ROMA, viernes 21 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el comentario al evangelio del próximo domingo, Cuarto Domingo de Adviento, del padre Jesús Álvarez, paulino.

*****

Por Jesús Álvarez SSP

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!"”(Lc. 1, 39-45)

La visita de la Virgen María a Isabel, constituye la primera misión evangelizadora cristiana: María lleva a Cristo a la casa de Isabel.

No es fácil imaginar la grande y grata sorpresa de Isabel al oír el saludo de su joven prima María, y no solo por su presencia, sino sobre todo porque percibió en ella a la portadora de otra presencia más grata y más grande aún: el Mesías Salvador, reconocido primero por el niño –futuro Precursor de Jesús--, que Isabel llevaba en su seno y que saltó de gozo ante el Niño Dios.

Es sumamente consolador y admirable ver cómo Dios hace presente al Salvador a través de un servicio ordinario, humilde, hogareño. Sí: el máximo servicio que podemos hacer a las personas a quienes prestamos ayudas materiales, humanas, consiste en llevarles a la vez la salvación de Dios a través de nuestro servicio, testimonio, oración, alegría, sufrimiento, perdón, palabra, fe viva...

Ciertamente Isabel valoraba mucho más el servicio salvífico de María, portadora del Salvador, que sus servicios domésticos, que también agradecía de corazón, aunque se sentía indigna de ser servida por la Madre del Mesías.

¡Qué maravilloso ejemplo el de estas dos mujeres! En María y en Isabel todo gesto humano ordinario se convierte en acontecimiento de salvación, gracias a que ambas han creído que la salvación de Dios se concreta en acciones y en gestos ordinarios cuando estos se realizan con amor y fe.

Desde la caricia a un niño, la sonrisa a un anciano, la limosna a un pobre, la visita a un enfermo o encarcelado, el consuelo a un afligido, el sufrimiento ofrecido, la alegría, la evangelización, el testimonio, hasta la ternura total en el matrimonio, todo puede y debe ser cauce de salvación para quien da y para quien recibe.

Esos gestos realizados en unión con Cristo en la fe y el amor, nos hacen acreedores del elogio de Isabel a María: “Dichosa tú porque has creído”, y a la promesa de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.

El apostolado y el “sacerdocio” --mediación entre Dios y los hombres--, de María, superan con mucho al de todos los apóstoles, obispos, papas, misioneros y sacerdotes juntos. La mujer no tiene por qué envidiar el sacerdocio ministerial --pero tampoco infravalorarlo--, pues si con amor y fe ejerce su sacerdocio bautismal a imitación de la Madre de Jesús, comparte la eficacia salvadora del sacerdocio ministerial.

Este privilegio salvífico, hecho vida y obra en unión con Cristo, nos hace auténticos apóstoles de Jesús resucitado presente, más allá de los ritos y prácticas externas, que solo valen en cuanto están vivificadas por esa ansia de salvación propia y ajena.

Hacerte apóstol a imitación de María, está a tu alcance mediante estos seis formas de apostolado que ella realizó: vida interior de unión con Cristo, oración, sufrimiento ofrecido, testimonio, palabra y acción.