Felipe Arizmendi Esquivel, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas, y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano, analiza cada miércoles en zenit un tema de actualidad desde tres claves: Ver, pensar y actuar. Este miércoles, 8 de julio de 2020, el prelado mexicano profundiza en cómo debemos vivir esta “nueva normalidad” una vez que vaya pasando la pandemia por el SARS-CoV-2, que nos trajo la enfermedad COVID-19.
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VER
Nuestros gobiernos y los medios informativos hablan mucho de “la nueva normalidad”, que hacen consistir en la nueva forma de vivir en sociedad, en el comercio, el trabajo, la escuela, el deporte, la calle, una vez que vaya pasando la pandemia por el SARS-CoV-2, que nos trajo la enfermedad COVID-19. Se sugieren medidas más cuidadosas de higiene, “sana distancia”, estornudo “de etiqueta”, uso de mascarillas, etc. Muchas personas han asumido esta nueva forma de socialización con mucha responsabilidad; sin embargo, hay miles a quienes nada les importa, ni su propia salud, ni la de los demás. Su normalidad es la de siempre; su vida para nada ha cambiado, y parece que seguirá igual.
Sin embargo, los contagios llegan cada día más a nuestras pequeñas poblaciones, que parecían inmunes por la distancia de las ciudades y por su menor movilidad social. El presidente municipal de Texcaltitlán, vecino a mi pueblo, que hace poco era considerado “municipio verde” porque no tenía contagios, acaba de avisar en las redes sociales que ya hay ocho enfermos y dos fallecidos por este virus, y por ello han suspendido las fiestas externas del apóstol Santiago y han tomado otras restricciones sanitarias.
Sobre estos asuntos, he recibido un mensaje de Juan Urañavi Yeroqui, un laico indígena de Bolivia, a quien conocí en un encuentro latinoamericano de agentes de pastoral nativos de pueblos originarios que me tocó coordinar en Latacunga, Ecuador, de parte del CELAM, en abril de 2019. Vive muy lejos de Santa Cruz de la Sierra, una de las ciudades más importantes de ese país.
Transcribo lo que me dice: “Le cuento que yo padecí el dolor del virus. Ahora estoy mucho mejor; ya van 22 días. Claro que no llegué al extremo, a Dios gracias. Sin embargo, experimenté la cercanía de muchos mediante las oraciones, su solidaridad con palabras alentadoras y con materiales. Oré mucho también por los que padecen esta pandemia en el mundo, por la protección al cuerpo médico y de limpieza, y por los que están sanos. En mi tierra, distante 300 Km de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, cuyos habitantes en su mayoría son de origen indígena gwarayu, mueren 2 y 3 al día. De mi comunidad, murieron también el Cacique I y su II. Ayer fue sepultado un profesor joven, inquieto de poder ayudar a los otros. ¡Qué dolor, monseñor! Hay muchos enfermos, no hay médico de especialidad, no hay condiciones en los hospitales, no hay medicamento, sino que la mayoría se pudo defender con medicina casera. Gracias a Dios, ya están apareciendo los voluntarios, que de alguna manera están paliando. En fin, monseñor, ¡qué dolor! Al mismo tiempo, vemos el rostro de Dios, mediante la recuperación de nuestro obispo, Mons. Antonio Bonifacio Reimann Panic, que, después de tres meses de lucha contra el coronavirus, pudo presidir la Eucaristía aquí en su sede. ¡Pongámonos en las manos del Dueño Absoluto de nuestra vida!”.
PENSAR
Hemos insistido en que esta pandemia no es castigo de Dios, sino una advertencia para que nos convirtamos y no sigamos con nuestra “vieja normalidad”. Así nos enseña Jesús a interpretar los acontecimientos de la vida: “Se presentaron algunos ante Jesús para informarle de que Pilato había asesinado a algunos galileos y mezclado su sangre con los sacrificios que ofrecían. Jesús les respondió: ‘¿Piensan que esto les sucedió a esos galileos porque eran más pecadores que todos los demás? Les aseguro que no, pero, si ustedes no se convierten, entonces morirán de manera semejante. ¿Y piensan que aquellos dieciocho hombres que murieron cuando cayó sobre ellos la torre de Siloé eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, pero si ustedes no se convierten, morirán como ellos’” (Lc 13,1-5).
