Miércoles de ceniza, 26 de febrero de 2020 © Vatican Media

Miércoles de ceniza, 26 de febrero de 2020 © Vatican Media

Papa Francisco: “¿No crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?”

Homilía Miércoles de Ceniza

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(zenit – 26 feb. 2020).- “La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla”, Francisco ha celebrado la Eucaristía esta tarde, Miércoles de Ceniza, en la iglesia de Santa Sabina, como es tradicional.

Este miércoles, 26 de febrero de 2020, la Iglesia conmemora un momento importante: El comienzo de la Cuaresma, 40 días de preparación para el Misterio Pascual, que comenzará el Jueves Santo.

“Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida”. El Papa alienta a vivir este tiempo con esperanza: “El Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios”.

Estaciones romanas, Miércoles de Ceniza © Vatican Media

Estaciones romanas, Miércoles de Ceniza © Vatican Media

Dos pasos

De este modo, en el camino hacia la Pascua, el Pontífice proponer dar dos pasos:

El primero, del polvo a la vida, “de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana”. Y ofrece algunos gestos como ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame… Jesús, tú me amas, transfórmame…”.

“Después de haber acogido su amor, después de haber llorado ante este amor”, se da el segundo paso, invita Francisco, “para no volver a caer de la vida al polvo”. Entonces, “uno va a recibir el perdón de Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado”.

Amor que damos

Los bienes terrenos –recuerda el Papa– que poseemos “no nos servirán, son polvo que se desvanece”, pero el amor que damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— “nos salvará, permanecerá para siempre”.

El Santo Padre llama a la reflexión interior: “Yo, ¿para qué vivo?”. “Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo”.

Así, advierte de que nosotros solos “no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación”.

A continuación sigue la homilía completa, pronunciada por el Santo Padre en la Eucaristía celebrada este Miércoles de Ceniza, 26 de febrero de 2020.

***

Homilía del Papa

Comenzamos la Cuaresma recibiendo las cenizas: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn3,19). El polvo en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos recuerda que procedemos de la tierra y que volveremos a la tierra. Es decir, somos débiles, frágiles, mortales. Respecto al correr de los siglos y los milenios, estamos de paso; ante la inmensidad de las galaxias y del espacio, somos diminutos. Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Al Señor le complació recoger nuestro polvo en sus manos e infundirle su aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así que somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.

La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla. Y aún así, especialmente en las dificultades y la soledad, solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas: Al comienzo de la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la Cuaresma no es el tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las personas, sino para reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas: “¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando…”. Pero, ¿no crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?

La ceniza que nos imponen en nuestras cabezas sacude los pensamientos que tenemos en la mente. Nos recuerda que nosotros, hijos de Dios, no podemos vivir para ir tras el polvo que se desvanece. Una pregunta puede descender de nuestra cabeza al corazón: “Yo, ¿para qué vivo?”. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo.

No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y al prójimo es el pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos que poseemos no nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará, permanecerá para siempre.

La ceniza que recibimos nos recuerda un segundo camino, el opuesto, el que va de la vida al polvo. Miramos a nuestro alrededor y vemos polvo de muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas, destrucción, guerra. Vidas de niños inocentes no acogidos, vidas de pobres rechazados, vidas de ancianos descartados. Seguimos destruyéndonos, volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones! Miremos en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta incapacidad para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es disculparse, perdonar, comenzar de nuevo, mientras que tan fácilmente reclamamos nuestros espacios y nuestros derechos! Hay tanto polvo que ensucia el amor y destrozado la vida. Incluso en la Iglesia, la casa de Dios, hemos dejado que se deposite tanto polvo, el polvo de la mundanidad.

Y mirémonos dentro, en el corazón: ¡cuántas veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía (cf. Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser estimados, para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos decimos cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones que nos esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas veces aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta doblez tenemos en nuestro corazón… Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca el fuego del amor.

Necesitamos limpiar el polvo que se deposita en el corazón. ¿Cómo hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» ( 2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos con Dios!”. Pero no, usa el pasivo: Dejaos reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es gracia. Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.

Entonces, ¿qué debemos hacer? En el camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida, de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame… Jesús, tú me amas, transfórmame …”. Y después de haber acogido su amor, después de haber llorado ante este amor, se da el segundo paso, para no volver a caer de la vida al polvo. Uno va a recibir el perdón de Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado. El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas.

© Librería Editorial Vaticano

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Rosa Die Alcolea

Profesional con 7 años de experiencia laboral en informar sobre la vida de la Iglesia y en comunicación institucional de la Iglesia en España, además de trabajar como crítica de cine y crítica musical como colaboradora en distintos medios de comunicación. Nació en Córdoba, el 22 de octubre de 1986. Doble licenciatura en Periodismo y Comunicación Audiovisual en Universidad CEU San Pablo, Madrid (2005-2011). Ha trabajado como periodista en el Arzobispado de Granada de 2010 a 2017, en diferentes ámbitos: redacción de noticias, atención a medios de comunicación, edición de fotografía y vídeo, producción y locución de 2 programas de radio semanales en COPE Granada, maquetación y edición de la revista digital ‘Fiesta’. Anteriormente, ha trabajado en COPE Córdoba y ABC Córdoba.

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