«Este ardiente defensor de la fe frente a la herejía calvinista, piadoso desde la cuna, fue modelo para el Cura de Ars; acudió a su tumba creyendo que le ayudaría, y partió seguro de que por encima de sus limitaciones sería sacerdote»
Este patrón de los jesuitas de la Provincia de Francia nació en Fontcouverte, Languedoc, el 31 de enero de 1597 en una acaudalada familia de terratenientes con árbol genealógico de noble ascendencia. El pequeño creció con tales muestras de piedad que por sus cualidades parecía santo ya desde la cuna. Era dócil, amable, servicial, atento, extremadamente sensible ante cualquier pequeña falta que pudiera afligir a sus padres… ¡Un encanto de criatura! Se sentía inclinado a frecuentar la iglesia y rezaba con visible devoción las oraciones que había aprendido.
Hacia 1610 le enviaron a estudiar con los jesuitas de Béziers. Dejó una honda impresión en quienes le rodeaban por sus gestos de virtud y sus cualidades naturales. Entre otras muchas, poseía sencillez, humildad, fidelidad y sentido del humor. Sus compañeros, seguramente fascinados por su rica personalidad, no se separaban de él y compartían las inquietudes de la edad. Lejos de atraerle lo mundano, se centraba en el estudio y la oración. En una ocasión participó en una cacería, hecho inusual en una vida, como la suya, trazada por el ejercicio estricto de la virtud.
En 1616 ingresó en el noviciado jesuita de Toulouse dando pruebas de su celo, fervor y caridad, como había hecho siempre. Se formó en retórica en Cahors y estudió filosofía en Tournon. Fue profesor de gramática en Billom, Puy-en-Velay y en Auch, iniciando su predicación en lugares circundantes. Su anhelo era ser sacerdote para dedicarse enteramente a los demás. Y en 1628 comenzó los estudios teológicos mientras se entregaba a la oración con vehemencia. Tanto le urgía recibir el sacramento del orden que los años de estudio requeridos para ello le parecían un mundo, y convenció a sus superiores para que los acortaran.
El testimonio que les había ofrecido con su virtud fue su carta de presentación, y en junio de 1631 ofició su primera misa. En cambio, no pudo emitir la profesión solemne porque no había completado su formación. Cuando la epidemia de peste asoló la región de Toulouse, auxilió a los enfermos con ejemplar caridad. Pero su sueño eran las misiones: «Mi vida ¿para qué es sino para sacrificarla por las almas? ¿Cómo podría probar yo mi amor a Dios, si no ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida? No me sería grata la vida si no tuviere algo que perder por Jesucristo. Siento un deseo vivísimo de ir a las misiones de los iroqueses y ofrecer mi vida por la salvación de aquellos salvajes».
Ofreció a Dios su frustrado anhelo de evangelizar el Canadá francés, y se centró en la predicación en su país, como le indicaron sus superiores; llovían las bendiciones. Con cierta rudeza en su expresión verbal, y una hondura verdaderamente inspirada, puso en marcha misiones rurales y las llevó a todos los rincones. Cuando alguien cercano le acusó de predicar toscamente, el superior replicó: «Ojalá quisiera Dios que todos los misioneros predicaran con toda unción como este sacerdote. El dedo de Dios está aquí. Si yo viviera en esta región, no me perdería ni un solo sermón de este padre».
Sus palabras vibrantes, sencillas, carismáticas, penetraban en el auditorio. Quienes le escuchaban, tanto en el púlpito como en el confesionario al que dedicaba muchas horas, quedaban impregnados de su fe y caridad. «Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide con tanta gracia?», decía un penitente. Los que humanamente fueron encumbrados a la fama siendo considerados como grandes predicadores no tenían nada que hacer a su lado.
Alguien dijo del padre Regis «que no tenía más que a Dios dentro de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos». El secreto era sus intensas horas de oración (apenas dormía dos o tres horas en el suelo), su ferviente amor a la Eucaristía, que recibía a diario en una época en la que no era usual, y su tierna devoción por María. Desde que inició la vida apostólica se impuso un rígido ayuno, y no se desprendía de su cilicio. Fue agraciado con el don de milagros y el de penetración de espíritus, entre otros carismas. Muchas veces caía extático. Su corazón inflamado de amor le hacía exclamar: «¡Oh Dios mío, oh amor mío y delicias de mi corazón! ¡Es posible que yo no os pueda amar todo lo que Vos merecéis ser amado, y todo lo que yo deseo amaros!».
Las conversiones brotaban a su paso, aunque por su celo apostólico muchas veces fue maltratado física y verbalmente por gentes de mal vivir que él lograba conmover con su paciencia y dulzura. Nadie, menos aún quien tuviera un mínimo ápice de sensibilidad, podía pasar por su lado sin sentirse poderosamente llamado a vivir la santidad. Por algo había sido elegido para hacer frente a la herejía protestante, que combatió con verbo encendido, muchas veces portando en sus manos el crucifijo con el que derrocaba también las aviesas intenciones de bravucones soldados empecinados en atacar a la Iglesia.
Pasó porduras pruebas de diversa índole, algunas provenientes de ciertos superiores, y las acogió con verdadera mansedumbre. «Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo. Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor», suplicaba. Murió el 30 de diciembre de 1640. Clemente XI lo beatificó el 18 de mayo de 1716. Y Clemente XII lo canonizó el 5 de abril de 1737. Cuando el santo Cura de Ars visitó su tumba en 1804, aún consciente de sus limitaciones, tuvo la certeza de que sería sacerdote. Y a punto de morir, manifestó: «todo lo bueno que he hecho se lo debo a él».