CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 10 enero 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Juan Pablo II dirigió este lunes a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede con motivo de la tradicional audiencia de inicios de año.
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Excelencias, Señoras y Señores:
1. La alegría impregnada de suave conmoción, propia de este tiempo en el que la Iglesia revive el misterio del nacimiento del Emmanuel y el de su humilde familia de Nazaret, se percibe hoy también en este encuentro con Ustedes, Señoras y Señores Embajadores e ilustres miembros del Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, que reunidos aquí hacen visible, en cierto modo, la gran familia de las Naciones.
Este encuentro, alegre y esperado, ha iniciado con las amables expresiones de felicitación, de participación y estima por mi solicitud universal, dirigidas por su digno Decano, el Profesor Giovanni Galassi, Embajador de San Marino. Le estoy muy agradecido y correspondo a las mismas deseando serenidad y alegría para todos Ustedes y sus queridas familias, augurando paz y bienestar para sus Países.
Al darles mi particular y cordial bienvenida, deseo un buen trabajo a los 34 Embajadores y a sus distinguidas consortes que, desde enero del año pasado hasta hoy, han iniciado su misión ante la Sede de Pedro.
2. En verdad, estos sentimientos de alegría han sido ofuscados por la enorme catástrofe natural que el 26 de diciembre pasado ha afectado a diversos Países del sureste asiático, alcanzando incluso algunas costas de África oriental. Esta catástrofe ha marcado con un gran dolor el año que ha terminado: un año probado también por otras calamidades naturales, como son otros huracanes devastadores en el Océano Índico y en el mar de las Antillas, así como la plaga de langostas que ha desolado vastas regiones de África del Norte. Otras tragedias han llenado también de luto el 2004, como son las bárbaras acciones de terrorismo que han ensangrentado Irak y otros Estados del mundo, el cruel atentado de Madrid, la masacre terrorista de Beslan, las violencias inhumanas sobre la población de Darfur, las atrocidades perpetradas en la región de los Grandes Lagos en África.
Nuestro corazón se siente turbado y angustiado por todo ello, y ciertamente no conseguiríamos liberarnos de las tristes dudas sobre el destino del hombre si, precisamente de la cuna de Belén, no nos llegara una mensaje, a la vez humano y divino, de vida y de esperanza más fuerte. En Cristo, que nace como hermano de todo hombre y se pone a nuestro lado, es Dios mismo quien nos invita a no dejarnos desanimar nunca, sino a superar las dificultades, por muy grandes que sean, reforzando y haciendo prevalecer los vínculos comunes de humanidad por encima de cualquier otra consideración.
3. De hecho, su presencia, Señoras y Señores Embajadores, que aquí representan a casi todos los pueblos de la tierra, abre ante nuestros ojos, como con una sola mirada, el gran panorama de la humanidad con los graves problemas comunes que la atormentan, pero también con las grandes y siempre vivas esperanzas que la animan. La Iglesia católica, universal por naturaleza, está siempre implicada directamente y participa en las grandes causas por la cuales el hombre actual sufre y espera. Ella no se siente extranjera entre ningún pueblo, porque donde se encuentre un cristiano, miembro suyo, está presente todo el cuerpo de la Iglesia. Más aún, dondequiera que se encuentre un hombre, allí se establece para nosotros un vínculo de fraternidad. Con su presencia activa en el destino del hombre en cada lugar de la tierra, la Santa Sede sabe que tiene en Ustedes, Señoras y Señores Embajadores, unos interlocutores altamente cualificados, porque es propio de la misión de los diplomáticos superar los confines y hacer converger a los pueblos y a sus gobiernos en una voluntad de activa concordia, con el cuidadoso respeto de las propias competencias, pero también en la búsqueda de un más alto bien común.
4. En el Mensaje que este año he dirigido para la Jornada Mundial de la Paz he propuesto a la atención de los fieles católicos y de todos los hombres de buena voluntad la invitación de apóstol Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien»:
vince in bono malum (Romanos 12, 21). En la base de esta invitación hay una verdad profunda: en el campo moral y social, el mal asume el rostro del egoísmo y del odio que tienen un carácter negativo; sólo el amor, que tiene la fuerza positiva de un don generoso y desinteresado hasta el propio sacrificio, puede vencer al mal. Esto es lo que se expresa precisamente en el misterio del nacimiento de Cristo: para salvar a la criatura humana del egoísmo del pecado y de la muerte, que es su fruto, Dios mismo, por medio de Cristo, plenitud de vida, entra con amor en la historia del hombre y lo eleva a la dimensión de una vida más grande.
