(zenit – 29 oct. 2020).- Monseñor Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de zenit su reflexión en torno al Evangelio del próximo 1 de noviembre, Fiesta de Todos los Santos.
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Apocalipsis 7, 2-4. 9-14: “Vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas”.
Salmo 23: “Esa es la clase de hombres que te buscan, Señor”.
I San Juan 3, 1-3: “Veremos a Dios tal cual es”.
San Mateo 5, 1-12: “Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
La propuesta y la lógica de Jesús va contra la propuesta y la lógica del mundo. “Ser santo” era el anhelo y el sueño que se trataba de grabar en el corazón de los pequeños y los jóvenes de hace ya algunos años. Quizás en nuestro mundo ya no se escuche este anhelo. Y sin embargo ésta sigue siendo la propuesta seria de Jesús. No se trata de esa santidad estirada, fría y a veces hasta inhumana, con que se acostumbra presentar a muchos de los santos.
La invitación de Jesús a ser santos tiene mucho que ver con la vida diaria, con el compromiso con los hermanos y con la verdadera felicidad. Ser santo es alegría, dinamismo y fuerza en la búsqueda de la verdad.
Se podría resumir en el Sermón del la Montaña cuyo pórtico, las Bienaventuranzas, nos ofrece hoy el pasaje de San Mateo. Dejando de lado la felicidad como era presentada con frecuencia en el Antiguo Testamento que unía una vida justa con riquezas, salud y larga vida, Cristo nos presenta nuevas pistas que conducen a la verdadera felicidad.
Las Bienaventuranzas declaran dichosas a personas consideradas, de ordinario, malditas o desgraciadas. La primera de ellas resume en cierta manera a las demás: “Dichosos los pobres de espíritu”, o sea, los que han puesto su confianza en el Señor.
Después cada bienaventuranza es una proclamación mesiánica, un anuncio de que el Reino ha llegado para aquellos que tienen el corazón limpio y buscan la justicia. Ser santo hoy es vivir plenamente las Bienaventuranzas que nos propone Jesús. Esto lo ha expresado de muchas maneras y enfáticamente el Papa Francisco en “Gaudete et exultate”, proponiendo una santidad cercana, de casa, pero llena de la presencia de Dios.
El Antiguo Testamento llama a Dios “el único y verdaderamente Santo”, expresando sobre todo su trascendencia, su completa separación de lo humano. Sin embargo, siempre surge la invitación a “ser santos como Dios es santo”. Israel se considera un pueblo santo, pero en el sentido de estar “separado” de los demás. Expresa su santidad sobre todo en el culto a Dios, sus sacrificios…
Pero con frecuencia cae en el pecado y los profetas le exigen la verdadera santidad: el culto que Dios quiere es la fidelidad y el amor, traducidos en justicia, verdad y amor al hermano. Cristo es llamado “el Santo de Dios”, hace la voluntad de su Padre y está lleno del Espíritu Santo. Siendo hombre, está lleno de santidad. Pero Cristo mismo nos llama también a cada uno de nosotros a ser santos, a parecernos a nuestro Padre Dios: “sean misericordiosos como su Padre Celestial es misericordioso”.
Y en las bienaventuranzas nos expone su carta magna que nos llevará a alcanzar la verdadera santidad. En las Bienaventuranzas aparece claro que Dios es muy cercano al hombre, al que sufre, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los que lloran y son despreciados.
Dios no es insensible al sufrimiento humano. Dios no es apático, sufre donde sufre el amor. A nuestro mundo, que sí es indiferente y que ha perdido la capacidad de percibir el sufrimiento humano, Cristo le propone las Bienaventuranzas como camino de felicidad.
La vida está sembrada de problemas y conflictos, y sin embargo podemos decir que “la felicidad interior” es una señal de que alguien sabe vivir plenamente y que sólo son felices quienes saben amar.
Las Bienaventuranzas nos invitan a preguntarnos si tenemos la vida bien planeada: ¿Qué sucedería si yo aceptara vivir con un corazón más sencillo, sin tanto afán de seguridad, con más limpieza interior, compartiendo el dolor con los que sufren y depositando mi confianza en un Dios que me ama de manera incondicional?
¿En qué creer: en las bienaventuranzas que me propone Jesús o en los reclamos de nuestra sociedad? Si realmente somos discípulos descubriremos que somos más felices cuando amamos, aun con dolor, que cuando no amamos y por lo tanto no sufrimos. Ser cristiano es buscar la felicidad, la verdadera felicidad, que comienza aquí y que alcanzará su plenitud en el encuentro final con Dios.
Si Cristo nos presenta las Bienaventuranzas como Buena Noticia quiere decir que su mensaje no es algo hueco o vacío, sino una realidad presente en nuestro ambiente. Ya hay en nuestro mundo frutos y signos de la Buena Noticia. Debemos descubrirlos. Ya hay “santos” en medio de nosotros y podemos reconocerlos.
En este mundo podemos vivir la santidad, en nuestra realidad concreta. Y los santos, en el verdadero sentido de la palabra, son ejemplos que nos ayudan en este camino de seguimiento. Son modelo, testimonio y ayuda para sostenernos en nuestras luchas. Pero no son amuleto ni una especie de talismán para tener suerte en la vida. Son mucho más, no son Dios, pero nos acercan a Dios.
Hoy, al recordar la fiesta de todos los santos, dejemos que las Bienaventuranzas arraiguen en nosotros. Demos crédito a las palabras de Jesús. Es necesario dejarnos transformar por ellas; creer en los pobres, en los hambrientos, en los que lloran, en los misericordiosos, en los que trabajan por la justicia, en los limpios de corazón, en los desposeídos, en los que trabajan por la paz. Creer que estoy llamado a la santidad, a la vida, a ser hijo de Dios. Creer que Jesús me acompaña en este camino de santidad.
Padre Bueno, que otorgas a tu Iglesia la alegría de celebrar los méritos y la gloria de todos los santos, concede a tu pueblo dejarse guiar por Jesús en el camino de la verdadera santidad y vivir cada día las Bienaventuranzas. Amén.