«Fundador de los pasionistas. El más grande místico italiano del siglo XVIII. Consagró su vida a promover la memoria de la Pasión de Cristo; lo prometió a la Virgen Salus Populi Romani en la basílica romana de Santa María la Mayor»
Paolo Francesco Danei Massari nació en Ovada, Italia, el 3 de enero de 1694. Era hijo de un comerciante. De dieciséis hermanos nacidos en la familia, solo sobrevivieron seis. Las penurias económicas marcaron su infancia. Viéndose obligado a trabajar y cambiar con frecuencia de domicilio, apenas pudo estudiar. Pero sus padres compensaron esta dificultad legándole un patrimonio inigualable para conocer y experimentar la verdadera sabiduría que procede de Dios. Luchino, su padre, le leía vidas de santos y le marcaba la senda que le convenía seguir, manteniéndole al abrigo de malas compañías. Su madre, Anna María, suscitó en él un amor inmenso por el Crucificado, enseñándole a acudir a Él ante cualquier contrariedad de la vida, que ya en su infancia determinó entregarle.
En un sermón se produjo lo que denominó su «conversión». Fue en 1713. Después de escuchar el pasaje evangélico: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,5), «sintió un impulso irresistible de darse a una vida santa y perfecta», hizo confesión general, y tomó la vía penitencial alentado por la oración y lectura de las biografías de los santos que conocía. Junto a jóvenes afines, promovió una asociación de asistencia al prójimo; su palabra y ejemplo propició la consagración religiosa de algunos. Quiso ser mártir de la fe, y durante un año luchó en la cruzada contra los turcos impulsada por Clemente XI. Viendo que no era su camino, regresó junto a sus padres y llevó vida de intensa oración y penitencia. En ese periodo se le presentó un futuro halagüeño a nivel empresarial y personal, con un ventajoso matrimonio, aunque nada de ello logró seducirle.
En 1720, en sueños, vio el hábito distintivo de la Orden que debía fundar, y a renglón seguido María le confirmaba que ésta debería tener como carisma el amor a la Pasión. De ahí brotó su hondo sentimiento: «Ser y hacer memoria del Crucificado y de los crucificados». Con permiso del obispo de Alejandría, que le impuso el hábito, se recluyó en un inhóspito y húmedo trastero de la sacristía de la iglesia de San Carlos, de Castellazzo. Ayunando, sin apenas descanso, compuso las reglas e inició la redacción de un «Diario espiritual» que tuvo que escribir por obediencia. Este era su afán: «No deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno; solo deseo estar crucificado con Jesús».
Viviendo en soledad, emprendió su acción apostólica en zonas circundantes. Los destinatarios eran los niños a los que catequizaba. Difundió las Misiones Populares en el entorno con grandes frutos. Entre las primeras vocaciones hubo abandonos de los que pensaron que no podrían sobrellevar el rigor de la regla. Pero él siguió predicando, crucifijo en mano, con los brazos extendidos. Colocaba al lado una cruz de grandes proporciones y se dirigía al Crucificado. En su táctica apostólica, ensamblada con la fe, no había lugar para falsos pudores humanos. Cuando observaba que los corazones no se encendían ante el relato de los sufrimientos del Redentor, él mismo se infligía azotes ante el auditorio. A veces, aparecía con una corona de espinas en la cabeza. Había escrito: «el camino más corto para llegar a la santidad es el perderse enteramente en el abismo del sufrimiento del Salvador». Todo lo que tenía de inflexible a la hora de invitar a los pecadores a la conversión radical, se trocaba en comprensión y paciencia cuando los recibía en confesión; los animaba y confortaba haciéndoles ver la viabilidad de la perfección. Era claro en sus apreciaciones: «Si queréis, llevad un collar de perlas cuando salgáis, pero recordad que Jesús ha llevado una cuerda y una cadena al cuello».
En 1721 llegó a Roma soñando en la aprobación pontificia de la regla, pero fue tratado despóticamente por la guardia. Luego, ante la Virgen Salus Populi Romani, en la basílica de Santa María la Mayor, prometió «dedicarse a promover en los fieles la devoción a la Pasión de Cristo y empeñarse en reunir compañeros para hacer esto mismo». Su hermano carnal, Juan Bautista, se unió a él en Castellazzo; le acompañó en las misiones y fue su confesor hasta su muerte. En una ocasión hubo entre ellos un malentendido, y el santo le retiró la palabra. Tres días más tarde se postró de rodillas ante él y le pidió perdón. Después de intentos infructuosos para fundar, ambos se trasladaron a Roma; trabajaron en el hospital de San Gallicano. Fueron ordenados sacerdotes en 1727 por Benedicto XIII, quien les autorizó a fundar. Se instalaron en Monte Argentario y allí florecieron las vocaciones dando lugar al primer convento que se abrió en 1737.
Suavizada la regla por una comisión cardenalicia, Benedicto XIV la reconoció en 1741. En su carisma se hallaba la predilección por los pobres, aunque la idea rectora era infundir en todos el amor a Cristo crucificado ya que con él quedaría erradicada toda injusticia promovida por el pecado. «Cuando cometáis una falta, humillaos delante de Dios con profundo arrepentimiento, y luego, con un acto de gran confianza lanzad vuestra culpa al océano de su inmensa bondad». «Los sufrimientos de Jesús deben ser las joyas de nuestro corazón». «Cuando estéis angustiados por temores y dudas, decid a Jesús crucificado: ¡Oh, Jesús, amor de mi corazón, yo creo en ti, espero en ti, te amo sólo a ti!». Como no podía ser menos en alguien que amaba al Crucificado, tenía gran devoción por María que transmitió: «Rogad a María que bañe vuestro corazón con sus lágrimas dolorosas, con el fin de que tengáis un continuo recuerdo de la Pasión de Jesús y de sus penas maternales».
En 1771 fundó las Hermanas Pasionistas. En 1772 vio que se acercaba su muerte, solicitó la bendición del papa y éste le dijo que la Iglesia lo necesitaba. Tres años más tarde, el 18 de octubre de 1775, se apagó su vida. Dejaba atrás más de una decena de casas abiertas, dos centenares de misiones, 80 ejercicios espirituales e incontables conversiones. Había recibido el don de profecía y de milagros. Pío IX lo beatificó el 1 de mayo de 1853, y lo canonizó el 29 de junio de 1867.