Este mismo mensaje --vence al mal con el bien-- quisiera dirigirlo ahora a Ustedes, Señoras y Señores Embajadores, y por su medio a los queridos pueblos que Ustedes representan, así como a sus Gobiernos: este mensaje es especialmente válido también para las relaciones internacionales, y puede orientar a todos para responder a los grandes desafíos de la humanidad actual. Quisiera indicar aquí algunos de entre los más importantes.
5. El primer desafío es
el desafío de la vida. La vida es el primer don que Dios nos ha hecho y la primera riqueza de la que puede gozar el hombre. La Iglesia anuncia «el Evangelio de la Vida». Y el Estado tiene precisamente como tarea primordial la tutela y la promoción de la vida humana.
En estos últimos años el desafío de la vida se está haciendo cada vez más amplio y crucial. Se ha ido centrando particularmente en el
inicio de la vida humana, cuando el hombre es más débil y debe ser protegido mejor. Concepciones opuestas se enfrentan sobre temas como el aborto, la procreación asistida, el uso de células madres embrionarias humanas con finalidades científicas, la clonación. Apoyada en la razón y la ciencia, es clara la posición de la Iglesia: el embrión humano es un sujeto idéntico al niño que va a nacer y al que ha nacido a partir de ese embrión. Por tanto, nada que viole su integridad y dignidad es éticamente admisible. Además, una investigación científica que reduzca el embrión a objeto de laboratorio no es digna del hombre. Se ha de alentar y promover la investigación científica en el campo genético, pero, como cualquier otra actividad humana, nunca puede considerarse exenta de los imperativos morales; por otra parte, puede desarrollarse en el campo de las células madres adultas con prometedoras perspectivas de éxito.
Al mismo tiempo, el desafío de la vida tiene lugar en lo que es propiamente el santuario de la vida:
la familia. Actualmente, ésta se ve a menudo amenazada por factores sociales y culturales que, ejerciendo presión sobre ella, hacen más difícil su estabilidad; pero en algunos Países la familia está amenazada también por una legislación que atenta --a veces incluso directamente-- a su estructura natural, la cual es y sólo puede ser la de la unión entre un hombre y una mujer, fundada en el matrimonio. La familia es la fuente fecunda de la vida, el presupuesto primordial e irreemplazable de la felicidad individual de los esposos, de la formación de los hijos y del bienestar social, así como de la misma prosperidad material de la nación; no puede, pues, admitirse que la familia se vea amenazada por leyes dictadas por una visión restrictiva y antinatural. Que prevalezca una concepción justa, alta y pura del amor humano, que encuentra en la familia su expresión verdaderamente fundamental y ejemplar.
Vince in bono malum.
6. El segundo
desafío es el del pan. La tierra, hecha maravillosamente fecunda por su Creador, tiene recursos abundantes y variados para alimentar a
todos sus habitantes, presentes y futuros. A pesar de esto, los datos publicados sobre el hambre en el mundo son dramáticos: centenares de millones de seres humanos sufren gravemente desnutrición y, cada año, millones de niños mueren de hambre o por sus consecuencias.
En realidad, ya desde hace tiempo se ha dado la señal de alarma, y las grandes organizaciones internacionales se han prefijado objetivos apremiantes, al menos para frenar la emergencia. Se han propuesto acciones concretas, como las presentadas en la Reunión de Nueva York sobre el hambre y la pobreza, del 20 de septiembre de 2004, en la que he querido estar representado por el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, precisamente para demostrar el gran interés de la Iglesia ante tan dramática situación. Muchas asociaciones no gubernamentales se han comprometido también a prestar ayuda. Pero todo esto no es suficiente. Para responder a esta necesidad, que aumenta en magnitud y urgencia, se requiere una vasta movilización moral de la opinión pública y, más aún, de los hombres responsables de la política, sobre todo en aquellos Países que han alcanzado un nivel de vida satisfactorio y próspero.
