(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 06.04.2023).- A las 9:30 de la mañana del Jueves Santo de 2023, el Papa Francisco presidió la Misa Crismal en la Basílica Vaticana, misa que se celebra en este día en todas las Iglesias Catedralicias.
Durante la Celebración Eucarística, los sacerdotes renovaron las promesas hechas en Ordenación Sacerdotal; después tuvo lugar la bendición del óleo de los enfermos, del óleo de los catecúmenos y del crisma. Al final de la misa el Papa obsequio a los sacerdotes y obispos concelebrantes el libro llamado «La segunda llamada», del Padre Voillaume.
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«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar (cf. Is 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.
Y sobre Él quisiera reflexionar hoy con ustedes, queridos hermanos, sobre el Espíritu del Señor. Porque sin el Espíritu del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad. Él es el protagonista y, en este día en que nació el sacerdocio, es hermoso reconocer que Él está en el origen de nuestro ministerio, de la vida y de la vitalidad de todo pastor.
En efecto, la santa Madre Iglesia nos enseña a profesar que el Espíritu Santo es «dador de vida» (1), como lo afirmó Jesús diciendo: «El Espíritu es el que da Vida» (Jn 6,63); una enseñanza de la que se hizo eco el apóstol Pablo, quien escribió que «la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co 3,6) y habló de «la ley del Espíritu, que da la Vida […] en Cristo Jesús» (Rm 8,2).
Sin Él, tampoco la Iglesia sería la Esposa viva de Cristo, sino a lo sumo una organización religiosa —más o menos buena—; no sería el Cuerpo de Cristo, sino un templo construido por manos humanas. ¿Cómo, pues, puede edificarse la Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos «templos del Espíritu Santo» que «habita en nosotros» (cf. 1 Co 6,19; 3,16)? No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en alguna zona de devoción. No, debemos ponerlo en el centro. Necesitamos decirle cada día: «Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre» (2).
El Espíritu del Señor está sobre mí. Cada uno de nosotros puede decir esto; y no es presunción, es una realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las siguientes palabras: «porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios. Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la unción.
Tras la primera «unción» que tuvo lugar en el vientre de María, el Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán. Después de esto, como explica san Basilio, «toda acción [de Cristo] se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo» (3). En efecto, por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos; en virtud de ella «salía de Él una fuerza que sanaba a todos» ( Lc 6,19). Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos del Padre (4) —Ireneo dice esto— que, extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo. Sí, hermanos, el Señor no sólo nos ha elegido y llamado de aquí y de allá, sino que ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los Apóstoles. Hermanos, nosotros somos «ungidos».
Fijémonos, pues, en ellos, en los Apóstoles. Jesús los eligió y a su llamada dejaron sus barcas, sus redes, sus casas y todo lo demás. La unción de la Palabra cambió sus vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. No debemos tener miedo. Seamos valientes para leer nuestra propia vida y nuestras caídas. Ellos llegaron a renegar y a abandonar al Maestro, Pedro el primero.
Tomaron conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido. El «no conozco a ese hombre» (cf. Mc 14,71), que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena, no es sólo una defensa impulsiva, sino una confesión de ignorancia espiritual: él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas.
Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue precisamente esa «segunda unción», en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos.
Esta es la contradicción que debemos resolver: ¿soy pastor del pueblo de Dios o de mí mismo? Y es el Espíritu el que nos enseña el camino. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor (cf. Mc 10,35-45), nuestro carrerismo, hermanos; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo. Es el Espíritu el que cambia nuestro corazón, el que lo pone en ese plano distinto, diferente.
Hermanos, un itinerario como éste abarca nuestra vida sacerdotal y apostólica. También para nosotros hubo una primera unción, que comenzó con una llamada de amor que cautivó nuestros corazones. Por ella soltamos las amarras, y sobre ese entusiasmo genuino descendió la fuerza del Espíritu, que nos consagró. Luego, según el tiempo de Dios, llega para cada uno la etapa pascual, que marca el momento de la verdad. Y es un momento de crisis, que reviste diversas formas.
A todos, antes o después, nos sucede que experimentamos decepciones, dificultades, debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Esta etapa —de esta tentación, de esta prueba que todos tuvimos, tenemos y tendremos— esta etapa representa un momento culminante para quienes han recibido la unción. De ella se puede salir mal parado, deslizándose hacia una cierta mediocridad, arrastrándose cansinamente hacia una «normalidad» en la que se insinúan tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta «llenarse» con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo —que es lo más común—, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias permanecen intactas —«Yo soy sacerdote, yo soy cura»—, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón; y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. Es un destilado, ¿entiendes? Cuando el sacerdocio lentamente va deslizándose hacia el clericalismo y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un clérigo de estado.
Pero esta crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso» (5).
Al final de esta celebración les darán como regalo un clásico, un libro que trata este problema: «La segunda llamada» es un clásico del Padre Voillaume que aborda este problema, léanlo.
Por otra parte, todos nosotros necesitamos reflexionar sobre este momento de nuestro sacerdocio. Es el momento bendito en el que, como los discípulos en Pascua, estamos llamados a ser «suficientemente humildes para confesarnos vencidos por Cristo humillado y crucificado, y aceptar iniciar un nuevo camino, el del Espíritu, el de la fe y el de un amor fuerte y sin ilusiones» (6). Es el kairós en el que descubre que «las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir con la ayuda del Espíritu Santo hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad» (7).
Con la ayuda del Espíritu Santo: es el tiempo, para nosotros como para los Apóstoles, de una «segunda unción», tiempo de una segunda llamada que debemos escuchar, para la segunda unción, en la que acojamos al Espíritu no en el entusiasmo de nuestros sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad. Es una unción que desvela la verdad en lo profundo de nosotros mismos, que le permite al Espíritu ungir nuestras debilidades, nuestros trabajos, nuestra pobreza interior. Entonces la unción tiene de nuevo buen olor: la fragancia de Cristo, no la nuestra.
