(ZENIT – 5 enero 2020).- A las 12 de la mañana de hoy, 5 de enero de 2020, el Santo Padre Francisco se asoma a la ventana del estudio del Palacio Vaticano Apostólico para rezar el Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
Estas son las palabras del Papa al introducir la oración mariana:
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Palabras del Papa antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este segundo domingo del tiempo de Navidad, las lecturas de la Biblia nos ayudan a ampliar la mirada, para tener una plena conciencia del significado del nacimiento de Jesús. El libro de la Sirácide celebra la venida de la Sabiduría divina en medio del pueblo (cf. cap. 24); no está todavía encarnada, sino que está personificada, y en cierto momento dice de sí misma: «El que me creó me hizo plantar mi tienda…y me dijo: «Pon tu morada en Jacob y toma como herencia a Israel». (24,8).
El Evangelio, con el Prólogo de San Juan, nos muestra que la Palabra, el Verbo eterno y el Creador, es el Hijo unigénito de Dios (cf. 1:1-18). No es una criatura, sino una Persona divina; pues de él se dice: «El Verbo era con Dios y el Verbo era Dios» (v. 1). Ahora, la novedad lo que resulta chocante es que precisamente este Verbo eterno «se hizo carne» (v. 14). No sólo vino a habitar entre la gente, sino que se hizo uno de ellos. Después de este evento, con el fin de orientar nuestra vida ya no tenemos sólo una ley, una institución, sino una Persona divina que ha asumido nuestra propia naturaleza y es en todas las cosas como nosotros, excepto en el pecado.
Estos dos grandes himnos, a la Sabiduría Divina – en Sirácide – y al Verbo Encarnado – en el Evangelio – hoy se completan igualmente este solemne Evangelio de San Pablo, que bendice a Dios por su plan de amor realizado en Jesucristo (cf. Ef 1,3-6.15-18). En este plan cada uno encontramos nuestra propia vocación fundamental: estamos predestinados a ser hijos de Dios a través de la obra de Jesucristo. Por eso el Hijo Eterno se hizo carne: para introducirnos en su relación filial con el Padre.
Así pues, hermanos y hermanas, mientras continuamos contemplando el admirable signo del Pesebre, la liturgia de hoy nos dice que el Evangelio de Cristo no es una fábula, o un mito, un cuento edificante, no, es la plena revelación del plan de Dios sobre el hombre y sobre el mundo. Es un mensaje a la vez simple y grandioso, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué proyecto concreto ha puesto el Señor en mí, todavía actualizando su nacimiento entre nosotros? Es el apóstol Pablo quien sugiere la respuesta: «[Dios] nos ha elegido […] para que seamos santos e inmaculados ante él en la caridad» (v. 4). Este es el significado de la Navidad.
Si el Señor sigue viniendo entre nosotros, si continúa dándonos el don de su Palabra, es para que cada uno de nosotros pueda responder a esta llamada: llegar a ser santos en el amor. La santidad pertenece a Dios, es comunión con Él, transparencia de su bondad infinita. La santidad es custodiar el don que Dios nos ha dado, solo esto, custodiar la gratuidad, esto es ser santos y el que acoge en sí esto como don de gracia no puede dejar de traducirlo en acción concreta en lo cotidiano, en el encuentro con los demás. Lo que Dios me ha dado lo traduzco en acciones concretas en lo cotidiano, en el encuentro con los demás, en la caridad, en la misericordia. Es esta caridad, esta misericordia hacia el prójimo, reflejo del amor de Dios, al mismo tiempo purifica nuestros corazones y nos dispone al perdón, haciéndonos «inmaculados» día tras día, pero inmaculados no en el sentido que yo me quito una mancha, inmaculado en el sentido de que Dios entra en nosotros y nosotros custodiamos la gratuidad con la que entra en Él y se la damos a los demás.
Que la Virgen María nos ayude a acoger con alegría y gratitud el proyecto divino de amor realizado en Jesucristo.