A este respecto, quisiera recordar un gran principio de la enseñanza social de la Iglesia, que yo he subrayado de nuevo en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de este año, y que está desarrollado también en el «Compendio de la Doctrina social de la Iglesia»: el principio del destino universal de los bienes de la tierra. Es un principio que no justifica ciertas formas colectivistas de política económica, sino que debe motivar un compromiso radical para la justicia y un esfuerzo de solidaridad más atento y determinado. Éste es el bien que podrá vencer el mal del hambre y de la pobreza injusta.
Vince in bono malum.
7. Está además
el desafío de la paz. La paz, bien supremo, que condiciona la consecución de otros muchos bienes esenciales, es el sueño de todas las generaciones. Pero, ¡cuántas guerras y conflictos armados --entre Estados, entre etnias, entre pueblos y grupos que viven en un mismo territorio estatal-- que de un extremo al otro del globo causan innumerables víctimas inocentes y son origen de otros muchos males! Nuestro pensamiento se dirige espontáneamente hacia diversos Países de Oriente Medio, de África, de Asia y de América Latina, en los cuales el recurso a las armas y a la violencia, produce no sólo daños materiales incalculables, sino que fomenta el odio y acrecienta las causas de discordia, haciendo cada vez más difícil la búsqueda y el logro de soluciones capaces de conciliar los intereses legítimos de todas las partes implicadas. A estos trágicos males se añade el fenómeno cruel e inhumano del terrorismo, flagelo que ha alcanzado una dimensión planetaria desconocida por las generaciones anteriores.
Contra estos males, ¿cómo afrontar el gran desafío de la paz? Ustedes, Señoras y Señores Embajadores, como diplomáticos, son por su profesión --y seguramente también por su vocación personal-- los hombres y las mujeres de la paz. Ustedes saben de cuáles y de cuántos medios dispone la sociedad internacional para garantizar la paz o para instaurarla. Como mis venerados Predecesores, yo mismo he intervenido públicamente en numerosas ocasiones --en particular mediante el Mensaje anual para la Jornada mundial de la Paz--, pero también a través de la diplomacia de la Santa Sede. Yo seguiré interviniendo para indicar las vías de la paz y para invitar a recorrerlas con valentía y paciencia. A la prepotencia se debe oponer la razón, al enfrentamiento de la fuerza el enfrentamiento del diálogo, a las armas apuntadas la mano tendida: al mal el bien.
Numerosos son los hombres que trabajan con valentía y perseverancia en este sentido, y no faltan signos alentadores que demuestran cómo puede afrontarse el gran desafío de la paz. Así en África, donde, a pesar de las graves reincidencias de discordias que parecían superadas, crece la común voluntad de trabajar para la solución y la prevención de conflictos mediante una cooperación más intensa entre las grandes organizaciones internacionales y las instancias continentales, como la Unión Africana. Recordemos, por ejemplo, en noviembre del año pasado, la reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en Nairobi, sobre la emergencia humanitaria en Darfur y sobre la situación en Somalia, así como la Conferencia internacional sobre la región de los Grandes Lagos. Así en Oriente Medio, en esa tierra tan querida y sagrada para los creyentes en el Dios de Abraham, donde parece atenuarse el cruel enfrentamiento de las armas y abrirse una salida política hacia el diálogo y la negociación. Y como ejemplo, ciertamente privilegiado, de una paz posible, bien puede mostrarse Europa: naciones que un tiempo eran cruelmente enemigas y enfrentadas en guerras mortales se encuentran hoy juntas en la Unión Europea, la cual durante el año pasado se ha propuesto consolidarse ulteriormente con el Tratado constitucional de Roma, mientras permanece abierta a acoger otros Estados, dispuestos a aceptar las exigencias que conllevan su adhesión.
Pero para construir una paz verdadera y duradera en nuestro planeta ensangrentado, es necesaria una fuerza de paz que no retroceda ante ninguna dificultad. Es una fuerza que el hombre por sí solo no consigue alcanzar ni conservar: es un don de Dios. Cristo vino precisamente para ofrecerla al hombre, como los ángeles cantaron ante la cuna de Belén: «Paz a los hombres que ama el Señor» (Lucas 2,14). Dios ama al hombre y quiere para él la paz. Nosotros estamos invitados a ser instrumentos activos de la misma, venciendo al mal con el bien.