En este momento, interiormente, estoy haciendo memoria de algunos de ustedes que están en crisis —digámoslo así— que están desorientados y que no saben cómo afrontar el camino, cómo retomar el camino en esta segunda unción del Espíritu. A estos hermanos —yo los tengo presentes— simplemente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tu debilidad, que tus pecados. Abandónate en el Señor y déjate llamar una segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirar todo por la ventana, tampoco. Mira hacia adelante, déjate acariciar por la unción del Espíritu Santo.
Y el camino para este paso de maduración es admitir la verdad de la propia debilidad. A esto nos exhorta «el Espíritu de la Verdad» (Jn 16,13), que nos impulsa a mirar hasta el fondo de nosotros mismos, para preguntarnos: ¿mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores, o de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida?
Hermanos, la madurez sacerdotal pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el protagonista de nuestra vida. Entonces todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras —también los pecados—, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a Aquel que nos ha impregnado en su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros. Hermanos, redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!
Si dejamos actuar en nosotros al Espíritu de la verdad custodiaremos la unción —custodiar la unción—, porque enseguida saldrán a la luz las falsedades —las hipocresías clericales—, las falsedades con las que estamos tentados de convivir. Y el Espíritu, que «lava las manchas», nos sugerirá, sin cansarse, que «no manchemos la unción», ni un poco.
Me viene a la memoria aquella frase de Qohélet que dice: «Una mosca muerta corrompe y hace fermentar el óleo del perfumista» (10,1). Es verdad, toda doblez —la doblez clerical, por favor— toda doblez que se insinúa es peligrosa, no hay que tolerarla, sino sacarla a la luz del Espíritu. Porque si «nada es más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo» ( Jr 17,9), el Espíritu Santo es el único que nos cura de la infidelidad (cf. Os 14,5).
Para nosotros es una lucha a la que no podemos renunciar, en efecto, es indispensable, como escribía san Gregorio Magno, que «quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar. […] que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior» (8). El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir.
Hermanos, custodiemos la unción; que invocar al Espíritu no sea una práctica ocasional, sino el aliento de cada día. Ven, ven, custodia la unción. Yo, ungido por Él, estoy llamado a sumergirme en Él, a dejar que su luz entre en mis sombras —tenemos tantas— para encontrar la verdad de lo que soy. Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió» —continúa la profecía—, y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice san Basilio: «El Espíritu es armonía», es Él el que crea la armonía. Después de haberles hablado de la unción, quisiera decirles algo sobre esta armonía, que es su consecuencia. En efecto, el Espíritu Santo es armonía. Antes que nada, en el cielo. San Basilio explica que «toda esa armonía sobrecelestial e indecible en el servicio de Dios y en la sinfonía mutua de las potencias supracósmicas, es imposible que se conserve si no es por la autoridad del Espíritu» (9). Y luego, en la tierra.
Él es, en efecto, en la Iglesia, esa «Armonía divina y musical» (10) que lo une todo; si no, piensen en un presbítero sin armonía, sin Espíritu, no funciona. Él suscita la diversidad de los carismas y la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la homologación, sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad. Así crea armonía en un presbítero. En los años del Concilio Vaticano II, que fue un don del Espíritu, un teólogo publicó un estudio en el que hablaba del Espíritu no en clave individual, sino plural. Invitaba a pensar en él como una Persona divina no tanto singular, sino «plural», como el «nosotros de Dios», el «nosotros» del Padre y del Hijo, porque es su nexo, es en sí mismo concordia, comunión, armonía (11). Recuerdo que cuando leí este tratado teológico —estaba estudiando teología— me escandalicé, me parecía una herejía, porque en nuestra formación no se entendía bien cómo era el Espíritu Santo.
Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es bailar el minué, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu. Se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de división, por ejemplo —y volvemos al mismo tema— con las murmuraciones.
Cuando somos instrumentos de división pecamos contra el Espíritu. Y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas, alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo. Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto de la Santa Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con cualquier falta de caridad y de comunión. Recordemos que el Espíritu, «el nosotros de Dios», prefiere la forma comunitaria: es decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones.
La armonía no es una virtud entre otras, es mucho más. San Gregorio Magno escribe: «De cuánto valga, pues, la virtud de la concordia consta, puesto que, sin ella, queda demostrado que las demás virtudes no son virtudes» (12). Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, custodiar la armonía —esta es la tarea—, empezando no por los demás, sino por uno mismo; preguntándonos: mis palabras, mis comentarios, lo que digo y escribo, ¿tienen el sello del Espíritu o el del mundo? Pienso también en la amabilidad del sacerdote —porque muchas veces los curas, nosotros, somos unos maleducados—; pensemos en la amabilidad del sacerdote: si la gente encuentra incluso en nosotros personas insatisfechas, personas descontentas, solterones, que critican y señalan con el dedo, ¿dónde descubrirán la armonía? ¡Cuánta gente no se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino mirada con recelo y juzgada! En nombre de Dios, ¡acojamos y perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que es comunión y armonía. Y esto desagrada mucho y sobre todo al Espíritu Santo, a quien el apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer (cf. Ef 4,30).
Hermanos, les dejo estas reflexiones que han salido del corazón y concluyo dirigiéndoles una palabra sencilla e importante: gracias. Gracias por su testimonio, gracias por su servicio; gracias por el mucho bien escondido que hacen, gracias por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios: perdonar siempre, por favor, nunca negar el perdón; gracias por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo, incomprensiones y poco reconocimiento. Hermanos, que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de armonía.