Película Oppenheimer. Foto: Word on Fire

El ceño fruncido de Oppenheimer por Mons. Robert Barron

“El ceño fruncido de Oppenheimer es, me parece, evocador de profundos conflictos que perduran en la conciencia de Occidente”, dice Mons. Barron, en este comentario a la película Oppenheimer

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Mons. Robert Barron

(ZENIT Noticias – Word on Fire / Winona-Rochester, 16.08.2023).- Cillian Murphy, que evoca maravillosamente al físico J. Robert Oppenheimer en la nueva película de Christopher Nolan, lleva, durante aproximadamente el 85 por ciento de la película, el ceño fruncido de preocupación. Nolan no ensalza a Oppenheimer, sino que lo presenta como un personaje ambiguo, un hombre atormentado por demonios internos, enemigos externos y dilemas morales. Y el ceño fruncido de Oppenheimer es, me parece, evocador de profundos conflictos que perduran en la conciencia de Occidente.

La primera de ellas tiene que ver con la ciencia y los científicos. En el mundo antiguo, el filósofo era probablemente la figura más admirada; en el contexto medieval, el santo; en el entorno moderno, el guerrero o el rico terrateniente. Pero en nuestro entorno contemporáneo, no cabe duda de que el científico ocupa un lugar de honor. Por un instinto bastante profundo, tendemos a buscar la sabiduría, no en sabios, políticos o líderes religiosos, sino en los practicantes de las ciencias duras. No es casualidad que George Lucas modelara el rostro de Yoda, el sabio Jedi de “La guerra de las galaxias”, a partir del de Albert Einstein. Y en efecto, Einstein figura en Oppenheimer, junto con Werner Heisenberg, Niels Bohr, Edward Teller, Enrico Fermi, así como el protagonista epónimo. Me gustó mucho el hecho de que Nolan presente a todos estos actores en su brillantez y celebre sus logros, pero que no los canonice ni los presente como ejemplares morales. Heisenberg, nos enteramos, trabajó para los nazis; Teller era un traidor; Oppenheimer estaba ensimismado y era infiel; etc. Hay que distinguir muy bien entre perspicacia intelectual y excelencia moral, y en nuestra cultura confundimos con demasiada frecuencia la primera con la segunda.

Foto: Wordon Fire

Esto da lugar al segundo conflicto -y es el tema central de la película-, a saber, la tensión entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. Me gustó especialmente el primer acto de Oppenheimer, que explora la educación del joven científico estadounidense, de gran inteligencia, bajo la dirección de algunas de las figuras más destacadas de la ciencia europea. El recién estrenado Dr. Oppenheimer trajo a nuestras costas la todavía novedosa disciplina de la mecánica cuántica y comenzó a mostrar sus implicaciones teóricas y prácticas, incluso en el ámbito militar. Animado por sus opiniones políticas de izquierdas y por su identidad judía, Oppenheimer estaba ansioso por dedicar su ciencia al desarrollo de un arma poderosa que pudiera acabar con los nazis, enemigos tanto de su nación como de su pueblo. De ahí que, invitado, aceptara la invitación del ejército estadounidense para dirigir el Proyecto Manhattan, dedicado al desarrollo de una bomba atómica. Con la ayuda de sus hipercompetentes colegas, Oppenheimer demostró que se podía crear una bomba de poder destructivo épico, y en las primeras secuelas del ataque de Hiroshima se sintió eufórico.

 

Pero lo que empezó a preocuparle más fue si se debería haber utilizado esta horrible arma. Cuando visita al presidente Truman, comenta, con verdadero dolor, que siente que tiene las manos manchadas de sangre. La enseñanza moral católica apoyaría las reservas de Oppenheimer, pues los bombardeos atómicos, que causaron la muerte de más de cien mil inocentes, violaron claramente el principio de discriminación, que dicta que en cualquier acto de guerra hay que distinguir entre combatientes y no combatientes. Aunque varios personajes de la película, incluida una versión caricaturesca de Harry Truman, esgrimen la consabida justificación consecuencialista de que los ataques salvaron vidas a largo plazo, la doctrina católica nunca permitiría hacer algo intrínsecamente malo para que de ello pudiera salir algo bueno.

Un tercer motivo para fruncir el ceño preocupado por Robert Oppenheimer fue la tensión entre su lealtad a Estados Unidos y su asociación con el comunismo. El tercer acto de la película, que francamente me pareció más que un poco cansino, explora esta lucha con cierto detalle. Lo que hace que la parte final de la película sea difícil de digerir no es sólo su ritmo lento, sino también su extraña simpatía por el comunismo de muchos de los amigos y colegas de Oppenheimer. Parece que en Hollywood todavía se considera que ser comunista es algo moderno y vanguardista, que equivale a una devoción romántica por los pobres y los desfavorecidos, y esta actitud es compartida por un número alarmante de jóvenes en nuestro país hoy en día. En realidad, la ideología marxista-leninista ha producido miseria económica y montañas de cadáveres allí donde se ha aplicado, por lo que ninguna persona responsable del siglo XXI debería tener la menor consideración por ella. Por otra parte, es simplemente una cuestión de registro histórico que efectivamente hubo espías soviéticos asociados con el Proyecto Manhattan y que representaban una amenaza real para la seguridad nacional. Aunque en la década de 1950 hubo extremistas macartistas, quienes sospechaban de ciertas asociaciones de Oppenheimer tenían más que justificado su escepticismo y no deberían haber sido retratados como patanes semifascistas.

 

Oppenheimer es una buena película, y el propio Oppenheimer, en su inteligencia, su pasión, sus profundos defectos, un personaje convincente. Pero lo que más me llevo de la película es su ceño nervioso.

 

Traducción del original en lengua inglesa realizada por el director editorial de ZENIT.

 

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Redacción zenit

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