II Macabeos 7, 1-2, 9-14: “El Rey del universo nos resucitará para un vida eterna”.
Salmo 16: “Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro”.
II Tesalonicenses 2, 16-3,5: “Que el Señor disponga los corazones de ustedes para toda clase de obras buenas y buenas palabras”.
San Lucas, 20, 27-38: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”.
El pensamiento de los Saduceos, manifestado en pocas palabras por San Lucas, está más cercano a nuestros ambientes de lo que nosotros mismos pensamos. Según nos cuentan, los Saduceos pertenecían a una secta judía con una especial caracterización política, extremadamente conservadora pero muy oportunista, seguida sobre todo por las familias ricas y los sacerdotes de alto rango. Aceptaban solamente la ley de Moisés pero parecían negar las consecuencias que traía para su vida. En cuanto a la legislación penal eran muy severos pero pasaban por alto las normas de pureza que tanta importancia tenían para los fariseos. Se unían gustosos al ambiente helenista por acomodarse mejor a sus planes políticos. Negaban la resurrección y toda forma de supervivencia personal y afirmaban que cada quien podía elegir el bien o el mal a voluntad, sin importar casi para nada la presencia de Dios. Cada uno se forja su propio destino. Así: vivir plenamente el tiempo actual sin importar moralismos; disfrutar la vida sin importar la eternidad y acomodarse políticamente al viento que es favorable, parecen ser sus consignas. ¿De aquel tiempo? ¿No vemos el retrato de nuestro tiempo en los modernos saduceos? ¿No importa más la riqueza y el placer que todos los principios y valores? ¿No es cierto que se venden los principios con tal de alcanzar poder y prestigio?
La pregunta de los Saduceos está llena de ironía y de burla, pero Jesús no pretende caer en discusiones inútiles, sino ir mucho más allá de lo que la trampa pretende. No habla Jesús de cómo será la vida eterna ni pretende describir cómo será la vida del más allá. A Jesús le interesa mucho más hablar de la vida plena y manifestar el verdadero rostro de Dios, que es Dios de vida. En estos tiempos de profunda crisis religiosa y de graves problemas existenciales, no basta creer en cualquier imagen de Dios; necesitamos descubrir cuál es el verdadero. No basta afirmar que creemos en un Dios y quedarnos con ideas lejanas e inoperantes. Es decisivo saber que Dios se encarna y se revela en Jesús. Sus palabras y sus hechos nos manifiestan un Dios comprometido con la vida y no a un dios elaborado desde nuestros miedos, ambiciones y fantasmas. Dios no es alguien extraño y lejano que desde las alturas controla el mundo y presiona sobre nuestras pobres personas. Dios es el amigo cercano que se ha hecho parte de la historia humana hasta convertirse en el familiar “Dios de Abraham, Dios de Isaac y de Jacob” y que podríamos añadir los nombres de nuestras familias para sentirlo más nuestro y más encarnado. Es el Amigo que desde dentro comparte nuestra existencia y se convierte en la luz que nos alumbra y en la fuerza que nos sostiene para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
Es cierto que los mexicanos acostumbramos a reírnos de todo e incluso de la muerte, pero también es cierto que cada vez que nos topamos con ella, sea por haber perdido a un ser querido o por estar en peligro inminente, nos cimbramos y quedamos en suspenso ante este misterio. Cuando Jesús nos habla de eternidad y de un Dios de vida, no pretende imponer una religión que nos ate y atemorice. Lo que más le interesa a Jesús es hacernos experimentar a este Dios vivo que nos invita a participar en su acción creadora y dinamizadora, que nos lleve a forjar un mundo más humano y más amable. Lo que Jesús busca es una vida más digna, sana y dichosa para todos, empezando por los últimos. La Buena Nueva que nos revela Jesucristo es Dios que se da a Sí mismo como Amor, como vida y salud. Y quienes nos experimentamos amados por Dios no podemos temer a la muerte y siempre deberemos cuidar, defender y preservar la vida en plenitud. Los creyentes tenemos que recordar, y en estos momentos más que nunca, que la resurrección es mucho más que cultivar un optimismo barato en la esperanza de un final feliz. No tenemos derecho a adormecernos y a alentar el conformismo con un final fantasioso de la resurrección que vendría a resolver todos los problemas pero ¡en el más allá! El Dios cristiano no es un Dios de muertos sino de vivos.
La resurrección no es un refugio en el más allá que nos excusa del compromiso de trabajar con entusiasmo y esperanza en este mundo nuestro. Cuando nos preguntamos qué hay más allá de la muerte, estamos respondiendo al problema fundamental de la existencia. De acuerdo a lo que nosotros creamos, haremos nuestra vida. La respuesta de Jesús no pretende saciar nuestra curiosidad del más allá, sino va más a fondo: la resurrección no es una mera continuidad de esta vida, sino la plenitud de una vida transfigurada y vivida plenamente como hijos de Dios, no para olvidarnos de esta vida, “porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”. Lejos de proponer una actitud conformista frente a la dura realidad que vivimos, propone una nueva actitud creadora y generadora de vida porque para Jesús no tiene sentido una religión de muertos, sino que el Dios de la vida se hace presente y muy vivo en cada momento del caminar del creyente. La resurrección se hace presente donde se lucha y hasta se muere por defender la vida en cualquiera de sus más débiles manifestaciones. Precisamente cuando está más indefensa más requiere de la protección y el cuidado de todos nosotros. Precisamente porque creemos en la sacralidad de la vida, entregaremos todas nuestras fuerzas para protegerla, cuidarla y fomentarla. Sólo así seremos hijos del Dios de la Vida.
Padre misericordioso, ayúdanos a dar sentido a nuestras preocupaciones, a llenarlas de esperanza y a ponernos en tus manos paternales, a fin de que podamos entregarnos con mayor libertad a construir tu Reino de Vida. Amén.