(ZENIT – 30 sept. 2019).- El Papa Francisco ha recordado que el mensaje de Dios es el de la “cultura de la esperanza”, representada en nuestra sociedad por “viejos y jóvenes”, que constituyen la certeza de la supervivencia de «un país, de una patria y de la Iglesia”.
Hoy, 30 de septiembre de 2019, en la homilía de la Misa en la Casa Santa Marta, se leyó el octavo capítulo del libro del Profeta Zacarías, a partir del cual el Santo Padre subrayó que el amor de Dios por su pueblo es grande, es como un fuego que nos hace más humanos, indica Vatican News.
Ancianos y niños
Con respecto a la primera lectura, Francisco expuso que en ella existen claros «signos de la presencia del Señor» con su pueblo, una «presencia que nos hace más humanos» y «maduros».
Y estos signos proceden de la abundancia de la vida, de los niños y ancianos de nuestra sociedad: “El signo de la vida, el signo del respeto por la vida, del amor por la vida, el signo de hacer crecer la vida… es el signo de la presencia de Dios en nuestras comunidades y también el signo de la presencia de Dios que hace madurar a un pueblo cuando hay ancianos”.
Y reiteró que la señal de la presencia de Dios se encuentra “cuando un pueblo se preocupa por los ancianos y los niños, los tiene como su tesoro” (…), “es la promesa de un futuro”.
Cultura del descarte, una ruina
Remitiendo a la profecía de Joel, que dice “sus ancianos tendrán sueños, sus jóvenes tendrán visiones”, y en la que se habla del intercambio recíproco entre las dos generaciones, el Pontífice reseñó que, contrariamente, en nuestra realidad predomina la cultura del descarte.
De acuerdo a la misma fuente, la citada cultura del descarte es definida por el Obispo de Roma como una “ruina”, que nos lleva a “devolver al remitente” a los niños o a llevar a los ancianos a las residencias porque “no producen”, “porque impiden una vida normal”.
Los ancianos, raíces para crecer
Y, para que se comprenda mejor lo que significa descuidar a los ancianos y a los niños, el Papa contó una historia de su abuela. En ella, el padre de una familia decidió mandar al abuelo a comer solo en la cocina porque, por su avanzada edad, dejaba caer la sopa y se ensuciaba. Un día, el hombre se encontró a su hijo construyendo una mesa de madera porque pensaba que tarde o temprano tendría el mismo destino que su abuelo.
Así, para Francisco, si se desatiende a los niños y a los ancianos, surgen los efectos negativos de las sociedades modernas: “Cuando un país envejece y no hay niños, no se ven cochecitos de niños en las calles, no se ven a las mujeres embarazadas: ‘Un niño, mejor no…’. Cuando se lee que en ese país hay más pensionistas que trabajadores. ¡Es trágico! Y cuántos países hoy en día están empezando a vivir este invierno demográfico. Y cuando se descuidan a los viejos se pierde – digámoslo sin vergüenza – la tradición, la tradición que no es un museo de cosas viejas, es la garantía del futuro, es el jugo de las raíces que hace crecer el árbol y da flores y frutos. Es una sociedad estéril para ambas partes y por eso termina mal”.
Y agregó que, aunque «la juventud se puede comprar», a través del de maquillaje, la cirugía plástica y los liftings, todo ello termina siempre en lo «ridículo».
“Esta es mi victoria”
Finalmente, recordó cómo en sus múltiples viajes por el mundo los padres levantan a sus hijos para que los bendiga, para mostrar sus propias “joyas”.
En concreto, se refirió a la anciana con la que se cruzó en Iasi, Rumanía, que llevaba a su nieto en brazos y se lo enseñaba como diciendo «Ésta es mi victoria, este es mi triunfo».
Dicha imagen de la abuela con su nieto, “nos dice más que esta predicación. Por lo tanto, el amor de Dios es siempre sembrar amor y hacer crecer al pueblo. No a la cultura del descarte. Me dan ganas de decir, disculpen, a ustedes, los párrocos, cuando por la noche hacen su examen de conciencia, pregúntense lo siguiente: ¿Cómo me he comportado hoy con los niños y los ancianos? Nos ayudará”, concluyó.