(ZENIT – 17 junio 2019).- Mons. Fernando Chica Arellano, Observador Permanente de la Santa Sede en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), intervino este lunes, 17 de junio de 2019, en dicha institución con motivo del Día Mundial contra la desertificación y la sequía durante el II Seminario internacional sobre la sequía y la agricultura.
El discurso del representantes vaticano fue titulado: Contando los cultivos y las gotas: construyamos el futuro juntos. En él, Mons. Chica Arellano habló sobre los efectos de la sequía y señaló que «no pueden ser silenciados», ya que repercuten en palmarias crisis alimentarias y hambrunas que por desgracia producen numerosas víctimas entre las personas más vulnerables de diferentes partes del mundo.
En ese contexto, indicó que es «ineludible» emprender algunas medidas preventivas. Para combatir la sequía y la desertificación –aclaró– las herramientas de monitoreo son cada vez más indispensables junto con inversiones inteligentes con el fin de proteger a la comunidad.
En esto, «la tecnología puede jugar un papel importante», señaló. «Los oradores que me han precedido en el uso de la palabra han resaltado, con gran lucidez, cómo los satélites de observación de la Tierra pueden contribuir, desde el espacio, al monitoreo del territorio y a la prevención de desastres naturales», explicó. Del mismo modo, «el portal de libre acceso de productividad del agua (WaPOR), elaborado por la FAO, puede ayudar a predecir las olas de sequía y permitir que las poblaciones locales se preparen para enfrentar y superar las crisis».
Asimismo, el Observador de la Santa Sede en la FAO enumeró algunas buenas experiencias de seguros agrarios, «desarrollados y apoyados por los gobiernos en colaboración con iniciativas privadas, que proporcionan coberturas de sequía a los productores o permiten a los gobiernos enfrentar adecuadamente la eventualidad de hacer grandes desembolsos para auxiliar a las personas que sufren sequías extremas», indicó.
RD
A continuación, ofrecemos el discurso completo de Mons. Fernando Chica Arellano en la FAO:
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Discurso de Mons. Fernando Chica Arellano
Señor Director General de la FAO,
Excelencias,
Señoras y señores,
Queridos amigos:
La sequía tiene importantes consecuencias para el desarrollo agrícola y la productividad. Representa una grave amenaza para la seguridad alimentaria, convirtiéndose así en una causa de migración y éxodo humano a nivel mundial. Esto se debe a que la sequía tiene efectos nocivos tanto en las personas, que ven reducida su ración diaria de agua potable y alimentos, como en el ganado, los cultivos, el costo de los alimentos y el aumento del hambre y la malnutrición, que se están extendiendo significativamente debido al agotamiento de las reservas de alimentos. Los efectos de la sequía, por lo tanto, no pueden ser silenciados, ya que repercuten en palmarias crisis alimentarias y hambrunas que por desgracia producen numerosas víctimas entre las personas más vulnerables de diferentes partes del mundo. Esto no es de ahora. Lamentablemente es un lacerante fenómeno que perdura desde hace demasiado tiempo.
En el origen de esta tragedia está la cuestión del agua que, como subrayó hace pocos meses el Papa Francisco, «es un bien imprescindible para el equilibrio de los ecosistemas y la supervivencia humana, y es necesario gestionarla y cuidarla para que no se contamine ni se pierda» (Mensaje del Santo Padre Francisco con motivo del Día Mundial del Agua 2019. 22 de marzo de 2019). Gestión y conservación: dos verbos particularmente importantes en el campo de la agricultura, donde la escasez de este recurso fundamental está teniendo desde hace tiempo consecuencias devastadoras (cf. Laudato si’ n. 28), además de un alarmante deterioro de su calidad, como fue denunciado por el Santo Padre en su encíclica Laudato si’ (cf. n. 30).
Estas consideraciones ciertamente no son novedosas, como tampoco es nuevo el sufrimiento que la falta de agua y su deficiente y desigual distribución está acarreando a numerosas personas, que no ocupan las portadas de los grandes medios de comunicación, pero que ven truncada su vida presente y futura como fruto de una indiferencia e insensibilidad que parece acentuarse cada día en mayor grado. Por eso, deseo agradecerles la organización de este evento, que viene a fijar la atención en temas de gran relevancia, sacando del olvido situaciones dramáticas y que exigen una urgente y sensata solución.
Para ello, en primer lugar, es ineludible emprender medidas preventivas. En efecto, para combatir la sequía y la desertificación, las herramientas de monitoreo son cada vez más indispensables junto con inversiones inteligentes con el fin de proteger a la comunidad. En esto, la tecnología puede jugar un papel importante. Los oradores que me han precedido en el uso de la palabra han resaltado, con gran lucidez, cómo los satélites de observación de la Tierra pueden contribuir, desde el espacio, al monitoreo del territorio y a la prevención de desastres naturales. Del mismo modo, el portal de libre acceso de productividad del agua (WaPOR), elaborado por la FAO, puede ayudar a predecir las olas de sequía y permitir que las poblaciones locales se preparen para enfrentar y superar las crisis.
