COMENTARIO A LA LITURGIA DOMINICAL
SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS
1 de enero 2019
Ciclo C
Textos: Nm 6, 22-27; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21
Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: Hoy la Iglesia nos propone admirar a María Santísima, la Madre de ese Jesús Salvador, que en estos días de Navidad estuvo contemplando silenciosa a su Hijo en la cuna de Belén.
Síntesis del mensaje: el 1 de enero tiene varios motivos de festejo. Primero, es el comienzo del año civil. Segundo, seguimos en la octava de Navidad, día en que Jesús fue circuncidado, como todo israelita. Tercero, la jornada de oración por la paz. Y finalmente celebramos la solemnidad de Santa María Madre de Dios.
Puntos de la idea principal[1]:
En primer lugar, contemplemos a María Santísima, como Madre de Dios. Dios quiso tener una madre humana, recibir los cariños y experimentar la ternura y los besos de una madre. Y por eso, quiso escoger a esa mujer de Nazaret. Cuenta la historia que cuando murió Filipo de Macedonia (382-336 a.C.), padre de Alejandro Magno, el orador que pronunció el panegírico, al llegar el momento culminante, exclamó: “Baste decir esto para tu gloria, que tuviste por hijo a Alejandro”. Con mucha más razón podríamos decir para exaltar la dignidad de esta Madre: “Baste para tu gloria afirmar que tuviste por Hijo a Jesús”. Este honor único e inconmensurable hace de María la mujer más bendita de la humanidad y de todos los tiempos. Santo Tomás de Aquino, admirado por esta grandeza, no dudó en decir que era “quasi infinita”. Dios la vinculó a su Hijo con una maternidad toda especial. Todos los otros privilegios de María Santísima son consecuencia de esta Maternidad divina: Inmaculada, Virgen perpetua, Asunta a los cielos. Ella es el nuevo Paraíso donde habitó el nuevo Adán: Cristo Jesús. Paraíso lleno de flores por sus virtudes, y de frutos, por sus méritos. ¿Por qué Dios escogió a esta mujer y no a otras más famosas, reinas, princesas de las culturas más importantes de aquel entonces? Dios la escogió por su humildad y sencillez. Dios al humilde le bendice y le llena de bienes y de dones. María es la delicia de Jesús, a punto tal que el Hijo puede decir con sus labios humanos: esta Paraíso es mío, porque es mi Madre.
En segundo lugar, contemplemos a María Santísima, como Madre de la Iglesia. Pablo VI proclama Madre de la Iglesia a María en la clausura de la tercera etapa conciliar (21.11.1964): “…para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, NOS PROCLAMAMOS A MARÍA SANTÍSIMA, MADRE DE LA IGLESIA, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa y queremos que de ahora en adelante, sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”. María es Madre del Cristo Total, esto es, de la Cabeza y de sus miembros. Enseña san Agustín: “María es verdaderamente la Madre de sus miembros, porque colaboró con su amor a que nacieron en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella Cabeza”. La Virgen María es la Madre de todos los hombres y especialmente de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, desde que es Madre de Jesús por la Encarnación. Jesús mismo lo confirmó desde la Cruz antes de morir, dándonos a su Madre por madre nuestra en la persona de san Juan, y el discípulo la acogió como Madre; nosotros hemos de tener la misma actitud que el discípulo amado. Por eso, la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. Vamos cumpliendo así la profecía de la Virgen, que dijo: «Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones»(Lc 1,48).
Finalmente, contemplemos a María Santísima, como madre nuestra. Es propio de una madre colaborar en el orden de la vida, del alimento y de la educación. María colabora en el orden de la vida sobrenatural, porque nos ofrece a Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, principio de la vida sobrenatural. Porque nos ofrece el conocimiento y el amor de Cristo Redentor, como lo ofreció a los pastores, a los magos, en Caná, en la Cruz. Porque al ofrecernos a Cristo, nos ofrece la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. María colabora en el orden de los alimentos, porque al ofrecernos a Cristo y a la Iglesia, nos está ofreciendo el alimento de la vida sobrenatural que son los sacramentos. María colabora en el orden de la educación,porque nos enseña cómo acoger, meditar, contemplar la Palabra de Dios y guardarla en nuestro corazón, siguiendo su ejemplo. Ella lo guardaba y lo meditaba todo en su corazón (cf. Lc.2,19). Nos enseña a caminar fieles a Cristo, y a la Iglesia según nuestra vocación y misión: en la infancia, en la juventud, en la familia, en la vida sacerdotal y consagrada.
Para reflexionar:Somos hijos de María. Ella se porta como Madre con nosotros, sus hijos. Nosotros, hemos de portarnos como hijos buenos con esa madre. Tratemos de conocerla, de amarla, de imitarla, de invocarla en las necesidades espirituales y materiales. Ella, como Madre, nos pide que dejemos el pecado, que perseveremos en la gracia y que pongamos, para ello, los medios que Ella misma nos ofrece.
Ella nos pide con solicitud de Madre que recordemos, meditemos y contemplemos la vida de su Hijo con el Rosario.
Para rezar: Recemos esta conocida oración: “Acuérdate, oh Piadosísima Virgen María, que JAMÁS se ha oído decir que NINGUNO de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, oh Virgen Madre, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu Presencia Soberana; no deseches, oh Purísima y Santísima Madre de Dios mis humildes súplicas, antes bien escúchalas y atiéndelas favorablemente. Amén”.
Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, arivero@legionaries.org
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[1]Para este comentario, me inspiré en el libro del padre Alfredo Sáenz, S.I, titulado “Palabra y Vida” ciclo C,ed. Gladius, Buenos Aires, 1994.