(ZENIT - Madrid).- En este beato extremeño confluyeron dos carismas: el franciscano y el hospitalario; ambos configuraron su vida y acción apostólica. Intervinieron también en ellas la fe y perspicacia de un religioso atento a su entorno que vio reflejadas en el joven Cristóbal las cualidades de una gran vocación sacerdotal. Desde que nació en Mérida, Badajoz, España, el 25 de julio de 1638, la pobreza de su familia y el espíritu de generosidad, que junto a ella aprendió y ejercitó cotidianamente, le dispusieron para ser paño de lágrimas de numerosos infortunados. La cercanía de los padres franciscanos, a los que quiso unirse antes de cumplir los 8 años, incrementó su piedad y extrajo de él sus muchas virtudes. Con ellos se impregnó de ese carisma, que fue para el beato como una segunda piel, unido al de los religiosos de San Juan de Dios, en cuyo hospital desempeñó la tarea de enfermero. El director del mismo fue quien atisbó que podía hallarse ante un futuro presbítero y llamó su atención hacia la vida sacerdotal. Cristóbal estaba acostumbrado al esfuerzo y al sacrificio. Era pronto, dispuesto, muy responsable. Al ser el sacristán del convento de las franciscanas concepcionistas, solía madrugar para ayudar en misa. Cursó estudios eclesiásticos en Badajoz y fue ordenado en esta capital en 1663. Cuando trabajaba en el hospital de su ciudad natal había dicho: «cuán suave es el Señor servido en sus pobres». De modo que al regresar a Mérida, junto al ejercicio de su ministerio, retomó la labor ya que su atracción por el mundo de los enfermos sin recursos seguía intacta. Auxilió y consoló a quienes habían perdido la salud y con ella otros bienes materiales y espirituales. En esta misión se hallaba inmerso cuando fue reclamado para sumirse en un escenario virulento: el de la guerra que se libraba entre España y Portugal; fue capitán de uno de los tercios españoles. Noche y día intentaba sanar las heridas del cuerpo y las del alma, atendiendo a los infelices soldados heridos y enfermos que yacían en el suelo. En distintos momentos estuvo a punto de fenecer. Así, se libró milagrosamente de la muerte en el fragor de la lucha, hallándose debajo de un árbol, en medio de una emboscada, y en otras circunstancias. Finalmente, la grave enfermedad que contrajo lo devolvió a su hogar. Entonces comenzó otro hito de su vida: el desierto. La invitación a sumirse en la experiencia eremítica se tornó especialmente apremiante en su interior. Por eso, y aún en medio de dudas y de cierta reserva, como sopesaba esta vía, rechazó la oferta de un acaudalado ciudadano que quiso poner en sus manos la administración de sus bienes. Sin embargo no tomó partido por ella hasta que murió un íntimo amigo. Entonces no demoró más su respuesta. Conocía la existencia de monjes en la serranía cordobesa y eligió ese destino. Llegó en 1667, tras recorrer a pie más de doscientos kilómetros. Le animaba este afán: «Mi ánimo, oh Dios, es servirte en la soledad. Mi viaje no ha de ser por camino conocido. Guíame para que, sin ser visto, pueda llegar al desierto donde Tu amor me llama». El hermano encargado de franquearle la entrada del eremitorio debió conmoverse cuando le oyó decir: «Soy un pecador que viene buscando quien le enseñe a hallar a Dios por el camino de la penitencia, porque no tiene otro el que ha pecado. Te pido que me recibas como hijo y me enseñes como Padre que yo prometo ser obediente a tus mandatos». Inicialmente nadie supo que era sacerdote. Hizo de la oración, el ayuno y el trabajo su pauta de conducta, sin escatimar sacrificios ni mortificaciones, con toda fidelidad y obediencia a las indicaciones que le fueron proporcionando. Profesó como terciario franciscano en 1670 con el nombre religioso por el que es conocido. Pasado el tiempo, los ermitaños que admiraban su virtud, le tomaron como guía y dieron lugar al nacimiento de la congregación de Ermitaños de San Francisco y San Diego, de espíritu franciscano. Allí comenzaron a conocerse algunos de sus prodigios. Pero su meta apostólica era Córdoba. Cuando viajaba a la ciudad observaba la radical diferencia existente entre ricos y pobres, la desidia de aquéllos y de las autoridades ante tantas carencias esparcidas por sus calles: un mundo de miseria, abandono e injusticia tal que removió su sensibilidad llegándole a las entrañas. «Serviré a Dios sustentando pobres», se dijo. Y este castigadísimo colectivo fue para siempre el objeto de su caridad. En 1673 abrió un humilde hospitalito presidido por un Jesús Nazareno con esta leyenda: «Mi Providencia y tu fe han de tener esto en pie»; le ayudó a superar las dificultades y contrariedades que fueron llegando. Comenzó con seis camas, pero sus desvelos y afanes por estos desheredados, que le traían y llevaban por todos los rincones de la capital, fue despertando conciencias y se abrieron otras opciones. Hombres y mujeres iban uniéndose a él, y muchos quisieron entregarse por completo a esta labor, siendo origen de los Hermanos y Hermanas Hospitalarios de Jesús Nazareno, para «servir a los pobres». Si sus seguidores se sentían tambalear, decía: «Tened confianza porque la mano de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las necesidades aprietan». Su ardiente caridad se hizo patente en detalles delicados como las flores que perfumaban los lechos de sus enfermos. Niños, ancianos, jóvenes, prostitutas, incluso facinerosos bandoleros sabían de su bondad. Paciencia, humildad, generosidad diseminadas en todos los rincones. Los milagros se multiplicaban en medio de gestos que recuerdan a los del Poverello. Cuando salía a pedir limosna la gente contemplaba en él al auténtico discípulo de Cristo. El cólera azotó severamente la ciudad en 1690. Le faltaban manos para atender a los enfermos en las calles y dentro del hospital, y se contagió. Falleció el 24 de julio de ese año. Fue beatificado en Córdoba el 7 de abril de 2013 por el cardenal Angelo Amato, en representación del papa Francisco.
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