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Editorial
Lo que más llama la atención del discurso de Francisco sobre el “estado del mundo” son en particular, las palabras dedicadas a la creciente tensión entre Irán y Estados Unidos. El Papa que ya había hablado sobre el tema el domingo 5 de enero, reitera su llamamiento para evitar que el conflicto se intensifique aún más, manteniendo la «llama del diálogo y el autocontrol, en pleno respeto de la legalidad internacional». Un llamado que se aplica a todas las partes involucradas y que refleja, con realismo, el riesgo de arrastrar a Medio Oriente y al mundo entero a un conflicto con consecuencias incalculables.
Pero, incluso, si hoy, justamente, los reflectores se centran sobre el desarrollo de la crisis entre EEUU e Irán, y el ulterior riesgo que ésta representa para un Irak inestable, flagelado por las guerras y el terrorismo, Francisco no simplifica la realidad. Y recuerda muchas otras guerras y violencias muy a menudo olvidadas. Denuncia el manto de silencio sobre el destino de la devastada Siria, denuncia el conflicto en Yemen que está experimentando una grave crisis humanitaria con la indiferencia de la comunidad internacional. Cita a Libia, pero también la violencia en Burkina Faso, Malí, Níger y Nigeria. Recuerda la violencia contra personas inocentes, incluidos los muchos cristianos asesinados por su lealtad al Evangelio, víctimas del terrorismo y el fundamentalismo.
A quien ha escuchado o leído la larga y detallada lista de las crisis –comprendidas las que afectan a América Latina y que son causadas por injusticias y corrupción endémica- le impresiona el hecho que Francisco ha iniciado su discurso con una mirada de esperanza, esa esperanza que para los cristianos es una virtud fundamental pero que no puede separarse del realismo. Esperar, ha explicado el Papa, requiere que los problemas se llamen por su nombre y que uno tenga el coraje de enfrentarlos. Sin olvidar los desastres causados por las guerras que se libraron en el tiempo y sus devastaciones. Sin olvidar lo absurdo y la inmoralidad de la carrera por el rearme nuclear y el riesgo concreto de autodestrucción en el mundo. Sin olvidar la falta de respeto por la vida humana y la dignidad; la falta de alimentos, agua y cuidados que sufren tantas poblaciones, la crisis ecológica que muchos todavía fingen no ver.
Pero se puede esperar, porque en un mundo que parece condenado al odio y a los muros, hay mujeres y hombres que no se rinden a las divisiones y no le dan la espalda a los que sufren. Porque hay líderes de diferentes religiones que se encuentran e intentan construir un mundo de paz. Porque hay jóvenes que intentan hacer que los adultos sean conscientes de los riesgos que enfrenta la creación al acercarse a un punto sin retorno. Uno puede esperar porque en la noche de Belén Dios, el Todopoderoso, eligió convertirse en un niño, pequeño, frágil, humilde, para ganar y cautivar al mundo con su amor y misericordia abundantes.