El Papa responde a las inquietudes de los párrocos (IV)

Intervención en el encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma

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ROMA, miércoles 4 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación, el cuarto artículo de la serie con la transcripción del interesante diálogo que el Papa mantuvo con los párrocos de la diócesis de Roma, en el encuentro celebrado el pasado jueves 26 de febrero, y que ha hecho público la Santa Sede.

La primera parte fue publicada por ZENIT el 27 de febrero, la segunda el 3 de marzo y la tercera el 4 de marzo.

* * *

5) Santo Padre, soy el padre Marco Valentini, vicario en la parroquia de san Ambrosio. Cuando estaba formándome no me daba cuenta, como ahora, de la importancia de la liturgia. Ciertamente no faltaban las celebraciones, pero no entendía mucho que es «el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y la fuente de la que mana toda su energía» (Sacrosanctum Concilium, 10). La consideraba, más bien, un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica pía y no en cambio un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan deseada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual. Por otro lado creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristianos o salvarse, y que bastaba con poner en práctica las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia, y si sin ella nuestra fe no se reduciría a una moral, una idea, una doctrina, un hecho del pasado, y nosotros los sacerdotes no pareceríamos más profesores o consejeros que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La misma Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que tiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium 6; Praenotanda del Leccionario 4 y 10. Y pensemos también en el pasaje de Emaús o del funcionario etíope (Hechos, 8). Por ello, esta es la pregunta. Sin quitar nada a la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, quisiera comprender si nuestra especificidad no requeriría una mayor formación litúrgica, o si la praxis y la estructura de los estudios actualmente ya satisfacen suficientemente la Constitución Sacrosanctum Concilium 16, cuando dice que la liturgia debe considerarse entre las asignaturas necesarias y más importantes, principales, y debería enseñarse bajo el aspecto teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico, y que los profesores de otras asignaturas procuren que la conexión con la liturgia resulte clara. He hecho esta pregunta porque, tomando nota del decreto. Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo y nuestra propia eficacia pastoral dependen mucho de la autoconsciencia que tenemos de nuestro inagotable misterio de nuestro ser bautizados, confirmados y sacerdotes.

–Benedicto XVI: Por tanto, si he entendido bien, la pregunta es: cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con tantas dimensiones, el espacio y lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio. En este sentido, me parece, es también una pregunta sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene tantas dimensiones. Debemos buscar cuál es el punto unificador, para que muchas de estas preocupaciones que tenemos sean todas juntas un trabajo de pastor. Si he entendido bien, usted es del parecer de que el punto unificador, que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y por tanto, la mistagogía que nos enseña a celebrar.

Para mí es importante realmente que los sacramentos, la celebración eucarística de los sacramentos, no sea algo extraño a las labores más contemporáneas como la educación moral, económica, todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no del todo integrada en la totalidad de nuestro ser humano. Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser un hombre. Esto exige, como hemos visto, muchas cosas: desde la gran denuncia del pecado original en las raíces de nuestra economía y de tantos aspectos de nuestra vida, hasta ser guías concretos hacia la justicia, hasta el anuncio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el cosmos de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que viene nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Y por ello pienso que la catequesis mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre en sí no tiene su medida –qué es justo y qué no lo es– sino que encuentra su medida fuera de él, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano sino reconocible, concreto, entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podemos hablar y que habla con nosotros. Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer a Jesucristo, el Dios con rostro humano, de cerca, entrar realmente en contacto con Él, aprender a escucharle y aprender a dejarle entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta interpenetración entre dos personas. No tomo un trozo de pan, o de carne, sino que tomo o abro mi corazón para que el Resucitado entre en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí, y así hable conmigo y transforme mi ser, me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.

Esta celebración, en la que Dios se hace no sólo cercano a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios y llevar la luz de Dios en este mundo. No entremos ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico –allí donde acaban las palabras y los razonamientos–, ésta es totalmente realista, porque me lleva a Dios, y hace que Dios venga a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, como yo. Por tanto si en él y en mí está el mismo Cristo, también nosotros dejamos de ser individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque hemos sido todos incorporados, si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo. Por tanto el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos «yo» separados, sino que estamos unidos en el mismo «yo» de Cristo. En otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe realmente llegar a lo profundo de nuestra existencia, ser precisamente educación para abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea apertura de mi existencia en profundidad, de manera que yo pueda llegar a ser un verdadero justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender mejor la liturgia, no como algo exótico sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que es precisamente, por otra parte, la apertura hacia el otro, hacia el mundo. Debemos colaborar todos para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito sino como proceso existencial que me toca en mi intimidad, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y transformándome a mí, da comienzo a la transformación del mundo que el Señor desea y de la que quiere hacerme instrumento.

6) Beatísimo Padre, soy el padre Lucio Maria Zappatore, carmelita, párroco de la parroquia de Santa María Regina Mundi, en Torrespaccata.

Para justificar mi intervención, me remito a lo que usted dijo el domingo pasado, durante el rezo del Ángelus, a propósito del ministerio petrino. Usted habló del ministerio singular y específico del obispo de Roma, que preside en la comunión universal de la caridad. Yo le pido que continúe esta reflexión extendiéndola a la Iglesia universal: ¿qué carisma singular tiene la Iglesia de Roma y cuáles son las características que la hacen, por un misterioso don de la Providencia, única en el mundo? Tener como obispo al Papa de la Iglesia universal, ¿que comporta en su misión, hoy en particular? No queremos saber cuáles son nuestros privilegios: una vez se decía «Parochus in urbe, episcopus in orbe»; sino que queremos saber cómo vivir este carisma, este don de vivir como sacerdotes en Roma, y qué espera usted de nosotros, los párrocos romanos.

