Eclesiastés (Cohélet) 1,2; 2, 21-23: “¿Qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos?”
Salmo 89: “Señor, ten compasión de nosotros”
Colosenses 3, 1-5. 9-11: “Busquen los bienes del cielo, donde está Cristo”
San Lucas 12, 13-21: “¿Para quién serán tus bienes?”
El manantial, que durante mucho tiempo había dado vida y frescura a las comunidades, de repente tuvo dueño que afirmaba que desde siempre había sido suyo. Cerró los cauces, encanaló el agua, la dirigió a sus potreros y se dispuso a transformar aquellos campos en tierras fértiles y a aumentar la producción. Mientras, muchas familias quedaron sin agua. Se dieron los reclamos de quienes siempre habían considerado suyo aquel manantial. La justicia y los derechos, según las autoridades, no siempre tienen en cuenta las necesidades de todos. Y concedieron el torrente a aquel “dueño”. Todo le iba saliendo a pedir de boca, los nuevos canales y riegos daban vida sorprendente a sus terrenos. Pero la naturaleza reclama. Llegaron las torrenciales lluvias, devolvieron su cauce a la corriente, destruyeron todo sembradío y lo dejaron inútil. “Ahora sí, dijeron los vecinos, ni para Dios ni para el diablo. Nosotros no pudimos sembrar por falta de agua y él acabó destruido por la misma agua que con tanta ambición exigió”.
Frente al pesimismo que ofrece el libro del Cohélet en cuanto a las riquezas y el sentido de la vida, asegurándonos que todo es vanidad, aparece el optimismo y seguridad que expresa el hombre rico de la parábola diciéndole a su corazón que la vida le sonríe porque están llenos sus graneros. ¿Expresiones de otro tiempo y de otras culturas? Baste contemplar lo afanados que andamos tras los bienes materiales y las luchas atroces y violentas no sólo de los cárteles sino de toda persona en su búsqueda ansiosa de seguridad y de poder. Quizás sea uno de los rasgos más llamativos de Jesús, en su predicación, la lucidez con que desenmascara el poder alienante y deshumanizador que puede encerrar la riqueza. El riesgo de quien vive disfrutando de sus bienes, es olvidar su condición de hijo de un Dios Padre y de hermano de todas las personas. El dinero puede dar poder, fama, prestigio, seguridad y bienestar; pero, en la medida en que esclaviza a la persona, la cierra a Dios Padre, le hace olvidar su condición de hombre y hermano, y la lleva a romper su solidaridad con los otros. Dios no puede reinar en la vida de un hombre dominado por el dinero.
Fuertes reclamos ha lanzado el Papa Francisco no sólo a la sociedad sino a la Iglesia misma para que no nos esclavicemos ni nos prostremos ante el ídolo de la riqueza. “Hemos creado nuevos ídolos. La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero y la dictadura de la economía, que no tiene rostro y carece de una verdadera meta humana”, señaló ante los líderes financieros. El dinero tiene que servir, no gobernar. La crisis económica ha creado temor y desesperación, disminuyó el goce de la vida e incrementó la violencia y la pobreza. Mientras más personas tienen problemas para subsistir y lo hacen en condiciones indignas, se ha establecido una nueva, invisible y, en ocasiones, virtual tiranía, una que unilateral e irremediablemente impone sus propias leyes y en muchos casos, el valor de las personas es juzgado por su capacidad de consumo. De un modo gráfico nos hacía pensar en lo grave de la situación cuando afirmaba que cuando hay crisis financiara se despierta la alarma y los gobiernos se aprestan a rescatar las instituciones económicas, pero cuando a diario miles de personas fallecen de hambre y viven en la miseria, podemos dormir tranquilos, con la conciencia “adormilada”.
Las graves palabras de Jesús siguen resonando hoy más que nunca: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”. Y es que en todo el Evangelio de Lucas el tema de las riquezas acumuladas, injustas, quema porque siempre aparece en contraposición al Reino, como una verdadera idolatría. En su visita a una favela de Río de Janeiro, el Papa insistía en que la riqueza no está en las cosas sino en el corazón y resaltaba la necesidad de un trabajo serio en búsqueda de la verdadera justicia: “Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad está haciendo para integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún esfuerzo de “pacificación” será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde algo que es esencial para ella. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza”.
Jesús no invita al conformismo. Lo primero es la justicia, querida por Dios, predicada por Jesús: que todos tengan pan, educación, techo… fruto de la comunión, de la solidaridad. Pero puede ocurrir que cuando tengamos lo justo, lo que nos corresponde como hijos y hermanos, ambicionemos más. Esta codicia nunca nos permitirá ya descansar. Es muy difícil ya decirse a uno mismo: “Hombre, tienes muchas cosas guardadas para muchos años, descansa, come, bebe, pásala bien…”. Normalmente, no hay quien pare ya el dinamismo de la codicia. Hay que estar alerta. ¿Hasta dónde llegar en la acumulación de bienes? Enriquecerse en Dios es vivir como Jesús: vivir confiados en las manos del Padre, buscar el Reino como lo principal, lo demás vendrá por añadidura… enriquecerse en Dios es amasar una única fortuna: la del amor, la de las buenas obras con los más pequeños y desfavorecidos. ¿Cuál es mi actitud frente al dinero? ¿Soy esclavo de las riquezas y de las posesiones? ¿Qué podemos hacer para transformar las estructuras injustas?
Padre bueno, concédenos un corazón sencillo. Líbranos de toda codicia y danos la libertad y generosidad que nos ha mostrado tu Hijo Jesús. Amén.