(ZENIT Noticias / Roma, 28.11.2025).- Cuando el Papa León XIV firmó el nuevo Reglamento General y de Personal de la Curia Romana en la festividad de Cristo Rey, la mayoría de los observadores esperaban mejoras en la estructura administrativa, medidas de rendición de cuentas más rigurosas y normas actualizadas para el personal; todos ajustes anticipados a medida que el Vaticano continúa asimilando la reforma institucional iniciada por Praedicate Evangelium en 2022. Sin embargo, pocos previeron que uno de los elementos con mayor carga simbólica de la vida curial experimentaría un cambio con consecuencias mucho más allá de las rutinas del trabajo de oficina: el papel central del latín.
En una formulación que puede parecer modesta, pero con un inmenso peso cultural, el nuevo reglamento establece que las instituciones curiales «redactarán ordinariamente sus actas en latín o en otra lengua». La redacción parece inofensivamente diplomática, casi equilibrada. Pero dentro de las oficinas del Vaticano, la implicación es inequívoca. Al abrir la puerta al italiano, inglés, francés, español y otras lenguas de trabajo como vehículos normales para la documentación interna, la Curia se ha alejado discretamente de la presunción de que el latín es su lengua materna.
Los funcionarios reconocen en privado lo que el texto solo insinúa: el cambio significará, en la práctica, la desaparición progresiva del latín de la documentación curial diaria. El requisito anterior —que las actas se redactaran «por regla general» en latín— funcionaba como una especie de ancla institucional, vinculando la gobernanza contemporánea con el vocabulario antiguo de la Iglesia. Sin esa ancla, la documentación rutinaria ahora seguirá los hábitos lingüísticos del propio personal, ya sea el italiano conversacional de los oficios romanos o el inglés que el Papa León XIV ha hablado desde su infancia.
Irónicamente, la reforma llega de la mano de la creación de una nueva Oficina para la Lengua Latina dentro de la Secretaría de Estado. Su propósito no es restaurar el latín a su dominio anterior, sino preservar lo que aún se puede preservar: la traducción cuidadosa de documentos importantes, el apoyo a la redacción de textos que requieren precisión técnica y la gestión de una tradición cada vez más frágil en la era de la movilidad global. En lugar de ser el torrente sanguíneo de la vida curial, el latín parece destinado a convertirse en su memoria de archivo: indispensable para ciertas tareas, pero ya no el medio compartido de la gobernanza cotidiana.
Este cambio revela una tensión más profunda que ha ensombrecido la reforma curial durante décadas. El sistema administrativo del Vaticano se ha vuelto cada vez más internacional, integrado por empleados laicos y clérigos cuya formación se impartió en idiomas tan diversos como el polaco, el coreano, el portugués y el suajili. La expectativa de que toda comunicación interna significativa comenzara en latín a menudo generaba retrasos, distorsiones o la dependencia de un grupo cada vez más reducido de expertos. Las nuevas normas reconocen esta realidad con una claridad que generaciones anteriores evitaron: si la Santa Sede quiere que sus oficinas funcionen con rigor y eficiencia, debe hacerlo en los idiomas que sus empleados realmente hablan.
El cambio no es meramente práctico, sino pastoral. Los documentos de verdadera importancia —aquellos destinados a ser publicados, dirigidos a obispos de todo el mundo o para uso de los fieles— ahora deben traducirse a idiomas de uso común. Este requisito sitúa la evangelización, no la tradición, en el centro de la comunicación curial. Este cambio refleja una convicción, enfatizada durante mucho tiempo por el papa Francisco y ahora afirmada por el papa León XIV: que el gobierno de la Iglesia existe no para su propia preservación, sino para el servicio de las personas que viven en lenguas modernas.
Al mismo tiempo, las nuevas normas amplían los canales a través de los cuales esos mismos fieles pueden dirigirse a la Santa Sede. Por primera vez, los dicasterios están obligados explícitamente a examinar los asuntos presentados directamente por laicos católicos y a responder tras consultar confidencialmente a los obispos locales y representantes papales. Una vez más, el idioma importa: el acceso a la Curia depende de la capacidad de comunicarse de forma inteligible con ella. En una Iglesia multilingüe, esto no se puede lograr de forma realista si el latín sigue siendo el idioma por defecto.
Sería fácil interpretar la reforma lingüística como un triunfo del pragmatismo sobre la herencia. Sin embargo, el panorama es más complejo. El Vaticano no ha abandonado el latín; lo ha reposicionado. Al institucionalizar una oficina dedicada a la lengua, la reforma protege al latín del descuido y libera a la Curia de sus limitaciones administrativas. De hecho, protege la dignidad de la lengua al impedir que se convierta en un obstáculo burocrático.
Las nuevas normas también entrelazan la reforma lingüística con esfuerzos más amplios para modernizar la cultura interna de la Curia. Las medidas para frenar el nepotismo, garantizar la transparencia económica, profesionalizar los contratos de los empleados laicos y establecer edades de jubilación unificadas apuntan a una administración más predecible, responsable y coherente con los estándares internacionales. Las disposiciones lingüísticas, en lugar de ser aisladas, forman parte de este mismo movimiento: alinean el funcionamiento interno de la Curia con las realidades de una Iglesia global y una fuerza laboral globalizada.
Queda por ver si este cambio marca el inicio del tranquilo ocaso del latín o el comienzo de un esfuerzo de preservación más deliberado. Lo que está claro es que el Papa León XIV no ha optado por la ruptura ni por la nostalgia. En cambio, ha aceptado que el corazón de la vida administrativa de la Iglesia late hoy en día en múltiples idiomas, y que la gobernanza ejercida en los idiomas que la gente realmente habla puede servir tanto a la misión de la Iglesia como a la integridad de su tradición.
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