(ZENIT – 22 nov. 2019).- La postulante javeriana Benedetta Donoran ha narrado ante el Papa como «recibió la gracia de la conversión de corazón», en el encuentro del Santo Padre con la pequeña comunidad de religiosos y religiosas del país, celebrado el viernes, 22 de noviembre, tercer día del Papa en Tailandia.
A las 10 horas en Tailandia (4 horas en Roma), alrededor de 1.000 sacerdotes, consagrados, seminaristas y catequistas han asistido a la parroquia de san Pedro, frente al santuario del Beato Nicolas Bunkerd Kitbamrung, en Tha Kham, para escuchar al Papa Francisco.
Benedetta Jongrak Donoran (Tee), tailandesa de 44 años, de familia tradicional budista, ha contado al Papa y a todos los presentes que se bautizó en 2012 y ahora es postulante en la Congregación de las Misioneras de María o las Javerianas.
La joven tailandesa conoció a las hermanas Hijas de la Caridad a los 15 años, en el colegio de la Inmaculada Concepción de María. Al ir a una Misa a la que fue invitadas por las hermanas, quedó sorprendidamente cautivada por la belleza de la Virgen y le impresionó la imagen del crucificado. «Me asustó», ha descrito.
«Cuando tenía 33 años decidí proseguir mi ideal, que era el dedicarme a trabajar por el bien de la sociedad como una maestra voluntaria trabajando en pequeños pueblos», ha narrado. Al cabo de un año pidió el bautizo, que le fue negado.
«Seguí estudiando catecismo un año más. Solo entonces, de rodillas, pedí a Dios que tuviera misericordia de mí. Recibí la gracia de la conversión de corazón», ha relatado lo joven Tee. «Gracias al Bautismo morí a mí misma y renací de nuevo en nuestro Señor Jesucristo. Me dejé vencer por el amor de Dios y por su paciencia que esperaban a que su hija retornara a Él».
Sigue el testimonio completo de Benedetta:
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Testimonio de Benedetta, postulante javeriana tailandesa
Todos los miembros de mi familia son budistas y practican las enseñanzas de Buda, como las practicaba yo cuando era joven. El hacer el bien es lo que nos hace libres y lo que nos conduce al cielo. Aquellos que hacen el bien recibirán una recompensa. ¿Por qué tiene Jesús que sufrir las consecuencias de nuestros pecados?
Cuando era niña tuve la oportunidad de ir al colegio de mi pueblo, de la Inmaculada Concepción de María. Entonces tenía 15 años. Las hermanas Hijas de la Caridad nos invitaron a las niñas a ir a la misa del domingo. Entré en la iglesia con algunas de mis amigas y ví la estatua de una mujer. No sabía quien era, pero era muy hermosa. Me impresionó el modo como me miraba. Luego vi la imagen de un hombre crucificado. Me asustó. Desde aquel día empecé a ir a misa todos los domingos sin sentirme obligada a ello. Tenía una gran confianza en María. Así empecé a conocer a María y a Jesús mejor. No creía que Jesús fuera Dios y me preguntaba cómo puede un hombre borrar los pecados de otros hombres. Recitaba el rosario que las hermanas me habían enseñado a rezar y asistía a la misa con otra gente católica.
Continué estudiando y trabajando en la misma escuela. Cuando tenía 33 años decidí proseguir mi ideal, que era el dedicarme a trabajar por el bien de la sociedad como una maestra voluntaria trabajando en pequeños pueblos. Un día iba camino de Chiangmai cuando me encontré con el padre Raffaele Manenti, un misionero del PIME. Decidí ir con él a la Casa de Los Angeles, una casa que acoge a niños descapacitados, y está bajo el cuidado de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced en la provincia de Nonthaburi. Al cabo de algun tiempo, y por simple curiosidad, fuí a visitar a un grupo de catecúmenos. Quería saber qué hacían. Aprendí algo sobre Jesús y tuve oportunidad de escuchar el Evangelio. Sentí que su palabra estaba actuando dentro de mi corazón como un bisturí. Me sentí confusa por las exigencias de su palabra. No quería echarme para atras. Pero sentía que el seguir escuchando sus palabras era como jugar con fuego. El sentimiento de inquietud e incomodidad siguieron creciendo. Una noche, mientras estaba medio dormida, oí una voz que me dijo: “¡Vete a buscar trabajo en otra parte!. ¡Aléjate de esta gente!” Pero también oí otra voz que me dijo: “¡Tee, te quiero!” Esta última voz llenó mi corazón de serenidad y de paz.
Al cabo de un año pedí recibir el bautismo. El sacerdote me lo negó y me dijo que tenía que esperar más tiempo. La verdad es que no estaba todavía preparada para recibir el sacramento del bautismo. Sólo quería deshacerme del sentimiento de inquietud. No estaba pidiendo la misericordia de Dios. Poco a poco me fuí dando cuenta de que el Bautismo no es fruto de nuestros méritos. Lo recibimos como un don de Dios.
Seguí estudiando catecismo un año más. Solo entonces, de rodillas, pedí a Dios que tuviera misericordia de mí. Recibí la gracia de la conversión de corazón. Gracias al bautismo morí a mí misma y renací de nuevo en nuestro Señor Jesucristo. Me dejé vencer por el amor de Dios y por su paciencia que esperaban a que su hija retornara a Él. No hubiera creído nunca si no es por la experiencia que tuve de ser amada por Dios. Dios es amor y se ha manifestado a nosotros en Jesucristo. Yo le he encontrado. Esta es la Buena Nueva en mi vida. La misma Buena Nueva que Pablo, el apostol de los gentiles, nos dice: “por la gracia que de Dios me ha dado, para ser ministro de Jesucristo para los gentiles, en el ministerio del evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles sea acepta y santificada por el Espíritu Santo”. Esta es la misma Buena Nueva a la que ahora quiero dedicar mi vida.
Continuaré buscando la voluntad de Dios. Le doy gracias por el gran don de su Hijo y del Espíritu Santo que ha iluminado mi vida, y por los misioneros que ha enviado para ser testigos de su amor aquí en Tailandia. En verdad la Palabra de Dios no es una simple palabra escrita en un libro sino que es la Palabra llena de vida y portadora de vida.
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