Por: Fernando Pascual, LC
(ZENIT Noticias / Roma, 31.12.2022).- Quizá uno de los mayores regalos que nos ha dejado Benedicto XVI ha sido su encíclica Spe salvi (30 de noviembre de 2007).
En ella no solo hablaba el Papa de Roma al Pueblo de Dios, sino también el creyente, el Sacerdote, el filósofo, el teólogo, el contemplativo, que se escondía en la frágil figura de Joseph Ratzinger.
En ese rico y poliédrico documento, encontramos reflexiones sobre la Palabra de Dios y sobre los sacramentos, sobre la vida de los santos y sobre las discusiones de los filósofos, sobre la oración y sobre el sentido de la vida.
Todo se armoniza en un camino que avanzaba, entre secciones densas y otras más asequibles, hacia un objetivo: abrirnos los ojos y el corazón a la «gran esperanza», la que surge del encuentro con Cristo.
Benedicto XVI describía en esa encíclica, con un modo concreto y cercano, cómo todos caminamos desde esperanzas «concretas», diarias, que nos permiten avanzar hacia metas que anhelamos alcanzar.
«A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida» (Spe salvi, n. 30).
Esas esperanzas, sin embargo, no bastan, sobre todo porque tenemos un corazón inquieto, porque tantos obstáculos impiden alcanzar lo que deseamos, y porque la justicia exige una apertura a Alguien que, de verdad, acoja a quienes han sufrido injusticias destructivas.
Solo en Dios podemos llegar a vislumbrar esa gran esperanza. En palabras de la encíclica: «Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Spe salvi, n. 31).
Toda la vida de Benedicto XVI se puede resumir, en cierto modo, como un servicio para ayudar a los hombres de su tiempo, que es el nuestro, a abrirse a la esperanza, a acogerla como un regalo magnífico, a reconocerla presente en el Hijo del Padre que también es Hijo de María.
Así recuerdo a aquel Papa que buscó servir, consciente de sus límites (lo que lo hacía más grande), a la Iglesia, en la fidelidad al Maestro que le pidió un enorme sacrificio en el cónclave de 2005.
Algunos días después de anunciar su renuncia, en su última audiencia general, expresaba su intenso y genuino amor a la Iglesia:
«Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia -no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de su declive. ¡Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva!»
Esta Iglesia viva se nutre de esperanza, como tantas veces nos recordó Benedicto XVI. camina cada día, con la mirada puesta el Jesucristo, al encuentro eterno con el Padre que acoge, lleno de amor, a cada uno de sus hijos.
Ello se intuía en las últimas palabras públicas que pronunciara Papa Ratzinger, desde Castel Gandolfo, el 28 de febrero de 2013, cuando llegaba el momento concreto de su renuncia: «Soy, simplemente, un peregrino que empieza la última etapa de su peregrinación en esta tierra».
Esa etapa llega hoy, último día del año 2022, a su fin; pero no termina la esperanza, que nos consuela tras la muerte del Sucesor de Pedro, con la certeza de que va a ser recibido por el Padre que lo creó simplemente por amor, y que un día, como a Pedro en el Mar de Galilea, le dijo: «Sígueme».
El P. Fernando Pascual, LC, es profesor de filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum