VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN
Ciclo C
Textos: Is 66, 18-21; Hb 12, 4-7.11-13; Lc 13, 22-30
Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: El “negocio” de la salvación es lo más importante, necesario, urgente y personal de nuestra vida. Santa Teresa de Jesús dijo: “al final de la vida el que se salva sabe y el que no, no sabe nada”.
Síntesis del mensaje: Jesús sigue educando a los discípulos, y a nosotros también. Y hoy nos da la clave de cómo salvarnos, es decir, los requisitos. Salvación completa: cuerpo y alma. Para salvarnos no basta el simple hecho de haber conocido a Jesús y pertenecer a la Iglesia, o tener privilegios de nacimiento o por algún mérito pasado. Es necesario también pasar por la “puerta estrecha” (evangelio), y abandonar la “puerta ancha”.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, es un hecho que Dios “quiere que todos se salven” (1 Tim 2, 4). La primera lectura de hoy también nos lo recuerda: “Yo mismo vendré a reunir a todas las naciones…y verán mi gloria”. Y también el evangelio: “Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente…a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios”. ¡A todos! Judíos y paganos, cristianos, protestantes y anglicanos, musulmanes y budistas, ateos, agnósticos y renegados. Para eso, Dios Padre mandó a su Hijo al mundo. Para eso, Dios Hijo fundó su verdadera Iglesia, donde encontramos todos los medios de salvación: los sacramentos, la intercesión de la Santísima Virgen y de los Santos. Para eso, Dios Espíritu Santo realiza la obra de santificación en el alma de quienes le dejan, mediante la infusión de los siete dones: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad, temor de Dios; y los frutos suculentos de su acción divina: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (Cf. Gálatas 5, 22-23). Dios no tiene otro regocijo que el salvar a sus hijos esparcidos por todo el mundo.
En segundo lugar, ¿qué hacer entonces?Si el alma vale tan alto precio, y el hombre llega a perderla, ¿con qué bien del mundo podrá compensar tan grande pérdida? ¡Salvar nuestra alma! El negocio más importante, único y urgente, personal e irreparable de la vida es la salvación del alma. Negocio más importante, porque Dios mandó a su Hijo al mundo y le hizo derramar la sangre y morir en la cruz para salvar nuestras almas. Negocio único que tenemos en esta vida (cf. Lc 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguera de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a los asuntos mundanos. ¡Cuántas locuras no cometerían muchos si pensasen en estas palabras de Cristo: «¿De qué le sirve al hombre –dice el Señor– ganar todo el mundo, si pierde su alma?»(Mt. 16, 26); palabras éstas que le recordaba una y otra vez en la Universidad de París Ignacio de Loyola al mundano Francisco Javier, hasta que le taladraron el alma y se convirtió. Negocio personal, porque sólo cada uno de nosotros tiene que invertir en salvar su propia alma. Negocio irreparable, pues «no hay error que pueda compararse –dice San Eusebio– al error de descuidar la eterna salvación». Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió. Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, perdióse para siempre. No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer 8. 20). Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: «Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá cardenal, y tal vez pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?». «Vamos –díjole al fin–, piensa en estas últimas palabras». Marchó Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: «¿Y después? ¿Y después?», abandonó los negocios terrenos, se apartó del mundo y entró en la misma congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios. Razón tenía San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma.
Finalmente, el evangelio de hoy nos da la clave para salvarnos: entrar por la puerta estrecha. ¿Qué supone entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida eterna y a la salvación? Nos responde la Didaché, obra de la literatura cristiana primitiva que pudo ser compuesta en la segunda mitad del siglo I, donde se narra la Enseñanza del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles: Hay dos caminos. Uno de la vida y otro de la muerte; pero la diferencia entre los dos caminos es grande. Al camino de la vida le corresponden el amor a Dios y al prójimo, el bendecir a quien nos maldice, el mantenerse alejado de los deseos carnales, perdonar a quien nos ofende, ser sincero, pobre; en suma, los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas de Jesús. Al camino de la muerte le corresponden, por el contrario, la violencia, la hipocresía, la opresión del pobre, la mentira; en otras palabras, lo opuesto a los mandamientos y las bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-8).
Para reflexionar: ¿Son muchos los que se salvan? ¿Son pocos? ¿Estaré yo entre los que se salvan? ¿Qué he de hacer para salvarme? Esta poesía de fray Pedro de los Reyes (español del siglo XVI) nos puede hacer reflexionar hoy:
YO PARA QUE NACÍ
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.
Para rezar: Recemos con san Alfonso María de Ligorio: “¡Oh Redentor mío, vos habéis derramado vuestra sangre para redimir mi alma, y yo la he perdido tantas veces, y la he vuelto a perder! Os doy gracias por haberme concedido tiempo para recobrarla, recobrando vuestra gracia. ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué no he muerto antes de llegar a ofenderos! Consuela la idea de que vos no rechazaréis los corazones que se humillan y se arrepienten de sus pecados. ¡Oh, Virgen María, refugio de pecadores, socorred a un pecador que se recomienda a vos, y en vos confía!”.
Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, arivero@legionaries.org