Jeremías 38, 4-6. 8-10: “Tomaron a Jeremías y lo echaron en un pozo”
Salmo 39: “Señor, date prisa en ayudarme”
Hebreos 12, 1-4: “Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante”
San Lucas 12, 49-53: “He venido a traer fuego”
Se retiraron los bomberos, poco a poco los curiosos también se fueron alejando. El incendio estaba completamente controlado. Paredes dañadas, techos caídos, mercancías y telas destruidas; no parecía mucho daño dadas las proporciones y el entorno donde se había suscitado. De pronto, en la oscuridad, en el silencio de la noche, en lo desconocido y en la confianza de los vecinos, surgió nuevamente la llama, ahora con fuerza descomunal. Tarde fue el grito de “¡Fuego!”, ya las llamas todo lo habían invadido, todo lo habían incendiado y vanos fueron los esfuerzos de los bomberos que tuvieron que regresar. Todo lo consumió el fuego. El fuego, una vez que prende, todo lo quema, todo lo abrasa, todo lo invade. ¿Si fuera así nuestro amor como un fuego? ¡Así es el fuego de Jesús!
Quiero imaginarme al profeta Jeremías en medio de su pueblo. Vive en una época en que los reyes y los generales de Israel se alían y confabulan con los pueblos vecinos, y los “profetas, sacerdotes y líderes” dicen al pueblo sólo palabras agradables a sus oídos. Sin embargo, las guerras, el hambre y la corrupción desalientan al pueblo y quebrantan su esperanza. ¿Quién hablará en nombre del Señor? Aparece entonces la figura incómoda de Jeremías que es enviado para “arrancar y destruir, para edificar y plantar”. Y su mensaje y su vida se convierten en un reclamo para el pueblo, sobre todo para los líderes que viven en la injusticia. El profeta proclama con audacia el mensaje que Dios ha puesto en sus labios. Son palabras que maldicen, que hieren. Palabras que anuncian la verdad, palabras que no suenan bien a los oídos del pueblo, palabras que exigen fidelidad heroica a Dios, palabras que no admiten arreglos ni componendas. Por eso le atacan con audacia y con rabia, le acosan sin piedad, le acorralan como jauría de perros hambrientos. Le calumnian, mienten sin pudor. Intentan ahogar su voz, taparle la boca, reducirlo violentamente al silencio. Y casi llegan a conseguirlo. Así lo encontramos en la primera lectura en medio de peligros, hundido en el fango, pero fiel al Señor y a su misión. La palabra de fuego que ha anidado en su corazón no le permite quedarse en paz e indiferencia.
Es la misión y es la vida del profeta. El profeta está pagando el precio de su audacia, de su atrevimiento para decir la verdad de Dios sin paliativos ni tapujos. No importa la persecución, no importa el no caer bien, el desprecio o la sonrisa burlona. No importa el juicio desfavorable, el ser llamado con los peores apelativos del momento. El verdadero profeta es fiel hasta los peores extremos, hasta la renuncia más dura. Igual hoy, el verdadero discípulo de Jesús, será ante todo seguidor de la verdad y de la justicia, no buscará acomodarse a las ambigüedades que el mundo le propone. Bastantes críticas y objeciones encuentra quien quiere seguir rectamente a Jesús, es más fácil acomodarse a las doctrinas e ideologías de moda. Pero ahí está el ejemplo de Jeremías y el ejemplo del mismo Jesús: ser fiel a pesar de las oposiciones. Hay que afrontar con gallardía el momento difícil que atravesamos, hay que defender la verdad, la sana doctrina. Cueste lo que cueste, digan lo que digan, duela a quien duela. Porque el fuego de la Palabra anida en el corazón del seguidor fiel; porque no proclama su verdad, sino la verdad de Dios, porque no busca acomodos sino se siente impulsado y seducido por el fuego de la Palabra. No la puede contener en su interior y tiene que expresarla y transmitirla con viveza y dinamismo.
Quizás a algunos les parezcan atrevidas y fuertes las palabras de Jesús que nos dice que ha venido a traer fuego a la tierra y que quiere que ya esté ardiendo. Pero el amor no puede tener medianías o dejar de ser amor; el amor no es indiferencia o se convierte en egoísmo; el amor no es apatía o pierde su sentido. El amor lleva a las más locas aventuras y a las más descomunales tareas. Y si Jesús es amor, no puede quedarse en el silencio, lanza su grito, su Buena Nueva, su Evangelio lleno de amor y quiere que resuene por todas las partes del mundo. Sí, sus palabras son brasas incandescentes, fuego que devora y purifica, que enardece y enciende a los hombres que lo escuchan sin prejuicios, que ilumina las más oscuras sombras y calienta los rincones más fríos del alma humana. El Evangelio es, sin duda, una doctrina revolucionaria, la enseñanza más atrevida y audaz que jamás se haya predicado. La palabra de Cristo es la fuerza que puede transformar más hondamente al hombre, la energía más poderosa para hacer del mundo algo distinto y formidable.
A veces los cristianos damos la impresión de ser como esas frutas que han crecido y han madurado a fuerza de procedimientos artificiales: aparecen como muy apetitosas a la vista, pero no tienen ningún sabor. Así los cristianos, aparecemos bautizados, confirmados e inscritos en nuestra iglesia, pero no tenemos el sabor y el espíritu de Jesús. Hemos hecho del evangelio, una doctrina acomodada a nuestros caprichos, un traje a la medida para seguir viviendo en medio de incoherencias. En este sentido Jesús es muy claro. Él se entrega a plenitud, no obstante la oposición y las dificultades que el predicar el Reino le provocan. El mensaje de Jesús no es ambiguo. Es muy claro. No se trata de cualquier mensaje, de cualquier propuesta, sino de la presencia misma del Reino de Dios en sus palabras y sus gestos, en sus milagros y sus actuaciones. No cabe oír esa Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida. Por eso nos van a afectar a todos profundamente, más allá incluso de los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo.
Querámoslo o no, el Reino de Dios no viene sin oposición. Si fuera sólo para el otro mundo, si fuera sólo cuestión de ideas o sentimientos, si fuera sólo algo personal y privado, quizás. Pero el Reino de Dios tiene que ver con esta sociedad, con sus estructuras de opresión e injusticia, con la riqueza y la pobreza, con la vida y la muerte. Por eso, anunciarlo y construirlo provoca conflicto y división. Unos a favor y otros en contra. Quien toma en serio el Reino de Dios ciertamente sentirá que es como un fuego que debe quemar todo lo sucio y podrido, que debe iluminar nuestras oscuridades, que debe inflamar aun los corazones más duros. Pero esto está muy lejos de esas “guerras santas” donde se utiliza la religión para los propios intereses.
Las preguntas de este día serían: ¿Cómo remueve mi interior el mensaje de Jesús? ¿Me deja indiferente o lo he tomado a la ligera?¿Qué diría Jesús de nuestra forma de vivir su Evangelio en el mundo actual?
Padre Bueno, enciende nuestro corazón con el fuego de tu amor, para que amándote en todo y sobre todo, llevemos tu Evangelio a todos los lugares, a todas las personas, a todos los rincones. Amén.