Dentro de pocos días usted irá al Capitolio para encontrarse con las autoridades civiles de Roma, y hablará de los problemas materiales de nuestra ciudad. Hoy le pedimos que hable con nosotros de los problemas espirituales de Roma y de su iglesia. Y a propósito de su visita al Capitolio, me he permitido dedicarle un soneto en dialecto romano, pidiéndole que se complazca en escucharlo.

Er Papa che salisce al Campidojo / è un fatto che te lassa senza fiato / perchè ‘sta vortas sòrte for dar sojo, / pe creanza che tiè ‘n bon vicinato. / Er sindaco e la giunta con orgojo / jànno fatto ‘n invito , er più accorato, / perchè Roma, se sà, vojo o nun vojo /nun po’ fa’ proprio a meno der papato. / Roma, tu ciài avuto drento ar petto / la forza pè portà la civirtà. / Quanno Pietro t’ha messo lo zicchetto / eterna Dio t’ha fatto addiventà. / Accoji allora er Papa Benedetto / che sale a beneditte e a ringrazià!

 

–Benedicto XVI: Gracias. Hemos oído hablar al corazón romano, que es un corazón de poesía. Es muy bonito escuchar un poco el dialecto romano y sentir que la poesía está profundamente enraizada en el corazón romano. Éste es quizás un privilegio natural que el Señor ha dado a los romanos. Es un carisma natural que precede a los eclesiales.

Su pregunta, si he entendido bien, se compone de dos partes. Ante todo, qué responsabilidad concreta tiene el obispo de Roma hoy. Y después usted extiende justamente el privilegio petrino a toda la Iglesia de Roma –así se consideraba también en la Iglesia antigua– y pregunta cuáles son las obligaciones de la Iglesia de Roma para responder a esta vocación suya.

No es necesario desarrollar aquí la doctrina del primado, la conocéis todos muy bien. Es importante detenernos en el hecho de que realmente el Sucesor de Pedro, el ministerio de Pedro, garantiza la universalidad de la Iglesia, trasciende los nacionalismos y otras fronteras que existen en la humanidad de hoy, para ser realmente una Iglesia en la diversidad y en la riqueza de tantas culturas.

Vemos también cómo las demás comunidades eclesiales, las demás Iglesias advierten la necesidad de un punto unificador para no caer en el nacionalismo, en la identificación con una cultura determinada, para ser realmente abiertos, todos para todos y para verse casi obligados a abrirse siempre hacia todos los demás. Me parece que éste es el ministerio fundamental del sucesor de Pedro: garantizar esta catolicidad que implica multiplicidad, diversidad, riqueza de culturas, respeto de las diferencias y que, al mismo tiempo, excluye absolutizaciones y une a todos, les obliga a abrirse, a salir de la absolutización de lo propio para encontrarse en la unidad de la familia de Dios que el Señor ha querido y de la que es garantía el sucesor de Pedro, como unidad en la diversidad.

Naturalmente, la Iglesia del sucesor de Pedro debe llevar, con su obispo, este peso, esta alegría del don de su responsabilidad. En el Apocalipsis el obispo aparece de hecho como ángel de su Iglesia, es decir, como la incorporación de su Iglesia, a la que debe responder el ser de la misma Iglesia. Por tanto la Iglesia de Roma, junto con el sucesor de Pedro y como Iglesia particular suya, debe garantizar precisamente esta universalidad, esta apertura, esta responsabilidad para la trascendencia del amor, este presidir en el amor que excluye particularismos. Debe también garantizar la fidelidad a la Palabra del Señor, al don de la fe, que no hemos inventado nosotros sino que realmente es el don que sólo podía venir del mismo Dios. Este será siempre el deber, pero también el privilegio, de la Iglesia de Roma, contra las modas, contra los particularismos, contra la absolutización en algunos aspectos, contra herejías que son siempre absolutizaciones de un aspecto. También el deber de garantizar la universalidad y la fidelidad a la integridad, a la riqueza de su fe, de su camino en la historia que se abre siempre al futuro. Y junto con este testimonio de fe y de universalidad, naturalmente debe dar ejemplo de caridad.

Nos lo dice san Ignacio, identificando en esta palabra algo enigmática, el sacramento de la Eucaristía, la acción de amar a los demás. Y esto, volviendo al punto anterior, es muy importante: es decir, esta identificación con la Eucaristía que es ágape, es caridad, es la presencia de la caridad que se nos dio en Cristo. Debe ser siempre caridad, signo y causa de caridad en la apertura hacia los demás, en la entrega a los demás, de esta responsabilidad hacia los necesitados, hacia los pobres, hacia los olvidados. Es una gran responsabilidad.

Al hecho de presidir la Eucaristía le sigue el hecho de presidir en la caridad, que puede ser testimoniada sólo por la misma comunidad. Éste me parece que es el gran deber, la gran pregunta para la Iglesia de Roma: ser realmente ejemplo y punto de partida de la caridad. En este sentido preside en la caridad.

En el presbiterio de Roma somos de todos los continentes, de todas las razas, de todas las filosofías y de todas las culturas. Estoy contento de que precisamente el presbiterio de Roma expresa la universalidad, en la unidad de la pequeña Iglesia local la presencia de la Iglesia universal. Más difícil y exigente es ser también portadores del testimonio, de la caridad, del estar con los demás con nuestro Señor. Podemos sólo rezar al Señor para que nos ayude en cada parroquia, en cada comunidad, y que todos juntos podamos ser realmente fieles a este don, a este mandato de presidir en la caridad.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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