un sueño, le aseguró que su ruego había sido escuchado.
El progenitor del beato, como usualmente sucede, albergaba grandes sueños para su futuro: estudios, prestigiosa carrera profesional, etc. Pensó también que con ese hijo, que los colmaba de dicha, estaba asegurada la perduración de su ilustre apellido a través de nuevos vástagos en la familia. Por eso, cuando llegó el momento, y Bartolomé se negó a contraer el matrimonio que le proponía, optando en su lugar por la vida religiosa, el conde Mucchio recibió la noticia más que consternado, y no ocultó su frontal oposición. Seguramente no se le ocurrió pensar que la virtud y piedad que presidía la vida de su amado hijo, conocida en su entorno, iba a desembocar en tal decisión. Pero tuvo ocasión de comprobar la inutilidad de los medios que empleó para disuadirle; Bartolomé no cejó en su empeño.
Poniendo tierra por medio, el joven se trasladó a Pisa y pasó un año conviviendo con la comunidad benedictina de San Vito, donde desempeñó labores de enfermería. Su buen corazón y las virtudes que mostraba le hacían apto para encarnar con su vida el carisma de san Benito, y así lo hicieron notar los monjes. No desestimaba totalmente la oferta de continuar junto a ellos, posibilidad en la que meditaba, cuando en sueños tuvo una locución divina advirtiéndole que la verdadera clave de su santificación radicaría en la aceptación de veinte años de sufrimientos que llegarían a su vida, y no en su abrazo a la vida monástica. Misteriosos designios de la Providencia.
Sabedor de que su hábitoserían las penitencias, partió a Volterra y se integró en la Tercera Orden Franciscana. El prelado del lugar juzgó que sería un buen sacerdote y le propuso ordenarlo. Dócil a la sugerencia del obispo, cursó estudios y recibió el sacramento del orden cuando tenía alrededor de 30 años. Fue enviado a Pecciolien calidad de capellán, y luego a Picchena como párroco. Su labor pastoral y celo apostólico junto a su heroica caridad, que tenía como destinatarios a los pobres, enfermos y necesitados en general, atrajo a las gentes. Atento a sus necesidades distribuía entre todos lo que recaudaba en la parroquia. Su gesto de misericordia fue premiado por el Altísimo. Un día acogió a un pobre que iba de viaje cobijándolo bajo su techo. De madrugada una voz le hizo saber que había alojado a Jesucristo, y cuando corrió a buscarlo, había desaparecido. No sería la última vez que recibiría esta gracia.
La noticia de su santidad llegó a su ciudad natal, y conocedor de ella uno de sus compatriotas, Vivaldo (o Ubaldo), también beato de la Tercera Orden franciscana, que había nacido en San Gimignano hacia 1250, no dudó en acudir a su lado. Fue no solo su discípulo sino una especie de ángel protector en las dolorosas tribulaciones que tuvo que afrontar Bartolomé cuando contrajo la lepra hacia sus 50 o 52 años. Dejó entonces la parroquia, y ambos se establecieron en la leprosería de Cellole, situada en los alrededores de su ciudad natal. Un día llegó un leproso al que Bartolomé ayudó a enjuagar los pies en el cuenco del claustro, y al hacerlo se dio cuenta de que no era simplemente un enfermo, momento en el que desapareció. Entonces se percató de que había lavado los pies a Cristo.
Durante veinte años, tal como se le vaticinó en sueños, sufrió con esta enfermedad, acogida con tan admirable paciencia y alegría, conforme al carisma franciscano, que le dieron el nombre de «Job de Toscana». Los leprosos del lazareto recibieron de él, que fue su capellán, y del beato Vivaldo, asistencia y consuelo. Murió con fama de santidad el 12 de diciembre de 1300 a la edad de 73 años. Entonces Vivaldo se hizo ermitaño estableciéndose en Boscotondo de Camporena, cerca de Montaione en la Toscana. Sobrevivió a su maestro veinte años. Bartolomé fue enterrado en la iglesia de San Agustín, de Gimignano. Su culto fue aprobado en 1498. Pío X lo confirmó el 27 de abril de 1910.