Vince in bono malum.
8. Quisiera referirme aún a otro desafío:
el desafío de la libertad. Ustedes saben, Señoras y Señores Embajadores, cuánto estimo este tema, precisamente por la historia del pueblo del que provengo; pero dicho tema es ciertamente estimado también por todos Ustedes, que por su servicio diplomático son justamente celosos de la libertad del pueblo que representan y solícitos en defenderla. Pero la libertad es ante todo un derecho del individuo. «Todos los seres humanos nacen --como dice justamente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, concretamente en el artículo 1º-- libres e iguales en dignidad y derecho». Y el artículo 3º declara: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». Ciertamente, la libertad de los Estados es también sagrada porque deben ser libres y, precisamente, para poder llevar a cabo de manera adecuada su deber primordial de proteger, además de la vida, la libertad de sus ciudadanos en todas sus justas manifestaciones.
La libertad es un gran bien, porque, sin ella, el hombre no puede realizarse de manera consecuente con su naturaleza. La libertad es luz: permite elegir responsablemente sus propias metas y la vía para alcanzarlas. En el núcleo más íntimo de la libertad humana está el derecho a la libertad religiosa, porque se refiere a la relación más esencial del hombre: su relación con Dios. Incluso la libertad religiosa está garantizada expresamente en la mencionada declaración (cf. art. 18). Ella fue objeto --como todos Ustedes bien saben-- de una solemne declaración del Concilio ecuménico Vaticano II, la cual inicia con las significativas palabras «Dignitatis humanae».
La libertad de religión sigue siendo en numerosos Estados un derecho no reconocido de manera suficiente o de modo adecuado. Pero el anhelo de la libertad de religión no se puede erradicar: será siempre vivo y apremiante mientras el hombre esté vivo. Por esto dirijo hoy también este llamamiento expresado ya tantas veces por la Iglesia: «Que en todas partes se proteja la libertad religiosa con una eficaz tutela jurídica y se respeten los deberes y derechos supremos del hombre a desarrollar libremente en la sociedad la vida religiosa» (DH 15).
No hay que temer que
la justa libertad religiosa sea un límite para las otras libertades o perjudique la convivencia civil. Al contrario, con la libertad religiosa se desarrolla y florece también cualquier otra libertad, porque la libertad es un bien indivisible y prerrogativa de la misma persona humana y de su dignidad. No hay que temer que la libertad religiosa, una vez reconocida para la Iglesia católica, interfiera en el campo de la libertad política y de las competencias propias del Estado. La Iglesia sabe distinguir bien, como es su deber, lo que es del César y lo que es de Dios; ella coopera en el bien común de la sociedad, porque rechaza la mentira y educa para la verdad; condena el odio y el desprecio e invita a la fraternidad; promueve siempre por doquier --como es fácil reconocer por la Historia-- las obras de caridad, las ciencias y las artes. La Iglesia quiere solamente libertad para poder ofrecer un servicio válido de colaboración con cada instancia pública y privada, preocupada por el bien del hombre. La verdadera libertad es siempre para vencer el mal con el bien.
Vince in bono malum. 9. Señoras y Señores Embajadores, en el año que acaba de empezar estoy seguro de que Ustedes, en el cumplimiento de su alto mandato, seguirán estando al lado de la Santa Sede en su esfuerzo diario por responder, según sus responsabilidades específicas, a los mencionados desafíos que abarcan a toda la humanidad. Jesucristo, cuyo nacimiento hemos celebrado hace unos días, fue anunciado por el Profeta como «Maravilla de Consejero... Príncipe de la Paz» (Isaías 9,5). Que la luz de su Palabra, su espíritu de justicia y de fraternidad, y el don tan necesario y tan deseado de su paz, que él ofrece a todos, puedan resplandecer en la vida de cada uno de Ustedes, de sus familias y de todos sus seres queridos, de sus nobles Países y de toda la humanidad.
[Traducción del original en francés distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede]
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