«Franciscano aclamado por su virtud y prodigios. Dio nombre a la misión, ciudad y condado de California, y ostenta el patronazgo de numerosas localidades españolas. Se le festeja en diversos estados de México y Colombia»
Aunque los franciscanos conmemoran su día el 13 de noviembre, fecha de su fiesta más extendida, el Martirologio Romano lo incluye el 12 de noviembre, criterio que se sigue en este santoral de ZENIT. Nuevamente, y como se ha visto hace unos días con otras misiones californianas fundadas por fray Junípero Serra, san Diego de Alcalá da nombre a la primera de todas las que aquél admirable apóstol mallorquín erigió, hecho que se produjo el 16 de julio de 1769. Diego nunca salió de los confines de la España peninsular e insular, exceptuando un corto periodo que pasó en Roma, pero su nombre, virtud y milagros se respiran en el aire del continente americano y el de otros muchos lugares del mundo, gracias a que tres siglos después de su muerte su intrépido y santo hermano pensó en él al hender la cruz en tierra marcando su fundación, como hizo en todas sus misiones. Ésta de san Diego fue asediada por contratiempos y entonces otro mallorquín, fray Luís Jaume, primer mártir de California, aconsejó su desplazamiento a nuevo lugar. Erró en su idea, por lo cual más tarde fray Junípero la devolvió a su emplace original.
Diego nació en la localidad sevillana de San Nicolás del Puerto, España, hacia finales del siglo XIV; se desconoce la fecha exacta. La modestísima condición de sus piadosos y humildes progenitores le impidió recibir adecuada formación académica. El santo fue una de las tantas personas iletradas que había en ese momento en España, una circunstancia que no influyó en absoluto en su virtud, ya que su excelsa ciencia y sabiduría se la debía únicamente a Dios. Cinceló sus rasgos de perfección muy pronto llevando una intensa vida de oración y penitencia con espíritu monacal, y bajo la dirección de un ermitaño, cerca de la iglesia del pueblo. Para su supervivencia y asistencia a los pobres, labraba una huerta y se dedicaba a la artesanía realizando diversos utensilios para uso doméstico.
Las noticias que tuvo acerca de la vivencia del carisma franciscano llamaron su atención, y a los 30 años solicitó ingresar en el convento de Arrizafa, Córdoba. Al tratarse de una persona sin formación, no pudo profesar más que como lego. Fue destinado a oficios que bien conocía, como el de hortelano, y en el tramo último de su existencia, a la delicada, aunque humilde misión de portero, en la que desplegó sus grandes virtudes, especialmente la paciencia, caridad, prudencia y amabilidad que le caracterizaron.
Su vida estuvo plagada de prodigios. Y no siempre fueron comprendidas las gracias que recibía. Cuando dentro de la comunidad censuraban su desprendimiento con los desfavorecidos, sin inmutarse su ánimo, respondía: «No teman, Dios no puede dejar de bendecir esta clase de abusos, lejos de arruinar a la comunidad, esas limosnas atraerán hacia ella las gracias del cielo, pues el bien hecho a los pobres es caridad hecha a Jesucristo». Rezumando caridad, y abrasado en el amor a Cristo crucificado, muchas veces se quedaba sumido en raptos de los que «regresaba» con tal sabiduría que sin pretenderlo se convertía en maestro de versados teólogos que escuchaban atónitos la profundidad y clarividencia de sus respuestas. Era un religioso que sentía pasión por la Eucaristía, obediente, hombre de oración y mortificación, sencillo y servicial, virtudes que vivió de forma heroica y que admiraban a santa Teresa de Jesús.
Su devoción a María fue inmensa; se sentía amparado por Ella, a la que atribuyó sus muchos milagros. Pasó por Sevilla y Canarias donde fue guardián del convento de Fuerteventura, lugar en el que evangelizó durante ocho años a muchos nativos. Las trabas que le pusieron por esta acción apostólica marcaron su regreso a la Península en 1449. Otra de sus misiones discurrió en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz. En 1450 viajó a Roma junto a su superior, fray Alonso de Castro, con objeto de participar en el año jubilar. Además, se canonizaba a san Bernardino de Siena. Su estancia en el convento de Santa María in Ara Coeli coincidió con una epidemia de peste que afectó a una parte de los religiosos. El convento acogió a muchos damnificados, y Diego fue el encargado de llevar las riendas del entramado sanitario que tuvo que ponerse en marcha de manera imprevista. Durante tres meses heroicamente asistió y consoló a los contagiados y a tantos otros que tocaban las puertas del religioso recinto por carecer de todo para su sustento y vestido, realizando diversos milagros entre ellos.
Vuelto a España, pasó por Sevilla y Castilla, en su convento de la Salceda. Su último destino fue el de Santa María de Jesús, de Alcalá de Henares. Durante más de diez años se dedicó a la horticultura y, finalmente, a la portería, misión que ejerció admirablemente, y lugar en el que continuaron manifestándose los prodigios. Uno de ellos se produjo al ser recriminado por un religioso que censuraba su generosidad. Al descubrirse el hábito, los panes que había escondido se convirtieron en flores. El 12 de noviembre de 1463, cuando tenía 63 años, murió. Previamente, había sostenido en sus brazos el crucifijo de madera que había sido su más preciado compañero toda la vida, recitando ante él esta estrofa del himno litúrgico a la cruz: Dulce lignum, dulces clavos, dulcia ferens pondera (Dulce madero, que sostienes tan dulces clavos y tan dulce peso). Aclamado en vida por altos miembros de la Iglesia, reyes y plebeyos, fue inmortalizado por Lope de Vega, y su figura plasmada en lienzos por artistas de la talla de Zurbarán, Murillo y Gregorio Hernández, entre otros. Sixto V lo canonizó el 2 de julio de 1588. Felipe II, que fue agraciado por el santo una vez fallecido, obteniendo la curación de su hijo, había instado al pontífice Pío IV a que iniciara su causa.
Es patrón de los franciscanos legos, y ostenta también el patronazgo de numerosas localidades españolas, pero también se celebra su festividad en diversos estados de México y Colombia, además de la mencionada California.