Estos son dos ejemplos que muestran cómo las innovaciones tecnológicas pueden cooperar benéficamente al progreso de la humanidad y a la protección de nuestra casa común, tal y como Su Santidad el Papa auspició el año pasado (cf. Mensaje del Santo Padre Francisco al Presidente Ejecutivo del Foro Económico Mundial. Davos-Klosters (Suiza), 23-26 de enero de 2018). Es necesario, por consiguiente, que las tecnologías se pongan realmente al servicio de las necesidades primarias del hombre, como la salvaguarda del bien fundamental del agua y la lucha contra la sequía y la desertificación, para tutelar la dignidad humana, garantizar todas las condiciones básicas necesarias y aumentar, a través de estas tecnologías, el patrimonio común de la humanidad (cf. Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 179).
Junto con las medidas preventivas, conviene citar que hay también buenas experiencias de seguros agrarios, desarrollados y apoyados por los gobiernos en colaboración con iniciativas privadas, que proporcionan coberturas de sequía a los productores o permiten a los gobiernos enfrentar adecuadamente la eventualidad de hacer grandes desembolsos para auxiliar a las personas que sufren sequías extremas.
Hay otro factor que influye mucho tanto en la feracidad de los cultivos como en la capacidad de las personas y los países para reaccionar ante cambios profundos. Me refiero al fomento de la resiliencia. Me gustaría centrarme en este concepto, teniendo en cuenta un doble campo de aplicación: los cultivos y las personas.
En el primer caso, quisiera insistir en la creación de una agricultura resiliente, que es capaz de hacer frente al cambio climático y a la escasez de agua. En este sentido, es importante seguir dedicando recursos financieros para descubrir e implantar prácticas y técnicas dirigidas a una gestión más eficiente del agua y del suelo, con medidas que promuevan sistemas de riego planificados que no desperdicien este bien fundamental, así como infraestructuras e instalaciones que protejan los cultivos de fenómenos atmosféricos tan dañinos como las heladas y el granizo. Sin embargo, estas iniciativas no pueden ni deben en modo alguno convertir la agricultura resiliente en una estrategia para facilitar el reemplazo de cultivos y variedades locales con otras creadas en laboratorio y que terminen lesionando la biodiversidad. Así lo recordó el Santo Padre el pasado 22 de mayo: «Cada criatura tiene una función, ninguna es superflua. Todo el universo es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios» (Tweet publicado en su cuenta oficial de Twitter con motivo del Día Internacional de la Diversidad Biológica).
Por otro lado, con el concepto de resiliencia humana, aludo a la capacidad de las poblaciones para no sucumbir ante los espinosos desafíos de nuestro tiempo y encontrar soluciones que limiten y mitiguen los efectos perturbadores del cambio climático. Se trata de devolver la esperanza a la familia humana y al planeta en el que vivimos. Esta lógica se fortalece desarrollando, por una parte, la apertura al otro y, por otra, la cooperación internacional.
En efecto, frente a las dificultades de un pueblo, causadas por el cambio climático, la sequía o la desertificación, la resiliencia lleva al «soportarse mutuamente», que consiste en «dar y recibir apoyo» (cf. Efesios 4, 2). De hecho, la sequía requiere acciones solidarias entre los miembros de la familia humana porque, como escribió el Papa Francisco en la encíclica Laudato si’, «podemos considerar la desertificación del suelo casi como una enfermedad física» (n. 89), que afecta a cada uno en particular y por ello requiere la ayuda y el consuelo de los demás. Como sucede cuando una persona se enferma, el espíritu resiliente gime, pero también aguarda, se prepara, acepta la dificultad y la enfrenta, sabiendo que no está solo. Todo esto nos está indicando que, por nuestra parte, ante las dificultades, existe el deber de cum patire, es decir, de estar cerca de aquellos que sufren. Pero no es suficiente. Es importante también poner en práctica intervenciones concretas, no solo de naturaleza extraordinaria o de emergencia, sino también capaces de ir «más allá de lo inmediato» (Laudato si’, n. 36). Intervenciones y medidas que busquen las causas que originan el problema y planifiquen soluciones sostenibles mediante un enfoque integral e intersectorial, que logre la gestión eficaz de los recursos de los suelos y las aguas.
Que la celebración de este Día Mundial de la lucha contra la desertificación y la sequía pueda contribuir a suscitar nuevos compromisos que, venciendo retóricas manidas, den lugar a medidas sabias, concretas, sistemáticas y eficaces que logren finalmente materializar por doquier el antiguo sueño del profeta que vislumbraba la transformación del desierto en un vergel, del páramo en un manantial de agua y del erial en caudalosos arroyos (cf. Isaías 35,1-10).
Muchas gracias.