MADRID, viernes, 7 enero 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la nota de prensa presentada este viernes por la Conferencia Episcopal Española sobre «nación y nacionalismos».
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El pasado día 30 de diciembre el Parlamento Vasco aprobó una “Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi”. Tanto el acontecimiento mismo de la aprobación como el contenido de lo aprobado han suscitado un fuerte debate social y político. En este contexto se recuerda la doctrina moral de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española acerca de las relaciones entre nación y nacionalismos en España, tal y como se desprende de la Instrucción Pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, de noviembre de 2002. De esta Instrucción son las siguientes afirmaciones:
27. “La nación – dice Juan Pablo II - es la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura”. Ahora bien, las culturas no son nunca de por sí compartimentos estancos, y deben ser capaces de abrirse unas a otras. Están constituidas ya de antemano a base del rico intercambio del diálogo histórico entre ellas. Todas necesitan dejarse impregnar por el Evangelio.
28. Las naciones, en cuanto ámbitos culturales del desarrollo de las personas, están dotadas de una “soberanía” espiritual propia y, por tanto, no se les puede impedir el ejercicio y cultivo de los valores que conforman su identidad. Esta “soberanía” espiritual de las naciones puede expresarse también en la soberanía política, pero ésta no es una implicación necesaria. Cuando determinadas naciones o realidades nacionales se hallan legítimamente vinculadas por lazos históricos, familiares, religiosos, culturales y políticos a otras naciones dentro de un mismo Estado no puede decirse que dichas naciones gocen necesariamente de un derecho a la soberanía política.
29. Las naciones, aisladamente consideradas, no gozan de un derecho absoluto a decidir sobre su propio destino. Esta concepción significaría, en el caso de las personas, un individualismo insolidario. De modo análogo, resulta moralmente inaceptable que las naciones pretendan unilateralmente una configuración política de la propia realidad y, en concreto, la reclamación de la independencia en virtud de su sola voluntad. La “virtud” política de la solidaridad, o, si se quiere, la caridad social, exige a los pueblos la atención al bien común de la comunidad cultural y política de la que forman parte. La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no en el de una secesión.
30. En consecuencia, no es moral cualquier modo de propugnar la independencia de cualquier grupo y la creación de un nuevo Estado, y en esto la Iglesia siente la obligación de pronunciarse ante los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad. Cuando la voluntad de independencia se convierte en principio absoluto de la acción política y es impuesta a toda costa y por cualquier medio, es equiparable a una idolatría de la propia nación que pervierte gravemente el orden moral y la vida social. Tal forma inmoderada de “culto” a la nación es un riesgo especialmente grave cuando se pierde el sentido cristiano de la vida y se alimenta una concepción nihilista de la sociedad y de su articulación política. (...)
31. Por nacionalismo se entiende una determinada opción política que hace de la defensa y del desarrollo de la identidad de una nación el eje de sus actividades. La Iglesia, madre y maestra de todos los pueblos, acepta las opciones políticas de tipo nacionalista que se ajusten a la norma moral y a las exigencias del bien común. Se trata de una opción que, en ocasiones, puede mostrarse especialmente conveniente. El amor a la propia nación o a la patria, que es necesario cultivar, puede manifestarse como una opción política nacionalista.
La opción nacionalista, sin embargo, como cualquier opción política, no puede ser absoluta. Para ser legítima debe mantenerse en los límites de la moral y de la justicia, y debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los de otras realidades nacionales o estatales.
Los nacionalismos, al igual que las demás opciones políticas, deben estar ordenados al bien común de todos los ciudadanos, apoyándose en argumentos verdaderos y teniendo en cuenta los derechos de los demás y los valores nacidos de la convivencia.
32. Cuando las condiciones señaladas no se respetan, el nacionalismo degenera en una ideología y un proyecto político excluyente, incapaz de reconocer y proteger los derechos de los ciudadanos, tentado de las aspiraciones totalitarias que afectan a cualquier opción política que absolutiza sus propios objetivos. De la naturaleza perniciosa de este nacionalismo ha advertido el Magisterio de la Iglesia en numerosas ocasiones. (...)
33. (...) Todo proyecto político, para merecer un juicio moral positivo, ha de ponerse al servicio de las personas y no a la inversa. Es decir, que la justa ordenación de las naciones y de los Estados nunca puede constreñir ni vulnerar los derechos humanos fundamentales, sino que los tutela y los promueve. De modo que no es moralmente aceptable ninguna concepción para la cual la nación, el Estado o las relaciones entre ambos se pongan por encima del ejercicio integral de los derechos básicos de las personas.
La pretensión de que a toda nación, por el hecho de serlo, le corresponda el derecho de constituirse en Estado, ignorando las múltiples relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u otra manera por la fuerza, dan lugar a un nacionalismo totalitario, que es incompatible con la doctrina católica.
34. Por ser la nación un hecho, en primer lugar, cultural, el Magisterio de la Iglesia lo ha distinguido cuidadosamente del Estado. A diferencia de la nación, el Estado es una realidad primariamente política; pero puede coincidir con una sola nación o bien albergar en su seno varias naciones o entidades nacionales. La configuración propia de cada Estado es normalmente fruto de largos y complejos procesos históricos. Estos procesos no pueden ser ignorados ni, menos aún, distorsionados o falsificados al servicio de intereses particulares.
35. España es fruto de uno de estos complejos procesos históricos. Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable.
La Constitución es hoy el marco jurídico ineludible de referencia para la convivencia. Recientemente, los obispos españoles afirmábamos: “La Constitución de 1978 no es perfecta, como toda obra humana, pero la vemos como el fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos”. Se trata, por tanto, de una norma modificable, pero todo proceso de cambio debe hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico.
Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria.