Por: Rafael Pascual, LC
(ZENIT Noticias / Roma, 03.01.2023).- Hace ya más de 50 años, concretamente el 24 de junio de 1959, un joven profesor impartió una lección inaugural, con ocasión de su nombramiento a la cátedra de Teología Fundamental en la Facultad Católica de Teología de la Universidad de Bonn, sobre El Dios de los filósofos y el Dios de la fe. Una contribución al problema de la teología natural[1]. Este profesor respondía al nombre de Joseph Ratzinger. En dicha conferencia afrontó algunas de las cuestiones que pueden considerarse centrales en la reflexión especulativa de su larga y fecunda labor en el campo intelectual. Me refiero a cuestiones tales como la theologia naturalis, la relación fe-razón o religión-filosofía, la razonabilidad de la fe, la pretensión de verdad del cristianismo y su relación con las religiones y con la filosofía, la doctrina sobre la creación y las teorías científicas sobre el origen del universo, la evolución de las especies y el origen del hombre.
Como ya entonces afirmaba el prof. Ratzinger, el cristianismo, en la síntesis que operó entre la fe y la razón, se había apropiado de la filosofía con fines apologéticos y misioneros, para poder traducir y comunicar el mensaje cristiano a los gentiles por medio del lenguaje común de la razón humana. En el fondo, se trata de la quaestio de veritate en el campo de la religión. Tal cuestión, como veremos, es fundamental, y coincide con la pretensión de religio vera del cristianismo. Como dijo mucho más adelante Mons. Joseph Ratzinger, ya como Cardenal, al impartir una conferencia sobre la encíclica Fides et ratio del Papa Juan Pablo II,
la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más allá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de la fe[2].
Para iniciar estas reflexiones, creo que está a la vista la relación natural y estrecha que existe entre el Cristianismo y la comunicación. Uno de los caracteres esenciales del cristianismo es su dimensión apostólica, es decir, de envío, de comunicación de una buena noticia: el «Evangelio». Se trata de una misión: la «evangelización» el «apostolado», el «anuncio», la «predicación». Entre otras muchas dimensiones, podemos ver en Jesucristo la figura del gran comunicador, en el que se ofrece un mensaje original, directo y concreto, de carácter salvífico; se sirve de diversos medios (la predicación, los signos y los gestos proféticos); se le reconoce la autoridad con que habla.
Se puede también aludir al ejemplo de sus discípulos, que con tanta eficacia comunicaron la buena noticia a sus contemporáneos hasta los confines entonces conocidos. Es emblemático el caso de San Pablo, de modo especial en su discurso en el areópago, en el que adopta una estrategia de comunicación, haciendo referencia al «Dios desconocido» y citando incluso a algún autor pagano.
1. Aquí entra el primer tema que quisiera desarrollar, precisamente el del título de la intervención del Prof. Ratzinger en la Universidad de Bonn, es decir, la relación entre el Dios de los filósofos y el Dios de la fe. Podríamos enfocarlo, como lo hiciera Ratzinger en aquella ocasión, partiendo del famoso texto del «memorial» de Blas Pascal: «Dios de Abraham, Dios Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y de los sabios». Ciertamente hay que ver la contraposición que plantea Pascal en el contexto concreto en que se encuentra. El Dios de los filósofos es sobre todo el Dios de Descartes, un Dios abstracto, en neto contraste con el Dios que nos presenta la Biblia.
En 1959, Ratzinger ofrecía las dos respuestas que se habían dado a la relación entre ambas concepciones de Dios. Por una parte, en el pensamiento antiguo y medieval, desde los Padres apologistas como San Justino hasta la figura culmen de la escolástica medieval, Santo Tomás de Aquino, se daba la respuesta de una armonía de principio o un encuentro entre ambas ideas de Dios, desde una visión armónica de la relación fe-razón, en lo que algún autor contemporáneo ha llamado la alianza mosaico-socrática[3].
De hecho, como recordará años después el entonces Card. Ratzinger, cuando los Padres de la Iglesia hablaban de los semina verbi en los pensadores paganos, no se referían a las religiones de éstos, sino más bien a filosofía, a una especie de «piadosa ilustración» llevada a cabo por autores como Sócrates[4].
Por otra parte, el teólogo reformado Emil Brunner sostiene la tesis opuesta, contraponiendo el Dios de la Biblia, un Dios personal, concreto, que tiene un nombre que lo hace apelable, y el Dios de los filósofos, el «ser absoluto», un concepto abstracto, al cual no se reza. Se contrapone el Dios que se revela al Dios que se piensa, el Dios que viene a nuestro encuentro al Dios buscado por el hombre, el nombre de Dios y el concepto de Dios.
Brunner aplica esta contraposición a la interpretación del nombre de Dios del famoso texto de Ex 3,14: «Yo soy el que soy», que habría sido traducido por los LXX como «yo soy el que es», cambiando el sentido originario y provocando el malentendido en el que habrían caído los Padres de la Iglesia al leer el nombre de Dios como una definición ontológica. Dios se declara indefinible, y en cambio se toma esta declaración como la definición de Dios. Tal error no sería marginal, sino que entrañaría la falsificación del núcleo del mensaje bíblico. En lugar de una síntesis entre el Dios de la fe y el de los filósofos, se debería dar una radical contraposición entre ambos. Los autores patrísticos y medievales, al operar tal síntesis, falsearían radicalmente la esencia de la revelación cristiana. En suma, Brunner parecería corroborar la famosa sentencia de Pascal con que introducimos estas reflexiones.
¿Es, pues, legítima la síntesis entre pensamiento griego y bíblico operada por el cristianismo? Más aún, ¿es legítima la coexistencia entre filosofía y fe? ¿Existe una relación entre el conocimiento racional y el de la fe, y más en general, entre el orden de la naturaleza y el de la gracia? De alguna manera, en esta diversa consideración de tales relaciones estriba una de las diferencias entre la comprensión católica y la protestante del cristianismo como religión. La cuestión de la relación entre el Dios de la fe y el de los filósofos se convierte así en uno de los temas centrales de la teología fundamental.
En este punto, el prof. Ratzinger profundizaba la cuestión partiendo del concepto filosófico de Dios, concretamente el de la filosofía griega, viéndolo en relación con la religión de su tiempo. Los estoicos distinguían tres teologías: la «mítica», la «civil» y la «natural». En este contexto se encuentra precisamente la noción de theologia naturalis. Así la presentaba Marco Terencio Varrón, «el más docto de los romanos», en el siglo I a.C., con quien se confrontará algunos siglos después San Agustín en el De civitate Dei[5]. Estas tres teologías no son del mismo rango; de hecho están de alguna manera contrapuestas. La teología mítica debía ser abandonada, por haber caído en descrédito. Por su parte, la teología civil debería separarse de la mítica. En consecuencia, la contraposición más importante se encontraría entre la teología civil y la natural.
Varrón caracteriza cada una de estas teologías con bastante detalle. La teología mítica sería la de los poetas; la civil, la del pueblo; la natural, la de los filósofos o physici. Cada teología tendría su lugar propio: la mítica, el teatro; la civil o política, la polis; la natural, el cosmos. En las dos primeras tiene lugar el culto, mientras que en la última se confronta directamente con la realidad de lo divino. Asimismo, cada teología tiene su contenido propio: la mítica, las diversas fábulas de los dioses; la política, el culto del estado; la natural, en cambio, se dedica al estudio de las doctrinas de los filósofos sobre los dioses:
[…] si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números, como creyó Pitágoras, si de átomos, como Epicuro, y otros desva-ríos semejantes más acomodados para ser oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y la conversación social[6].
Parece reaparecer así la distinción entre el Dios de la fe (el mítico-político) y el de los filósofos, ya que en el primero se da un culto, una «religio», y en el segundo se trata más bien de un Dios impersonal. Mientras la teología natural dice referencia a la «natura deorum», la mítica y la política se refieren a las «divina instituta hominum»; se contrapone una «metafísica teológica» a una religión cultual. La filosofía se confronta con la verdad de lo real, y por ello también del ser divino; la religión no se encuentra en plano de la verdad, sino sólo en el de la legalidad u ortodoxia religiosa. Esto lleva a la contraposición entre el monismo de un Dios que es único y absoluto y el politeísmo, el pluralismo de los dioses.
El problema es que, como vimos, este Dios absoluto de los filósofos parece no ser interpelable. Sin embargo, la esencia del monoteísmo consiste en la audacia de interpelar al absoluto, identificando el «Dios de los filósofos» con el «Dios de los hombres» (es decir, el Dios bíblico, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob). San Agustín no tiene reparo en poner un guión entre la ontología neoplatónica y el conocimiento bíblico de Dios (cfr. Brunner), entre el Dios de los filósofos y el Dios de la fe.
Así, para Ratzinger, la síntesis de los Padres de la Iglesia entre la fe bíblica y el espíritu heleno (portavoz del espíritu filosófico de su tiempo), no sólo sería legítima, sino incluso necesaria. Es decir, la verdad filosófica en cierto modo es un elemento constitutivo de la fe cristiana; la analogia entis es una dimensión necesaria del cristianismo. Esto es una exigencia del monoteísmo en cuanto tal, y la fe bíblica es monoteísta. El monoteísmo bíblico pone en relación el absoluto del Dios único con el Dios que se revela al hombre.
La intención monoteísta de la Biblia es más que evidente. Y esta intención se revela incluso cuando el pueblo de Israel en el exilio se confronta a los otros pueblos y trata de hacer comprensible al mundo su fe monoteísta, sobre todo a partir del tema de la creación. El Dios Creador del mundo es incomparable a los dioses paganos[7]. Lo especial, característico y distintivo del Dios de Israel es que es único, por ser el absoluto mismo, y que, aun siendo el absoluto, se ha dirigido a los hombres. Dios Creador es el «Dios del cielo». Así, la concepción de Dios como creador del universo conlleva un carácter «misionero», en el sentido de que se trata de hacer comprensible a los demás pueblos lo propio del Dios de Israel. El «Dios del Cielo» es el Dios absoluto, el único Señor del mundo, y por ello de todos los pueblos.
Asimismo, los atributos divinos que derivan de la imagen bíblica de Dios (eternidad, omnipotencia, unidad, verdad, bondad, santidad), sin ser idénticos en su significado, coinciden en buena medida con los conceptos de la doctrina del Dios de los filósofos, lo cual ha favorecido la relación entre ambos.
Y llegamos aquí al punto central de este discurso del Prof. Ratzinger: el recurso a la filosofía por parte del judaísmo y sucesivamente también del cristianismo, derivaba de la exigencia, tanto apologética como misionera, de presentar el Dios de la Biblia, en su especificidad, a los gentiles, con un lenguaje que fuera comprensible para todos. En efecto, como decía entonces el Prof. Ratzinger «lo filosófico designa […], ni más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios, ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera». «La apropiación de la filosofía, tal y como fue ejecutada por los apologetas, no era otra cosa que la necesaria función complementaria interior del proceso externo de la predicación misionera del Evangelio al mundo de los pueblos»[8]. El mensaje cristiano no era una doctrina esotérica, reservada para un grupo limitado de iniciados, como lo fueron las doctrinas gnósticas, sino un mensaje de Dios para todos los hombres. De ahí la exigencia de usar el lenguaje común de la razón humana (no tanto en cuanto griega, sino precisamente en cuanto razón humana, como hace presente el Prof. Giovanni Reale[9]). Aquello que el hombre ha captado ya de antemano de alguna forma como lo absoluto (el «Dios desconocido» de los atenienses) es lo que la fe cristiana viene a corroborar y a colmar[10]. De hecho, Pablo en el Areópago hablará de Dios como «el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra» (Hch 17, 24).
Así, Ratzinger concluye su lectio inauguralis de 1959 dando razón al «sistema parcial de identidad» entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos propuesto por Tomás de Aquino. Esto no quiere decir que no exista diferencia entre la filosofía y la fe, o peor aún, que lo que hasta entonces era filosofía se haya transformado en fe. Si bien la fe capta el concepto filosófico de Dios, como si dijera: «lo absoluto, del que vosotros sabíais ya por sospechas de alguna manera, es el absoluto que habla en Jesucristo […] y que puede ser apelado»[11], la filosofía sigue siendo aquello a lo que se refiere la fe para expresarse y hacerse comprensible a los gentiles. Ello no quiere decir que no sea necesario un proceso de purificación. Como hacía presente el prof. Ratzinger en aquel entonces, si vemos el proceso de la apropiación de la filosofía griega por parte de los apologistas y los Padres de la Iglesia, podemos constatar que no siempre éste se llevó a cabo con el suficiente sentido crítico. Hace falta repensar las afirmaciones filosóficas a partir del conocimiento de Dios como en relación al mundo y al hombre, como operante en la historia, como Ser personal: un Yo que sale al encuentro de un «tú» que es el hombre.
2. El segundo tema, estrechamente relacionado con el anterior, es el de la pretensión de verdad del cristianismo. Se trata de otro argumento muy querido para Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, quien ha dedicado varias conferencias importantes a este asunto fundamental. En resumidas cuentas, se trata de lo siguiente: si el cristianismo es verdadero, entonces está destinado a todos los hombres. De hecho, a partir de la figura de Cristo, en el cristianismo, ya desde san Pablo,
el monoteísmo religioso del judaísmo se volvió universal y la unidad entre pensamiento y fe, la religio vera, se volvió accesible a todos. Justino el filósofo, Justino mártir (+167) puede verse como una figura sintomática de este acceso al cristianismo: estudió todas las filosofías y al final reconoció en el cristianismo la vera philosophia. Al convertirse al cristianismo, no renegó, según su propia convicción, de la filosofía, sino que apenas entonces se hizo en verdad filósofo.
La convicción de que el cristianismo es una filosofía, la filosofía perfecta, la que pudo penetrar hasta la verdad, permaneció vigente tiempo después de la era patrística[12].
Sin embargo, esta unión racionalidad-fe que se dio tanto en la misión como en la teología cristiana, comportó algunos correctivos en la imagen filosófica de Dios. Ratzinger enumera dos de ellos:
– Por una parte, la trascendencia de Dios respecto de la naturaleza. Dios es tal por naturaleza (natura Deus), pero no toda naturaleza es Dios (non tamen omnis natura est Deus). En efecto, «Dios es Dios por naturaleza, pero la naturaleza como tal no es Dios». Y esto es lo que funda, precisamente, la distinción entre física y metafísica: «Sólo entonces la física y la metafísica se distinguen claramente una de la otra»[13]. La naturaleza es criatura de Dios.
– Por otra parte, si al Dios de los filósofos, como vimos, no se le podía rezar, no era un «Dios religioso» (es decir, no era objeto de culto), al Dios de la Biblia sí se le reza, pues se ha vuelto hacia los hombres, se ha revelado, ha venido al encuentro del hombre, y por eso el hombre puede encontrarse con Él.
Así, en el cristianismo las dos dimensiones de Dios, la filosófico-metafísica y la religiosa, en lugar de contraponerse, se encuentran: «La racionalidad puede volverse una religión, porque el Dios de la racionalidad entró a su vez en la religión». Gracias a la revelación, que es la «palabra histórica de Dios», «la religión pueda volverse ahora hacia el Dios filosófico, que no es un Dios meramente filosófico y que sin embargo no desdeña el conocimiento filosófico sino que lo asume»[14]. En el cristianismo se concilian el vínculo con la metafísica y el vínculo con la historia; ambos unidos constituyen la apología del cristianismo como religio vera. En efecto, «la victoria del cristianismo sobre las religiones paganas fue posible gracias a su pretensión a la inteligibilidad»[15].
Pero hay un aspecto más a tener en cuenta: la «seriedad moral del cristianismo», la cual se encuentra estrechamente relacionada con la cuestión de la verdad. Hay una correspondencia entre lo que presenta el cristianismo como exigencia moral con lo que «por naturaleza es bueno» (cfr. Rm 2,14). En San Pablo se alude en cierto modo a la moral estoica (cfr. Flp 4,8). Así, como decía el entonces Card. Ratzinger, «la unidad fundamental (aunque crítica) con la racionalidad filosófica, presente en la noción de Dios, se confirma y se concreta entonces en la unidad, a su vez crítica, con la moral filosófica»[16]. En efecto, la perspectiva filosófica se trasciende y transporta «a la acción real, en particular en la concentración de toda la moral bajo el doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo»[17]. De este modo, «la fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial consistió en su síntesis entre razón, fe y vida»[18].
Y aquí se plantea Ratzinger una pregunta crucial: «¿por qué esta síntesis no convence hoy?». En el fondo porque hay una pérdida de confianza en la razón, de su capacidad de conocer la verdad: hoy «no hay certidumbre acerca de la verdad sobre Dios, tan sólo opiniones»[19]. Ratzinger ponía el ejemplo de la parábola del elefante que diversos ciegos palpan para hacerse una idea de cómo es. Es el problema del relativismo que reaparece en nuestros días; el mismo que presentaba el senador Símaco en su discurso al emperador Valentiniano II en defensa del paganismo:
Todos veneran una misma cosa, pensamos una misma cosa, contemplamos las mismas estrellas, el cielo encima de nosotros es único, nos envuelve un mismo mundo; poco importan las formas varias de la sabiduría mediante las cuales cada quien busca su verdad. No es posible llegar por un solo camino a un misterio tan grande[20].
Así, la pretensión del cristianismo de ser la religio vera parecería estar rebasada por el progreso de la racionalidad.
El Card. Ratzinger, en otro estudio, publicado en el libro Fe, verdad y tolerancia, cuyo título es La fe, entre la razón y el sentimiento[21], habla de esta crisis de la razón, y la necesidad de buscar una nueva evidencia. Para Ratzinger, la decadencia de la razón se debe a su auto-limitación, que deriva paradójicamente de sus propios éxitos. El método científico, tan eficaz y fecundo en su propio ámbito, ha sido absolutizado. En efecto:
en el ámbito específico de las ciencias naturales, esta limitación resulta correcta y necesaria. Pero cuando es considerada como la forma ineludible del pensar humano, entonces el fundamento de la ciencia llega a ser contradictorio en sí mismo, porque afirma y niega a la vez el intelecto. Pero, sobre todo, una razón que se limita de esta manera a sí misma es una razón amputada. Si el hombre ya no puede preguntar racionalmente acerca de las cosas esenciales de su vida, acerca de su de dónde y adónde, acerca de lo que debe hacer y lo que puede hacer, acerca de la vida y la muerte, y tiene que dejar esos problemas decisivos a merced de un sentimiento separado de la razón, entonces el hombre no está exaltando la razón sino deshonrándola[22].
En conclusión, «todo esto significa que el radio de la razón ha de ampliarse de nuevo»[23].
3. Otro tema que se podría introducir, estrechamente relacionado con los anteriores, es el de la llamada «distinción mosaica». La encontramos presentada en otro de los trabajos publicados en el libroFe, verdad y tolerancia, concreta y precisamente el que tiene como título «la fe – la verdad – la tolerancia»[24]. En este estudio el Card. Ratzinger se preguntaba si la fe cristiana y la modernidad son compatibles, sobre todo en base al principio de la tolerancia, frente al cual la pretensión de verdad del cristianismo parece arrogante y superada. Así, algunos proponen como condición para la reconciliación entre el cristianismo y la modernidad la renuncia a tal pretensión de verdad.
Es aquí donde se introduce el tema de la «distinción mosaica», en el contexto de la publicación de un libro, Moisés el egipcio[25], del egiptólogo Jan Assmann, quien contrapone la religión bíblica y la egipcia (o cualquier otra religión politeísta). Ratzinger sumariza las tesis de Assmann. En la primera aparece ya la fórmula «distinción (o diferenciación) mosaica», que Assmann considera como el parteaguas o la línea divisoria en la historia de las religiones:
Con lo de la diferenciación mosaica me refiero a la introducción de la diferenciación entre lo verdadero y lo falso en el ámbito de las religiones. La religión se habría basado hasta entonces en la diferenciación entre lo puro y lo impuro o entre lo sagrado y lo profano, y no tenía lugar alguno para la idea de dioses falsos… a los que no se debe adorar…[26].
Por otra parte, según Assmann, las divinidades no eran exclusivas de un pueblo, sino que eran «internacionales», al ser cósmicas. Así, «nadie negaba la realidad de los dioses ajenos ni la legitimidad de las formas ajenas de su adoración. Para los politeísmos antiguos la idea de una religión no-verdadera resultaba completamente extraña»[27].
De este modo, proponer una fe en un solo Dios resultaría desconcertante; tal religión sería «anti-religiosa», pues consideraría paganismo todo lo que le había precedido. Aparece entonces en este contexto el concepto de «idolatría» (como en el caso del becerro de oro), y en relación a ésta, una actitud de intolerancia, de violencia y odio que serían propios, según Assmann, de la historia de las religiones monoteístas.
Así, la propuesta de Assmann es la de invalidar el Éxodo y «volver a Egipto», es decir, suprimir la diferencia entre lo verdadero y lo falso en el ámbito de la religión, volver al mundo de los dioses, que expresan la riqueza y la diversidad del cosmos y que no conocen el exclusivismo, sino que posibilitan el entendimiento recíproco. En el pueblo de Israel e incluso en la cultura occidental se daría repetidamente una «nostalgia de Egipto», a lo que habría precedido a la «distinción mosaica». Assmann se inseriría en este retorno a Egipto, ya que considera que la «distinción mosaica» sería la fuente del mal, la distorsión de la religión y la intolerancia presente en el mundo desde entonces. La «vuelta a Egipto» consistiría en la adopción de la fórmula spinoziana del Deus sive natura, ya que si se elimina la diferencia entre Dios y el cosmos, entre lo divino y el mundo, entonces cesa también la diferencia entre lo verdadero y lo falso. La vuelta a Egipto es el retorno al politeísmo, pues se rechaza la existencia de un Dios opuesto al mundo, y se consideran los dioses como expresiones simbólicas de la naturaleza divina.
Otra consecuencia de la «distinción mosaica», siempre según Assmann, sería la conciencia del pecado y el anhelo de redención. Para Assmann, «el pecado y la redención no son temas egipcios»; lo propio de Egipto sería su «optimismo moral». Así, con la «distinción mosaica» habría entrado el pecado en el mundo[28]. Ratzinger considera que habría algo de válido en estas reflexiones de Assmann: «la cuestión acerca de lo verdadero y la cuestión acerca de lo bueno no pueden separarse ya la una de la otra»[29]; y así, en consecuencia, si no hay distinción entre lo verdadero y lo falso, también pierde su razón de ser la distinción entre el bien y el mal.
Las tesis de Assmann se presentan aparentemente sugestivas. Más aún, para Joseph Ratzinger, formularían con bastante exactitud los aspectos esenciales de la crisis actual del cristianismo. Por eso,
[…] todo esfuerzo por comprender y renovar el cristianismo debe afrontar estos interrogantes. Porque aquí aparecen conectados, junto al problema fundamental de nuestro tiempo: la cuestión acerca de la verdad y la tolerancia, otras grandes cuestiones como la actitud de la fe cristiana en la historia de las religiones y, finalmente, la problemática existencial de la culpa y de la redención[30].
Joseph Ratzinger, en cambio, sostiene que la cuestión de la verdad es ineludible. El hombre debe plantearse las cuestiones fundamentales: «existe Dios?, ¿existe la verdad?, ¿existe el bien?»[31]. De hecho, «la diferenciación mosaica es también la diferenciación socrática». Aquí se ve la razón y la «necesidad intrínseca del encuentro histórico entre la Biblia y la Hélade»[32], la cual se comenzó a operar ya en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Por otra parte, en el mundo griego se da una expectativa que, de algún modo, se ve colmada por el cristianismo. De ahí su éxito en el mundo antiguo.
Ratzinger analiza a continuación los resultados de algunos intentos que se han hecho en el pasado de una «vuelta a Egipto», es decir, de un retorno al politeísmo fundado en una visión escéptica. La propuesta de Assmann sería semejante a la del platonismo tardío de Porfirio o de Proclo. La solución de las religiones asiáticas, como el budismo, en las que no habría pretensión de verdad, tampoco parece satisfactoria, pues no dispensan en última instancia de la cuestión por la verdad. Y junto con la cuestión sobre la verdad se encuentra inseparablemente la cuestión sobre el bien. En el fondo, concluye Ratzinger, la cuestión por la verdad, el bien y Dios constituyen una única pregunta, «y si no se obtiene respuesta, iremos palpando a ciegas en medio de la oscuridad sobre las cuestiones esenciales de nuestra vida»[33]. Además, si Dios es amor (cfr. 1 Jn 4,8), entonces la verdad y el amor son idénticos.
En resumen, el papel de la filosofía de cara a la cuestión de la verdad del cristianismo, con todo lo que ésta entraña, es fundamental e ineludible. En efecto,
La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la religio vera, la religión de la verdad.
«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»: en estas palabras de Cristo según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya[34].
Para concluir, quisiera citar un texto autobiográfico del entonces Card. Ratzinger, que me parece muy elocuente, como una especie de clave de lectura de su labor intelectual, en la línea de los temas que hemos tratado en este estudio:
He de decir que, a lo largo de mis décadas de actividad docente como catedrático, sentí con mucha fuerza dentro de mí la crisis de la reivindicación de la verdad. Temía que la forma en que manejamos el concepto de verdad en el cristianismo fuese arrogancia, incluso falta de respeto hacia los otros. La pregunta era: ¿hasta qué punto necesitamos eso todavía?
He analizado con mucho detenimiento esta pregunta. Finalmente logré comprender que renunciar al concepto de verdad significa renunciar precisamente a sus fundamentos. […]
El cristianismo aparece con la pretensión de decirnos algo sobre Dios, sobre el mundo y sobre nosotros mismos; algo que es verdad y que nos ilumina. Por ello llegué a la conclusión de que precisamente en la crisis de nuestra época, que nos suministra un cúmulo de datos científicos pero nos empuja al subjetivismo en las auténticas cuestiones referidas al ser humano, necesitamos de nuevo buscar la verdad y también el valor para admitirla. En este sentido, esa frase antigua que elegí como lema define parte de la función de un sacerdote y teólogo, concretamente que debe intentar con toda humildad, con plena conciencia de su propia falibilidad, llegar a ser colaborador de la verdad[35].
El P. Rafael Pascual, LC, es profesor de filosofía de la naturaleza y filosofía de las ciencias en la facultad de filosofía del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.
[1] Cfr. J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Ed. Encuentro, Madrid 2006. [2] J. Ratzinger, Fe, verdad y cultura. Reflexiones a propósito de la encíclica «Fides et ratio», Madrid, 16 de febrero 2000. Publicado en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Ed. Sígueme, Salamanca 2005, pp. 160-182. El texto citado se encuentra en la p. 161. Sin embargo, he preferido tomar el texto original publicado por Alfa y Omega / Documentos (suplemento del diario ABC) nº 200 (17 de febrero del 2000), p. 1. [3] «Al di là dell’impiego che Assmann ha fatto dell’idea di distinzione fra vero e falso nella storia delle religioni, la questione introdotta mantiene il suo valore basale, con cui ogni discorso sulla religione e sulla rivelazione deve costantemente fare i conti. È a partire dalla ‘distinzione mosaica’ che si sviluppa la quaestio de veritate nell’ebraismo e nel cristianesimo e che infine culmina in quest’ultimo nel ‘cristocentrismo veritativo’: Cristo-Verità è certo il nuovo Mosè nel senso che è il nuovo liberatore, ma è soprattutto la pienezza e il compimento della distinzione mosaica, nonché di quella che per analogia potremo chiamare la distinzione socratica, ossia l’idea che la lucidità della ragione possa giungere a discriminare fra vero e falso nel pensare e che l’incessante ripetizione della domanda ‘che cos’è questo? E quello?’ possa condurre a definire le essenze e a separare con il loro aiuto vero e falso» (V. Possenti, L’alleanza tra Mosè e Socrate, e il fallibilismo, en V. Possenti (ed.), Ragione e verità. L’alleanza socratico-mosaica, Armando, Roma 2005, p. 15). [4] Cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 75. [5] Es interesante notar cómo después, ya como Cardenal, volverá a tratar este tema, casi calcando lo dicho en esta lección inaugural, bastantes años después, en su conferencia a la comunidad académica de la Sorbona en París, el 27 de noviembre de 1999; cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, pp. 142-160. [6] Cfr. Agustín, La Ciudad de Dios, VI, 5; citado por Ratzinger tanto en la «lectio inauguralis» de 1959 como en el discurso en la Sorbona de 1999, que citaremos más adelante. [7] Cfr. Is 40, 12-18. [8] J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, p. 29. [9] «È vero, infatti, che, in parte, il pensiero cristiano ha sussunto concetti strettamente legati alla cultura ellenica, e quindi storicamente condizionati; ma è altrettanto vero che, accanto a questi, ne ha sussunti altri che, al di là del loro essere ellenici, sono concetti razionali universalmente validi, frutto di ragione in quanto ragione e non in quanto ragione greca. E sotto il processo di deellenizzazione della teologia si nasconde un neoirrazionalismo, quando non si nasconde addirittura una determinata filosofia (antitetica a quella greca), che non viene riconosciuta come tale, solo perché surrettiziamente accolta». G. Reale, Storia della filosofia antica, Vita e Pensiero, Milano 19875, vol. I, p. 3. [10] Esta misma idea aparece de nuevo en el discurso de Benedicto XVI en el Collège des Bernardins, el 12 de septiembre de 2008: «El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» –a los hombres que, con sus preguntas, buscan– se halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: ‘Al Dios desconocido’. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir». El texto se encuentra en formato electrónico en: http://www.zenit.org/article-28410?l=spanish. [11] J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, p. 30. [12] J. Ratzinger, ¿Verdad del cristianismo? Discurso a la Sorbona, 27 de noviembre de 1999. Cfr. Fe, verdad y tolerancia, p. 150. Los textos que citaré de este discurso los tomo de la edición digital: http://www.mercaba.org/ARTICULOS/V/verdad_del_cristianismo.htm. Sin embargo, pondré las referencias del texto publicado en Fe, verdad y tolerancia. [13] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 151. [14] Ibid., pp. 151-152. [15] Ibid., p. 152. [16] Ibid. [17] Ibid., p. 152. [18] Ibid., p. 153. [19] Ibid., pp. 153-154. [20] Citado por el Card. Ratzinger, cfr. ibid., p. 154. El texto latino dice así: «Aequum est quidquid omnes colunt, unum putari. Eadem spectamus astra, commune coelum est, idem nos mundus involvit. Quid interest qua quisque prudentia verum requirat? Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum» (Q. A. Symmachus, Relatio de ara Victoriae, 830, 10; PL 16, col. 969). [21] Cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, pp. 123-142. [22] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 139. [23] Ibid. [24] Cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, pp. 183-199. [25] Cfr. J. Assmann, Moses der Ägypter. Entzifferung einer Gedächtnisspur, Carl Hanser Verlag, München – Wien 1998. Existe una edición en español: Moisés el egipcio, Ed. Oberon / Anaya, Madrid 2003. [26] J. Assmann, Moses der Ägypter, pp.17-23; citado en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 184. En lugar de «diferenciación mosaica» sería preferible usar la expresión «distinción mosaica», como de hecho aparece como título de la edición española de otro libro de Assmann: La distinción mosaica o el precio del monoteísmo (Ed. Akal, Madrid 2006). [27] J. Assmann, Moses der Ägypter, p. 19; citado en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 184. [28] Cfr. J. Assmann, Moses der Ägypter, p. 282; citado en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 186. [29] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, p. 186. [30] Ibid., pp. 186-187. [31] Ibid., p. 193. [32] Ibid. [33] Ibid., p. 199. [34] J. Ratzinger, Fe, verdad y cultura. Reflexiones a propósito de la encíclica «Fides et ratio»; cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, pp. 160-161. Como indiqué en la nota 2, cito el texto publicado por Alfa y Omega / Documentos. [35] J. Ratzinger, Dios y el mundo, Creer y vivir en nuestra época. Círculo de Lectores, Barcelona 2002, pp. 246-247.