George Weigel
(ZENIT Noticias – Denver Catholic / Denver, 30.08.2024).- «Inculturación» es una palabra de moda entre los católicos desde hace más de medio siglo. No es el neologismo más elegante, pues huele a sociología. Sin embargo, expresa una verdad de la práctica misionera católica con dos milenios de antigüedad: la Iglesia utiliza cualquier material apropiado que esté a mano en una cultura determinada para hacer que la propuesta del Evangelio cobre vida en ese entorno. Las parábolas de Jesús son la garantía bíblica de este método de evangelización. El Señor utilizó los materiales culturales familiares que tenía a mano para transmitir verdades clave sobre la irrupción del Reino de Dios en la historia: el mercader que encuentra la perla preciosa, el sembrador de semillas que espera pacientemente la cosecha, el grano de mostaza que se convierte en un gran árbol, etc.
San Pablo fue uno de los primeros «inculturadores» en Hechos 17, donde trató de convencer a los escépticos atenienses de que el «dios desconocido» a través del cual cubrían sus apuestas religiosas se había dado a conocer al pueblo de Israel y en Jesús, crucificado y resucitado. No funcionó tan bien como Pablo esperaba, pero la estrategia era sólida. Y unos siglos más tarde, la Iglesia la utilizó para convertir la primitiva proclamación cristiana – «Jesús es el Señor»- en credo y dogma, a través de la mediación de categorías extraídas de la filosofía clásica en concilios ecuménicos como Nicea I y Calcedonia.
La inculturación también tiene su reverso: como la Iglesia adopta materiales culturales de un entorno determinado para hacer que el mensaje del Evangelio sea «escuchable», una inculturación exitosa da lugar a que el Evangelio reforme ese entorno para que encarne una comprensión bíblica de la dignidad humana y la solidaridad. Como explico en “Cartas a un joven católico”, la inculturación del Evangelio en México a través del icono de Nuestra Señora de Guadalupe es un ejemplo paradigmático de materiales culturales indígenas que llevan a la gente a la fe, profundizan en esa fe y remodelan una cultura.
Lo que no es inculturación es lo que está ocurriendo hoy en China.
Bajo el férreo gobierno del dictador Xi Jinping, la política religiosa de la República Popular China es la «sinicización». Los crédulos o incautos consideran esto simplemente como otra forma de inculturación. La «sinicización» es cualquier cosa menos eso: es la inversión perversa de la inculturación, bien entendida.
La fe católica en China debe ajustarse al «Pensamiento Xi Jinping»; no debe atemperar, y mucho menos corregir, la ideología oficial del Estado. La práctica católica en China debe promover los objetivos hegemónicos del régimen comunista chino; si el testimonio católico desafía esos objetivos, o la forma en que se promueven esos objetivos a través de violaciones masivas de los derechos humanos a nivel interno y agresiones a nivel internacional, el resultado es la persecución, a menudo a través del corrupto sistema legal del que mi amigo Jimmy Lai es una víctima prominente.
Una verdadera inculturación del Evangelio en China llamaría a China y al régimen despótico que actualmente la controla a la conversión. La «sinicización», por el contrario, es una llamada a la reverencia, a la aquiescencia servil al programa de control social del régimen, que es esencialmente un refinamiento de lo que George Orwell describió en la novela distópica 1984, aunque la distopía se promueve ahora como una utopía de abundancia, unida a la restauración del honor y la dignidad nacionales mediante la dominación del mundo.
La obstinada persistencia del Vaticano en el acuerdo evangélicamente desastroso, estratégicamente mal concebido y canónicamente dudoso que hizo con el régimen de Xi Jinping en 2018 -que otorga al Partido Comunista Chino derechos de nominación episcopal, en violación de la enseñanza del Vaticano II y la prohibición establecida en el canon 377.5- es un signo contrario a la importancia de la auténtica inculturación para la Nueva Evangelización. Ese acuerdo no hace avanzar la misión de la Iglesia de proclamar el Evangelio en China. No pone a la Iglesia al servicio de la sociedad china. Por el contrario, está convirtiendo a los eclesiásticos en portavoces de facto de un régimen que persigue a los musulmanes hui y uigures, así como a los evangélicos y católicos de las iglesias domésticas. Así, el recientemente creado cardenal Stephen Chow, SJ, ni siquiera se atrevió a mencionar las palabras «Tiananmen» y «masacre» en el 35 aniversario de aquella atrocidad (en agudo contraste con el valiente testimonio de su predecesor como obispo de Hong Kong, el cardenal Joseph Zen, SDB).
Esta inversión de la inculturación también está dañando la reputación del catolicismo a nivel internacional. El gran historiador británico Sir Michael Howard me dijo una vez que la transformación de la Iglesia católica en la defensora institucional más destacada del mundo de los derechos humanos básicos fue una de las dos grandes revoluciones del siglo XX, siendo la otra la toma del poder por los bolcheviques de Lenin en Rusia en 1917. La revolución de Lenin continúa en China. La revolución católica de los derechos humanos se ha estancado en Roma durante la última década, en detrimento tanto de la Iglesia como del mundo.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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