+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas
VER
Hablo de esto no de memoria, sino por experiencia personal. El pasado fin de semana, fui víctima indirecta de unos asaltantes armados que perseguían en vehículos a un pequeño comerciante a quien querían robar. Coincidió que en ese momento yo transitaba con mi familia por la misma carretera, y una bala atravesó el parabrisas de mi vehículo, insertándose una parte de la bala en mi cuello, sin afectar, milagrosamente, cuerdas bucales, más algunos vidrios en mi mano derecha. Después de reponernos de la impactante impresión y de continuar nuestro camino hasta encontrar atención médica, decidimos orar con el Rosario, que ofrecimos por los delincuentes y por sus víctimas. La oración nos ha sostenido en paz y serenidad.
En mis largos años de presbítero, y sobre todo de obispo en Chiapas, hubo momentos muy difíciles, no sólo por problemas sociales y políticos, sino sobre todo por conflictos intra eclesiales, que son los que más duelen y preocupan. Si no hubiera sido por la oración ante el Sagrario, en varias ocasiones habría “tirado la toalla”.
Hay personas que se han alejado de Dios y de la Iglesia, porque dicen que le pidieron a Dios que no falleciera alguno de sus seres queridos, y falleció; suplicaron que no les pasaran ciertos males, y les acontecieron; oraron por encontrar trabajo, y no lo hubo; rezaron por pasar un examen, y lo reprobaron. Se imaginan que podemos manejar a Dios según nuestros deseos, como si fuéramos tan sabios para saber qué es lo que más nos conviene. A veces somos como los niños caprichudos que quieren un helado, sus padres no se lo dan porque está enfermo de la garganta, y el hijo queda con el sentimiento de que no lo quieren, siendo que no se lo dan precisamente porque lo aman.
Estamos bajo los efectos de la devastadora pandemia del COVID-19, y hemos orado mucho para que ya pase y volvamos a la ansiada normalidad; pero pareciera que Dios no nos hace caso. ¿Acaso es porque no tenemos suficiente fe? Jesús dijo que, si tuviéramos fe, moveríamos montañas (cf Mt 17,20). Entonces, ¿qué nos falta? ¿Cómo orar?
Algunos se entretienen diciendo que se reza, pero no se ora. Entienden por rezar el recitar fórmulas, como los salmos de la Liturgia de las Horas, el Rosario y otros rezos tradicionales. Dicen que rezar no es orar, pues orar es hablarle a Dios con el corazón, sin necesidad de fórmulas. En parte tienen razón, pero es cuestión de palabras. Si recitas con fe, con toda tu alma y tus sentimientos el Padre nuestro, el Ave María, los salmos y otras fórmulas, estás haciendo verdadera oración. No nos entretengamos en discusión por palabras. ¿Cómo orar, entonces, sobre todo en momentos críticos?
PENSAR
Jesús oraba mucho, también con los salmos y con otras fórmulas bíblicas. Oraba en las sinagogas y en las montañas; en todas partes. Lo hacía tan a gusto, que hasta su cara resplandecía, como en el Tabor (cf Lc 9,29). Por ello, sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar. Fue entonces cuando nos enseñó el Padre nuestro, modelo de toda oración (cf Mt 6,9-13; Lc 11,2-4). La primera parte no empieza pidiendo cosas, sino poniendo toda la confianza en que Dios es nuestro Padre. Eso es lo primero: hablarle a Dios como a un buen padre, a quien le puedes decir todo lo que quieras, pero partiendo de esa confianza fundamental, experimentando que estás en sus brazos y en su corazón. Es la actitud básica para una buena oración, como dice San Pablo: “No han recibido un espíritu de esclavos, para caer de nuevo en el miedo, sino que recibieron el espíritu de hijos adoptivos, gracias al cual llamamos a Dios ¡Abbá, Padre! Ese mismo Espíritu, junto con el nuestro, da testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,15-16).
¿Cómo orar, pues? Ante todo, experimenta en ti la plena confianza de que Dios te ama como un buen Padre y le puedes decir todo cuanto está en tu corazón. Es la primera actitud para una buena oración.
Después de esta experiencia básica, Jesús nos enseña a no empezar pidiendo cosas, sino primero extasiarte en que tu Padre está en el cielo, en que su Nombre sea glorificado y reconocido como lo más santo, en que su Reino es lo más importante y que reconocemos su Voluntad como lo mejor para nosotros. Después de esta experiencia gozosa y contemplativa, ya puedes pedir el pan de cada día, el perdón de tus pecados, la gracia de no caer en las tentaciones y que te libere de todo mal, sobre todo del Malo. ¿Así haces tu oración? ¿O te reduces a pedirle cosas a Dios? Empieza alabándole y reconociéndole como tu papito querido; y luego dile cuanto quieras.
En algunos momentos bonitos, Jesús alaba a su Padre y le da gracias (cf Lc 10,21). Antes de resucitar a Lázaro, dice: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que tú siempre me escuchas” (Jn 11,41-42). Pero en el Huerto de los Olivos sufre mucho, hasta sudar gruesas gotas de sangre, porque parece que su oración no es atendida (cf Lc 22,41-44). En la cruz, orando con el salmo 22(21), le reclamaba a su Padre haberle abandonado (cf Mt 27,46); sin embargo, muere recitando otro salmo, el 30(31), con esta confiada expresión: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23,46).
Por tanto, en los momentos críticos, dile a Dios Padre como Jesús: Si es posible, que no nos pase esto y aquello; y pedirlo con insistencia, entre gemidos y lágrimas; pero siempre expresarle como Jesús: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,41). O como nos enseñó Jesús en el Padre nuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). Es la actitud de la Virgen María ante las palabras de Dios por medio del ángel: “Aquí está la servidora del Señor. Que se haga en mí lo que tú dices” (Lc 1,38).
Y siguiendo el ejemplo de Jesús, procura siempre perdonar de corazón a quien te infiera algún daño: “Padre, perdónalos; no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es lo mismo que decimos en el Padre nuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12).
ACTUAR
Pide al Espíritu Santo que te enseñe a orar, pues nada podemos sin su ayuda (cf Rom 8,26), y abandónate en el corazón misericordioso de nuestro Padre, pidiéndole que todo sea según Su voluntad (cf Mt 6,10) y que libre de todo mal a ti, a los tuyos y a todo el mundo. Encontrarás paz, fortaleza, esperanza, ánimo para seguir adelante. Y conviene que invoques la intercesión de nuestra Madre del cielo, así como la de tus santos de devoción. Haz la prueba y verás cuán bueno es el Señor (cf Sal 34(33),9).