El género literario de la condición postmoderna

Una reflexión de Rodolfo Papa, profesor de Historia de las Teorías Estéticas en la Universidad Urbaniana de Roma

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Por Rodolfo Papa

ROMA, martes 21 agosto 2012 (ZENIT.org).- En el precedente artículo (ver: http://www.zenit.org/article-42331?l=spanish) habíamos tratado el análisis de un movimiento artístico, el del Arte Pobre, que es expresión de la visión postmoderna del concepto de arte. Permaneciendo en el mismo ámbito, pienso que pueda ser interesante afrontar el marco más amplio de las cuestiones teoréticas del arte en relación con la condición postmoderna, es decir, analizar aquello que es entendido como propio del fin del arte1.

De los análisis que estamos proponiendo en el curso de los años, estrechamente ligados a las cuestiones artísticas, me parece que se deduce que difícilmente se pueda hablar con entusiasmo de una superación de lo moderno en clave optimista. De hecho, si por una parte la postmodernidad ha puesto en evidencia los síntomas de la crisis moderna, por otra, sin embargo ha renunciado a producir los remedios2.

Romano Guardini, en la primera mitad del siglo pasado, afirmaba que en la modernidad hubo elementos buenos y nuevos. Pero el bien no es nuevo porque deriva de su raíz cristiana y lo nuevo no es bueno porque deriva del rechazo del cristianismo. Preconizaba que el fin de la modernidad sería un mal fin, previsible desde el inicio, desde su nacimiento, porque al separarse de su raíz cristiana la cultura moderna no podría más que degenerar en una pérdida de sentido3.

La pérdida de sentido, sea como rechazo voluntario de las raíces cristianas que está en el origen de la modernidad, o como resultado final de la pérdida de sentido de las narraciones, es de hecho el alma de la condición postmoderna, que se manifiesta más visiblemente en la desmitización y desmistificación de la modernidad misma. Por lo tanto, de alguna forma, todos los movimientos artísticos que surgen de la desilusión o de la pérdida de sentido, como el Pop Art o el Arte Pobre y diversas expresiones tales como el Minimal Art o el Land Art de los lejanos años sesenta del siglo pasado, tienen como mínimo común múltiplo una visión discontinua de la historia y la voluntad de deconstruir, fruto de la deslegitimación, todo metalenguaje.

Observado, desde un punto de vista propiamente artístico (lingüístico?), la deslegitimación de toda narración por parte de la postmodernidad, podemos notar que ya no existen más los géneros narrativos, o, si queremos establecer una metáfora con la poesía, los géneros literarios. Los géneros caballeresco, épico, trágico, cómico, místico, elegíaco… son de hecho considerados superados, anulados porque se fundan en un sistema considerado ilegítimo, como puede ser el saber filosófico o la fe, intrínsecamente ligados a la narración. Todo el amplio espacio de las representaciones expresivas si ha reducido a poquísimos géneros, a poquísimas formas consideradas todavía legítimas y por lo tanto, no deslegitimadas.

La deslegitimación deconstructiva que tiene como objeto el anulación de todo posible conflicto entre posiciones antinómicas, de hecho, anula todos los géneros poéticos porque ya no hay nada dentro de tal visión del mundo que pueda ser afirmado. De esta demolición lingüística permanece fuera aquello que pueda ser capaz de obrar una crítica o de perpetrar una ulterior deslegitimación, el instrumento capaz de deslegitimizar: la sátira.

La sátira se ha transformado en el género capaz de representar la condición postmoderna; ésta es capaz de declinarse en varias formas, desde la farsa hasta la invectiva. Gradualmente ha adquirido poder y ha llegado a ser, irónicamente, el género literario más difundido. Ya con George Grosz y Otto Dix, la sátira se convirtió a principios del siglo pasado un verdadero y propio lenguaje artístico para denunciar y burlarse del poder. Pero esto no es una simple innovación en el campo artístico, es de hecho, la manifestación visible del último acto de la deslegitimación de toda narración aparecida durante el Decadentismo. Desde aquel momento en adelante, el arte lentamente renuncia a afirmar cualquier cosa y retoma el camino de la protesta y de la denuncia social, política, religiosa. Ya en el siglo XIX se presentan algunas obras de arte con temática de denuncia social, pero luego la cuestión se diversificó: al ser deslegitimado acompaña también todo el sistema de arte y la visión del mundo que lo acompaña. Jean Cocteau, el mismo Picasso o los surrealistas toman este género mezclándolo con el sueño, la paradoja y la hipérbole convirtiéndolo en el género preferido.

Cada afirmación propuesta en el interior de las opciones ideológicas postmodernas es de hecho un ataque a algo que es visto como residuo, todavía por abatir, de la historia. Las iniciativas artísticas, o mejor, el marketing de las operaciones comerciales construidas en torno a las manifestaciones artísticas, se nutren de este tipo de lenguaje. Cada símbolo supérstite a la deslegitimación o a la deconstrucción es visto como expresión de un poder y, por lo tanto, debe ser abatido o, por lo menos, atacado. Un ejemplo famosísimo es el de la obra de Mauricio Cattelan, que representa a Juan Pablo II aplastado por un meteorito, exhibida en la Royal Academy of Arts de Londres y en la Bienal de Venecia.

Pero no debemos pensar que este modo de desacralizar o de deslegitimizar está reservado sólo a este ámbito expresivo, pues si observamos mejor la realidad cotidiana, nos daremos cuenta que tal sistema ha penetrado en todas partes, o tal vez el género de la farsa es de hecho el género que el sistema publicitario ha adquirido para afirmar el consumo. Obviamente nada se puede decir como verdadero y, por lo tanto, se hace necesario un género capaz de afirmar deslegitimizando. Por ejemplo: para vender una conocida marca de café se recurre al testimonio de San Pedro y se ironiza de manera farsesca sobre el Paraíso; en esta misma línea una emisora televisiva satelital propuso una campaña publicitaria de abono utilizando imágenes iconográficas bíblicas y evangélicas interpretadas por deportistas conocidos que literalmente hacen milagros. Decenas de veces en los últimos años hemos visto publicidades que han tenido como protagonistas monjas, frailes y sacerdotes representados como astutos o egoístas para vender cera para el piso, agua mineral o abonos telefónicos.

Los símbolos no gratos a la condición postmoderna porque son expresiones de una cultura que tiene como centro afirmaciones veritativas para ella intolerables; de hecho, los géneros poético y narrativo son prohibidos porque están ligados. Sin embargo, en el caso de las opciones artísticas son retomados para ser negados y el el complejo caso del sistema publicitario están sujetos a la sátira o a la ironía para afirmar la validez del producto publicitario. Todo se limita a juegos lingüísticos, a metáforas vacías, útiles sólo para una fugaz carcajada y para fijar en la mente el producto a adquirir.

NOTAS

1 Cfr. A.C. Danto, Dopo la fine dell’arte. L’arte contemporanea e il confine della storia [1997], trad. it., Bruno Mondadori, Milano 2008.

2 “Con esto el postmoderno define con lucidez un diagnóstico, pero es incapaz de una terapia” G. Morra, Il cuarto uomo. Postmodernità o crisi della modernità?, Armando editore, Roma 1992, p. 21.

3 Cfr. A. Olmi, La fine della modernità nel pensiero di R. Guardini e G. Vattimo, en Sacra Doctrina 46 (2001/6), pp. 7-28. 

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ZENIT Staff

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