En la ciudad polaca de Auschwitz, la orquesta sinfónica el Camino Neocatecumenal interpretó el 23 de junio, la Sinfonía «El sufrimiento de los inocentes», delante de la llamada «Puerta de la Muerte», la entrada del campo de concentración de Birkenau, conocida como Auschwitz II.
La obra musical, compuesta por el fundador y responsable internacional del Camino, Kiko Argüello, fue parte integrante de una celebración en honor a los millones de víctimas del holocausto y a todos las víctimas inocentes de nuestro días.
Participaron en el acto diversos cardenales, más de 50 obispos, 30 rabinos y numerosas personalidades del mundo católico y hebreo. Unas 12.000 personas han asistido al acto presidido por el arzobispo de Cracovia, el cardenal Stanislaw Dziwisz.
El profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera, y musicólogo, Ignacio Prats Arolas, escribió para ZENIT, un análisis de la sinfonía coral ‘El sufrimiento de los inocentes’, que les proponemos a continuación.
“EL SUFRIMIENTO DE LOS INOCENTES”:
SONIDOS DEL HEBRAÍSMO PARA LA PASIÓN DE CRISTO
La sinfonía coral “El sufrimiento de los inocentes”, compuesta por el iniciador del Camino Neocatecumenal, Kiko Argüello, con ayuda de un nutrido grupo de músicos españoles e italianos, no es la primera obra musical de la tradición occidental en la que se emplean recursos melódicos o instrumentales derivados de las músicas judías. En este sentido, son varios los compositores que a uno le vienen a la memoria. Entre ellos destaca quizás Ernest Bloch (1880-1959), compositor de origen suizo y autor de numerosas obras inspiradas en la tradición musical judía, desde su célebre Baal Shem, para violín y piano, o su más tardía Suite Hebraica; pero también Maurice Ravel (1875-1937), por ejemplo, se interesó por el repertorio cancionístico hebreo, del que adaptó sus dos Melodías Hebraicas.
Por otra parte, el contacto entre las culturas musicales judías y occidentales –cristianas, en principio— no ha sido unidireccional: el pueblo hebreo ha incorporado desde siempre a sus músicas elementos de las tradiciones musicales con las que entraba en contacto en Europa. Piénsese, por ejemplo, en la apropiación de instrumentos como el violín y el clarinete, que han llegado a convertirse en iconos musicales de la cultura judía global; o en la absorción de elementos esenciales de la gramática musical occidental, al menos desde el siglo XVIII, como un lenguaje armónico normalizado expresado típicamente con el empleo del órgano en el acompañamiento del canto sinagogal.
Sin embargo, la sinfonía de Argüello sí es la primera en la que sobre un lenguaje musical que se inspira en elementos melódicos, tímbricos y, hasta cierto punto sintácticos, en el mundo sonoro del hebraísmo, se comunica un contenido explícito cristiano, la pasión y resurrección de Cristo, en un contexto performativo paralitúrgico en el que se congregan por igual judíos y cristianos. Sobre las virtudes de este tipo de novedosa celebración, más allá de lo estrictamente musical, se ha escrito ya algo en otros lugares. Pero no debería olvidarse que, en buena medida, son ciertas cualidades musicales las que propician una lectura de dicha celebración en clave de reconciliación (sólo apuntaré aquí alguna idea al respecto). Así, por ejemplo, la sencillez estructural, que no simplismo, de este canto sinfónico, el recurso a la repetición –muy frecuente en los niggunim (melodías)— como generadora de forma, o la evitación de texturas opacas contrapuntísticamente hablando, sacan a un primer plano de significado musical los timbres: tal es el caso del empleo del violín o la viola a solo, con un estilo improvisatorio y una ornamentación que recuerda la de los klezmerim, en el primer movimiento Getsemaní; o, sobre todo, del diálogo que mantienen los dos clarinetes —uno empleando una técnica de ejecución propia del sinfonismo occidental, el otro usando el vibrato y la ornamentación microtonal propia del clarinete klezmer— al comienzo del segundo movimiento Lamento. Más aún, en el último movimiento Resurrexit, se pueden escuchar los ecos del shofar en la recurrente llamada de la trompa, cuyo motivo inicial se basa en un intervalo de quinta justa, típico del instrumento judío.
Esta fusión, en el ámbito puramente musical, entre texto cristiano y sonoridades provenientes directa o indirectamente de músicas judías, supone un logro expresivo. Este logro, a su vez, permite a una audiencia judía, con el recuerdo del sufrimiento infligido a su pueblo en Europa durante siglos todavía vivo en su memoria, y con escaso o nulo contacto previo con la fe católica, interpretar como un consuelo el dolor de la Virgen María y, en ella, de todos los cristianos, por la muerte de su Hijo inocente —y hay testimonios directos entre los oyentes hebreos de esta obra que avalan esta lectura—. Es como si a través de la Celebración Sinfónica compartida ya con tantos hermanos del pueblo de Israel, y de la que el canto sinfónico “El sufrimiento de los inocentes” es, en cierto modo, el corazón, se diera para la Iglesia un nuevo cumplimiento del mandato divino dado al profeta Isaías (40, 1-11): “Consolad a mi pueblo y hablad al corazón de Jerusalén; decidle que se acaba su esclavitud”.