Los autores son el dominico Timothy Radcliffe y Lukasz Popko Foto: Vatican Media

El prólogo del Papa a un libro sobre las “Preguntas sobre Dios, preguntas a Dios”

“Este libro, por el que doy las gracias a los autores, examina dieciocho de las diversas preguntas que Dios plantea a hombres y mujeres en la Biblia, y que diversos personajes dirigen a Dios y a Jesús. La pregunta es un gesto humano, muy humano: revela el deseo de saber, de conocer, la naturaleza de cada uno de nosotros de no conformarse con lo que hay, sino de ir más allá, de alcanzar algo, de profundizar en un tema”, dice el Papa en el prólogo a un nuevo libro

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(ZENIT Noticias / Roma, 30.10.2023).- El martes 31 de octubre la Librería Editrice Vaticana publica el libro “Preguntas sobre Dios, preguntas a Dios. En diálogo con la Biblia”. Los autores son el dominico Timothy Radcliffe (quien recientemente predicó el retiro previo al Sínodo y luego dirigió las meditaciones matutinas) y Lukasz Popko, un joven biblista polaco destinado en la Ecole biblique et archéologique de Jerusalén. Papa Francisco escribió el prólogo para ese libro. Ofrecemos a continuación una traducción al castellano:

***

Jesús hacía preguntas. Una de sus primeras frases, según el evangelio de Juan, fue la pregunta «¿Qué buscáis?», dirigida a los dos discípulos del Bautista que le seguían. Según el evangelista Lucas, la primera palabra de Jesús fue precisamente una pregunta a sus padres, José y María: «¿Por qué me buscáis?». Y en la cruz, al final de su vida terrena dedicada a proclamar la ternura de Dios, se dirigió al Padre con una pregunta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sin embargo, resucitado de entre los muertos, se presentó a María Magdalena con una doble y directa pregunta: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?».

A Jesús le encantaba hacer preguntas. Porque le encantaba conversar con los hombres y mujeres de su tiempo que se agolpaban en torno a este extraño rabino que hablaba de Dios y de sembrar, del Reino de Dios y de tesoros en el campo, de reyes que iban a la guerra y de ricos banquetes. Los que escuchaban a Jesús comprendieron que su discurso no era un montaje retórico, sino una apelación al propio corazón, una forma de cuestionarse interiormente. Un intento de perforar la corteza del ego para dejar que se filtre el bálsamo del amor.

Este libro, por el que doy las gracias a los autores, examina dieciocho de las diversas preguntas que Dios plantea a hombres y mujeres en la Biblia, y que diversos personajes dirigen a Dios y a Jesús. La pregunta es un gesto humano, muy humano: revela el deseo de saber, de conocer, la naturaleza de cada uno de nosotros de no conformarse con lo que hay, sino de ir más allá, de alcanzar algo, de profundizar en un tema. El que pregunta no está satisfecho. El que pregunta está animado por una inquietud que brilla como un síntoma de vitalidad.

Quien es complaciente no se hace preguntas. El que tiene respuestas para todo no se pregunta nada. Piensa que tiene la verdad en el bolsillo, como se tiene un bolígrafo en el bolsillo, listo para usar. Al beato Pierre Claverie, obispo en Argelia, dominico como los autores de este texto, mártir de la amistad y del diálogo con nuestros hermanos musulmanes, le gustaba repetir: «Soy creyente, creo que Dios existe. Pero no pretendo poseerlo, ni a través de Jesús, que me lo revela, ni a través de los dogmas de mi fe. A Dios no se le posee. No se posee la verdad».

Aquí, esta búsqueda, este deseo, este anhelo se concretan en hacer preguntas, en tener preguntas, en escuchar las preguntas de los demás. Lo sabemos bien: la filosofía nació de las grandes preguntas de la existencia: «¿Quién soy?», «¿Por qué hay algo y no nada?», «¿De dónde vengo?», «¿Hacia dónde va mi vida?». Por eso el cristianismo siempre ha estado al lado de quienes se hacen preguntas, porque -estoy convencido- Dios ama las preguntas, las ama de verdad. Creo que Él ama más las preguntas que las respuestas. Porque las respuestas están cerradas, las preguntas permanecen abiertas. Igual que Dios -escribió un poeta- es una coma, no un punto: la coma remite a algo más, hace avanzar el discurso, deja abierta la posibilidad de comunicación. El punto cierra el discurso, pone fin a la discusión, detiene el diálogo. Sí, Dios es una coma. Y le encantan las preguntas.