San Pablo nos enumera varios aspectos en los que deberíamos hacer consistir la nueva normalidad de nuestro corazón: “Quienes ya hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en él?… Fuimos sepultados con él en la muerte por el bautismo, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por el glorioso poder del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva…, pues sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que fuera anulado nuestro cuerpo sometido al pecado… No permitan, por tanto, que el pecado domine en su cuerpo mortal, para no obedecer a sus deseos desordenados… Así como ofrecieron sus miembros al servicio de la impureza y de la maldad hasta la perversión, ofrézcanlos ahora al servicio del don de Dios que los hace justos hasta alcanzar la santificación. Cuando estaban al servicio del pecado, eran libres del don de Dios que los hace justos. ¿Y qué frutos obtuvieron entonces? Frutos de los que ahora se avergüenzan, porque su fin era la muerte. En el presente, en cambio, como ya están libres del pecado y al servicio de Dios, tienen como fruto la santificación y su fin es la vida eterna” (Rom 6,2-22).
La nueva normalidad debería implicar, como exhorta san Pablo, “despojarse de la conducta de antes, la del hombre viejo que se corrompe por los deseos engañosos, a renovar su mente por medio del espíritu y a revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en vista al don que nos hace justos y a la santidad verdadera. Por eso, despojándose de la mentira, que cada uno diga la verdad a su prójimo, porque somos miembros unos de otros. Si llegan a enojarse, no pequen, y que la puesta del sol no los encuentre enojados. No den oportunidad al Diablo. El ladrón, que no robe más; al contrario, que trabaje honestamente con sus propias manos para compartir con el que tiene necesidad. Que ninguna mala palabra salga de la boca de ustedes; lo que digan, que sea provechoso para edificación del que tiene necesidad, y así harán el bien a sus oyentes. Y no entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron marcados para ser reconocidos en el día de la redención. Desaparezca de ustedes toda amargura, ira, enojo, insulto, injurias y cualquier tipo de maldad. Sean bondadosos unos con otros, sean compasivos y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó en Cristo” (Ef 4,22-32).
Para que haya nueva normalidad, conviene tener muy en cuenta lo que dice san Pablo a los colosenses: “Si han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Prefieran, pues, los bienes de arriba, no los de la tierra. Porque ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Pero cuando se manifieste Cristo, vida de ustedes, entonces también se manifestarán con él llenos de gloria. Por eso, den muerte a lo que hay de mundano en ustedes: lujurias, impurezas, pasiones desenfrenadas, malos deseos y avaricia, que es una idolatría. Por todo esto sobreviene la ira de Dios sobre los desobedientes. También ustedes se comportaron así cuando antes vivían ese tipo de vida. Pero ahora dejen todo eso: ira, cólera, maldad, injurias y el lenguaje grosero de su boca. No se mientan unos a otros, pues se han despojado del hombre viejo con sus prácticas y se han revestido del hombre nuevo que, mediante el conocimiento, se va renovando conforme a la imagen de su Creador… Como elegidos de Dios, santos y amados, revístanse de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia. Acéptense mutuamente y perdónense cuando alguien tenga una queja contra otro. Como el Señor los perdonó, así también ustedes. Y que por encima de todo prevalezca el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Y que la paz de Cristo, a la cual han sido llamados para formar un solo cuerpo, sea la que rija en sus corazones. Sean agradecidos. Que la palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza, para que -con toda sabiduría- se enseñen y aconsejen unos a otros, y con un corazón agradecido, canten a Dios salmos, himnos y cánticos inspirados. Por tanto, todo cuanto hagan o digan, háganlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (3,1-17).
ACTUAR
Que el Espíritu Santo nos ayude a convertirnos, para vivir en una nueva normalidad del corazón.