(zenit – 19 junio 2020).- San Juan Pablo II estableció que, coincidiendo con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, se celebrase la Jornada por la santificación de los sacerdotes. Así, secundando el deseo del Romano Pontífice, que una vez más convoca a la Iglesia a rezar por el clero universal, pretendemos fundamentar el porqué de esa indicación y sugerir modos concretos para “bombear” gracia divina hacia esas almas elegidas por Dios para el ministerio sacerdotal.
¿Por qué ayudarles a ser virtuosos, santos?
Pero, ¿por qué esa especial plegaria por la santidad de los sacerdotes? Y es que a veces olvidamos que únicamente la oración es la sangre que puede irrigar el corazón de la Iglesia; y en el centro de ese corazón se encuentran los sacerdotes, necesitados del auxilio divino, como todos.
A ellos les toca purificar la sangre arterial que vivificará la Iglesia, y necesitan un especial aliento por parte de quienes también constituyen el cuerpo de la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo. Todos, laicos y consagrados, sostenemos la barca de Pedro, de ahí que debamos rezarnos unos por otros, bien unidos, compactados en el Sagrado Corazón de Jesús.
Sabemos que el principal afán de cualquier cristiano debe ser la santificación. La prioridad de su vida tiene que ser la oración, la contemplación silenciosa y la Eucaristía, sin las cuales todo lo demás no sería más que un ajetreo inútil. Eso es en definitiva lo que debe divulgar un sacerdote, ni más ni menos.
Pero logrará divulgarlo siendo sacerdote y solo sacerdote, viviendo eso que pretende hacer llegar al prójimo. ¡Solo dará lo que tenga, solo enseñará lo que viva! Se entiende su responsabilidad, ¿verdad? Se entiende que necesita que todos le ayudemos a lograrlo, ¿no?
¿Qué hacer para ayudar a los sacerdotes?
¿Y cómo ayudar a los sacerdotes a ser santos? Sencillo, mediante dos herramientas: la oración y el ejemplo. Rezando por ellos y dándoles ejemplo de vida –cuánto arrastra el ejemplo…–. La intención de esa “ayuda” debe ser una sola: que los sacerdotes se identifiquen con Jesucristo, pues ahí se encuentra el compendio de su vocación.
Otra síntesis de lo que conviene “hacer llegar” a los sacerdotes sería las tres virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. “Caridad sin límites, hasta el olvido de sí mismo; la Fe que ilumina, que estimula a perseverar, a esperar”, como decía el beato Álvaro del Portillo al referirse al sacerdote.
Con esas tres estarían “más que servidos”, podríamos decir, pues el resto de las virtudes cuelgan de esas tres, y las irán adquiriendo con el tiempo, también para divulgarlas, fundamentándose en aquellas tres.
Conviene sobre todo pedir a Dios –y a la Virgen María, Madre de los sacerdotes– que su pasión dominante sea la prédica y la dispensación de los sacramentos. Que amen la Eucaristía, que deseen ardientemente dispensar el sacramento de la alegría o del perdón y todos los demás.
Que, como decía el santo Cura de Ars, tengan sentido común, perspicacia y conocimiento sobrenatural, porque, según subrayaba el santo, “si desapareciera el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacido? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!”.
Oración para hoy y para siempre
Y como idea práctica para el día de hoy y para toda la vida, esa oración de un alma cándida y muy de Dios, Santa Teresita del Niño Jesús. Una oración para no olvidar jamás y rezar con gran devoción:
“Oh Jesús, que has instituido el sacerdocio para continuar en la tierra la obra divina de salvar a las almas, protege a tus sacerdotes en el refugio de tu Sagrado Corazón.
Guarda sin mancha sus manos consagradas, que a diario tocan tu Sagrado Cuerpo, y conserva puros sus labios teñidos con tu preciosa sangre.
Haz que se preserven puros sus corazones, marcados con el sello sublime del sacerdocio, y no permitas que el espíritu del mundo los contamine.
Aumenta el número de tus apóstoles y que tu santo amor los proteja de todo peligro.
Bendice sus trabajos y fatigas, y que como fruto de su apostolado obtengan la salvación de muchas almas.
Que sean consuelo aquí en la tierra y su corona eterna en el cielo. Amén”.
Alejandro Vázquez-Dodero Rodríguez
Doctor en Derecho Canónico