Este libro nos educa en la importancia de tamizar nuestras preguntas. Las de la Biblia son bellas, provocadoras y nos inquietan. Dios pregunta a Adán: «¿Dónde estás?». El Altísimo interroga a Caín: «¿Dónde está tu hermano?». María pregunta al ángel: «¿Cómo sucederá esto?». Jesús interroga a los suyos: «¿Quién decís que soy yo?». Y finalmente provoca a Pedro: «¿Me amas más que éstos?». Aquí, hacer preguntas significa permanecer abierto a recibir algo que puede trascendernos. Dar sólo respuestas es quedarse anclado en la propia visión de las cosas.

Las preguntas que los autores investigan entre las páginas de la Escritura nos enseñan también otra lección: la calidad y la sinceridad de nuestro cuestionamiento. Hay quien pregunta para poner al interlocutor en una situación difícil, y quien, como un niño que se dirige a sus padres, escucha sinceramente al interlocutor, sabiendo que no sabe. A veces interrogamos a la gente con malicia, intentando poner en peligro al interlocutor: si responde de una manera, su reputación depende de ello, si responde de otra, se traiciona a sí mismo. Por eso, los autores examinan también algunas preguntas de la Biblia que no son tan sinceras como debería ser toda pregunta. La Palabra de Dios es una gran maestra en esto, porque -como dice San Pablo- es una hoja de doble filo y revela la verdad del corazón. Y mientras desvela lo más íntimo de nosotros mismos, la Palabra se muestra capaz de ser oportuna, siempre: Dios, en la Biblia, no habla y se comunica sólo a los hombres y mujeres de la época en que fue escrita, sino que habla a todos, también a nosotros. Habla a nuestros corazones inquietos, si sabemos escuchar. Las preguntas que los autores analizan y discuten siguen siendo actuales, nos sacuden hasta la médula incluso en nuestra sociedad digitalizada, porque son las palabras que todo corazón no anestesiado sabe captar como decisivas para su propia vida: ¿dónde estoy en mi vida? ¿Qué he hecho con mis hermanos y hermanas en la humanidad? ¿Cómo es que Dios entra en mi vida? ¿Quién es para mí Jesús? Del hombre que se llamó Dios y dio su vida por mí, ¿qué me importa?

La Palabra de Dios nos sigue hablando con sus preguntas. Pero no es la única. Como bien demuestra este libro, toda palabra auténticamente humana está impregnada de la palabra divina. Karl Rahner escribió que «el autor como tal está bajo el influjo de la llamada de la gracia de Cristo y, por tanto, debe ser cristiano; ser autor para un hombre es un hecho cristiano». Las páginas de este libro lo atestiguan: su riqueza de referencias literarias, poéticas y cinematográficas apuntan a una abundancia de expresiones que enriquecen nuestra visión de la fe. Nos hacen comprender mejor la afirmación del teólogo alemán: cuando es verdaderamente humana, cuando es expresión de la auténtica interioridad del ser humano, la expresión artística se vuelve teofánica, porque sabe captar lo esencial, sabe dar voz a la gracia, es capaz de comunicar el misterio. Del mismo modo que ante una noche estrellada o una puesta de sol nuestro corazón no puede dejar de alabar a Dios, ante una sonata de Bach o una página de Dostoievski adquirimos la certeza de que el mundo es bueno y de que nuestra vida tiene sentido. Este es el poder de la imaginación humana: ponernos en comunicación con lo divino.

Por último, una nota. Este libro está impregnado de humor. Creo que es un elemento importante y por el que los autores deberían estar doblemente agradecidos. En primer lugar, porque el humor es una expresión humana que se acerca mucho a la gracia. El humor es ligereza, es suave, alegra el alma y nos ofrece esperanza. Quien tiene humor es poco propenso a disgustarse con los demás, es generoso, es capaz de relativizarse a sí mismo; alguien escribió ingeniosamente: «Bienaventurados los que saben reírse de sí mismos, porque nunca se les acabará la diversión». Y al mismo tiempo el humor, cuando lo experimenta el creyente, muestra cómo la fe cristiana no es algo lúgubre o pedante, no es retro o degradante. La fe hace brillar el rostro de quienes se adhieren a ella. El Evangelio da alegría, verdadera alegría, no efímera, por supuesto, sino verdadera alegría en serio: el que cree es feliz, no tiene cara de funeral. Es una persona feliz, ¡se le nota en la cara! De este libro, pues, me resuenan tres llamamientos: que los creyentes sigamos siendo inquietos, siempre capaces de hacer preguntas, e incluso un poco expertos en humor.

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Redacción Zenit

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